No hace falta una amenaza mundial contra la humanidad para saberlo, pero en el trance de ella queda más claro que nunca: los medios de comunicación convencionales y las redes sociales que casi los han desplazado son un problema de salud pública tan universal y peligroso como el coronavirus.

 

Muchos pensarán que está mal decirlo desde un medio de comunicación. Es cierto. Afinemos la puntería y digamos que no son los medios ni las redes por sí solos, sino el uso que se les da en la mayoría de los casos. Un uso que -cada vez de un modo más perverso y sin ningún recato- procura borrar los límites entre la verdad y la mentira con la finalidad de manipular a grandes masas humanas y favorecer los intereses de quienes manejan el mundo.

 

Pongamos sobre la mesa de disecciones un ejemplo cercano. La revista colombiana Semana publica un “reportaje” (las comillas son por el respeto que, como licenciado en Comunicación Social, le tengo a la venerable nomenclatura de los géneros periodísticos) en cuyo título afirma que el Covid-19 está dejando una estela de muerte en Venezuela.

 

Como ocurre con la expansión de los virus, la mentira en este caso es exponencial: está elevada al cuadrado. Es falso el hecho en sí que se está “informando” (no hay tal estela de muerte) y, adicionalmente, se difunde la información desde un país que sí tiene graves problemas en el manejo de la pandemia, lo que hace suponer que se pretende distraer al público colombiano de esa realidad. Un doble crimen de leso periodismo.

 

Este caso es muy ilustrativo de lo que está pasando en el mundo comunicacional. La revista Semana era el típico órgano de prensa de Colombia: propiedad de la oligarquía, utilizado como arma en la batalla interna por el poder, pero manejada por gente con un respetable sentido periodístico. Fue así hasta el año pasado, cuando se contagió de uno de los virus que ha acabado con muchos otros medios importantes en diversos países: fue adquirida por GNB Sudameris, una corporación financiera, tras lo cual el periodismo pasó a un segundo plano. En el primero está la defensa del modelo capitalista hegemónico y, en buena medida, de las estructuras políticas, económicas (legales y non sanctas) que sostienen dicho orden en Colombia.

 

Por supuesto que el cambio de rumbo ha tenido sus víctimas. Una de las más recientes es el periodista Daniel Coronell, quien durante quince años fue una de las voces fundamentales de la revista y fue despedido mediante un mensaje de Whatsapp, luego de que se silenciara un trabajo de investigación suyo acerca de falsos positivos. También chocó con la dirección de la revista porque criticó las escaramuzas que tuvo con otro medio de comunicación (algo muy propio del nido de alacranes de la prensa colombiana).

 

“Los accionistas de Semana son dueños de la marca, de su magnífico edificio, de los equipos, muebles y enseres, pero no de la información. La información es un bien público y solo se puede ejercer en beneficio de los ciudadanos, no de desquites empresariales. Como periodista tengo el deber de decirlo y ustedes, como lectores, tienen el derecho a saberlo”, expuso Coronell, y la opinión le costó el puesto.

 

Más allá de la anécdota, es obvio que Semana se encamina a ser otro engranaje de una maquinaria mediática global en la que cada día quedan menos medios independientes. Una maquinaria que miente con desparpajo para sostener la ilusión de que el capitalismo neoliberal funciona de maravilla, mientras que cualquier alternativa debe ser vista como un desastre. No importa si lo que está ocurriendo es exactamente lo contrario, como sucede en este momento de pandemia entre el gobierno ultraderechista de Iván Duque y el socialista y bolivariano de Venezuela.

 

El otro virus: la “prensa libre”

 

Este asunto, que toca a Venezuela por el tema del pseudorreportaje, nos permite abordar una arista mucho más directa del problema de salud pública que son los medios y las redes: la incidencia nefasta del financiamiento extranjero en los órganos informativos y en la actividad de los influencers venezolanos.

 

Por confesión de parte, se sabe que la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, fachada necesaria de la Agencia Central de Inteligencia, CIA, cuya fama no puede ser peor) está financiando a los medios de comunicación venezolanos (o “sobre Venezuela” que funcionan en otros países) a los que pomposamente llaman “la prensa libre”.

 

Esto lo dijo, sin tapujos, el enviado especial del gobierno de Donald Trump para Venezuela, Elliott Abrams. Los aludidos se han hecho los desentendidos, pero basta revisar las líneas editoriales, así como los viajes y lisonjas que se otorgan a sus dueños formales, para saber cuáles de esos medios han sido tocados por la vara mágica de los dólares de Washington.

 

Esos aportes son la madre de todos los virus porque al infectar una vez el sistema de un medio, se apodera de él por completo. Reflexionemos con lógica: ¿puede ser libre realmente un órgano periodístico cuyos propietarios dependen del flujo de dólares de un supuesto benefactor extranjero o ese medio tiene que tocar la música que le pida el que paga por la fiesta, sobre todo a esa hora que en Venezuela solemos llamar “de las chiquiticas”?

 

Y así llegamos a otra situación peligrosísima, comparable con la pandemia mundial: Venezuela está bloqueada, asediada y bajo amenaza de invasión, lo que ya ha causado muerte y sufrimiento en todo el pueblo (incluyendo furibundos opositores) y podría causar una auténtica catástrofe, una guerra fratricida, quien sabe si un genocidio (como el de Ruanda) en caso de concretarse la acción criminal. En esta confrontación, muchos medios de la “prensa libre” y los célebres influencers ya actúan como agentes inequívocos de las fuerzas extranjeras invasoras. Otros tendrán que actuar así, quiéranlo o no, porque ya le vendieron su alma y si algo sabe el diablo es pasar factura. ¿Hay entonces alguna duda respecto a que son tan peligrosos como el coronavirus?

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)

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