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Cuando la paz triunfa sobre la guerra lo hace con sutileza, con actos heroicos cotidianos que se hacen imperceptibles para quienes debieron acostumbrarse al paisaje de la violencia.

 

Tal vez por eso es que en una callecita estrecha de San Carlos, un municipio del Oriente antioqueño donde el drama de pisar minas es el más agudo del país, nadie ve con sorpresa que a don Carlos, el campesino honorable de la esquina, le falte su ojo izquierdo; que James, el de la penúltima casa y un zurdo brillante en las canchas, haya perdido la pierna izquierda cuando era soldado ‘contraguerrilla’, y que Norbey, hacedor de las mejores empanadas del barrio, también perdiera la izquierda militando en las Autodefensas.

 
 
Lo enigmático es que en la convivencia diaria de los tres vecinos no pesa la historia del uno o del otro, y más que olvido o indiferencia, esa percepción fraterna de aquel que fue enemigo en el pasado, de aquel que pudo haber sembrado una mina, de aquel que pudo haber disparado, es fruto del perdón que este pueblo decidió concederle a los violentos.

 

El informe ‘San Carlos, memorias del éxodo en la guerra’, del grupo de Memoria Histórica, dice que en el municipio los actores armados perdieron la noción de la capacidad destructiva de las minas, y por eso la fabricación y siembra de estos artefactos se volvió indiscriminada, descontrolada, retorcida.

 

La certeza sobre la presencia de los explosivos, unida a la incertidumbre sobre dónde los habían ocultado, hicieron irremediable el desplazamiento de muchos pobladores que desconocían si “estaban en el camino, mimetizadas en el pasto, las carreteras y hasta en los naranjos”, advierte el informe. 

 

Al municipio llegaron seis grupos armados. Unos, buscando el poderío sobre el agua, el bien más preciado del pueblo; otros, queriendo ganar territorio, y otros más, obsesionados con arrebatarle el poder a unos o a otros.

 

Guerrillas, grupos paramilitares y Ejército participaron de 33 masacres. Cerca de 20.000 personas de las 25.840 que había en San Carlos huyeron, y 30 de las 76 veredas se convirtieron en caseríos fantasmas.

 

Según datos del Programa Presidencial para los Derechos Humanos, entre 1990 y 2006 ocurrieron 108 eventos trágicos por minas antipersonal en el municipio, mientras la Asociación de Víctimas de Minas Antipersonal de San Carlos (ASOVISAC) reporta que a marzo de 2015, 80 personas han resultado afectadas.

 

En Los Sauces, una callecita de 20 casas con paredes azul cielo y durazno, viven tres de ellos: Carlos, James y Norbey, tres vecinos que comparten navidades, patio de juegos, huerta escolar, saludo matutino y el infortunado recuerdo de haber pisado un pedazo de tierra sembrada con odio.

 

‘Corrió sangre por mi vereda’

 

En El Jordán, un corregimiento de pescadores y agricultores a dos horas de San Carlos, nació y se hizo hombre de campo Carlos Aristizábal.

 

En una finca pequeña, bautizada ‘Peñón Grande’, arriaba ganado y cultivaba yuca, maíz y plátano junto a sus seis hermanos.

 

Por su tierra corría una quebrada caudalosa y cristalina, y entonces, hasta hace 30 años, “la vida era buena, porque había sosiego y porque la plata valía”, recuerda Carlos.

 

Por la época apenas se criaba James Atehortúa en la vereda Vallejuelo, desde donde puede divisarse el casco urbano de San Carlos en cuerpo entero y las matas de café forman hileras que parecen laberintos brotando de las montañas.

 

De niño le ayudaba a su padre, don Francisco Atehortúa, a arriar las bestias y a cargarlas con arena, adobe, caña y esterilla de guadua.

 

Por el mismo tiempo, también entre montañas, creció Norbey Giraldo en la vereda Santa Rita, a dos horas en carro desde la plaza de San Carlos.

 

Vivía con su madre y cultivaba café, tomate y fríjol, hasta que el nuevo milenio los recibió con visitas cada vez más frecuentes de guerrilleros asentados en la zona y de paramilitares que llegaron a apoderarse del territorio.

 

“Negarle un vaso con agua a alguno de los dos bandos era tirarse la soga al cuello”, cuenta Norbey, y añade que a la zozobra de estar con los unos o con los otros se sumó una oleada de asesinatos, entre los que estuvieron los de sus dos tíos: “A uno lo mataron un sábado y a otro el domingo siguiente”, recuerda sin claridad sobre qué fecha de agosto del 2000 su familia se vistió de luto.

 

Por eso y por el rumor de que los paramilitares se iban a tomar la vereda, acabando a su paso con cualquiera de quien sospecharan tener vínculos con la guerrilla, Norbey y los suyos abandonaron la casa en Santa Rita y partieron al pueblo en 2001, por caminos de herradura donde no estuvieran vigilando los grupos.

 

Lo mismo se vio obligado a hacer James, por cuyos ojos pasó la evolución del conflicto armado en San Carlos: “En el 95, la guerrilla era la ley. Andaban para arriba y para abajo con su fusil al hombro, sus botas pantaneras y su machete terciado, hasta que en el 2001, el Ejército y los paramilitares llegaron a sacarlos, y uno veía esa chorrera de gente rodar despavorida por las montañas”.

 

Sin más remedio, a los 20 años, partió con su familia al pueblo, donde la situación no era muy distinta a la del campo: a las cinco de la tarde no había un alma en las calles y era bien conocido que los carros que se escuchaban andar desde las cocinas, donde la gente se reunía, eran de dudosa actividad.

 

Carlos Aristizábal vio “demasiada candela y muertos caer”, y también huyó a San Carlos con sus cinco hijos, donde hacía uno que otro jornal en veredas cercanas, elaboraba bloques de concreto y fue ayudante de construcción para costear, por primera vez en su vida, un arriendo.

 

El éxodo, la vida lejos de la vereda, la vida lejos de la tierra, solo sería el comienzo del golpe que el conflicto armado le dio a estos tres sancarlitanos.

 

Tres veces ¡bang!

 

Las intimidaciones de los grupos armados, por los caminos de San Carlos, dificultaron el trabajo de quienes querían mantener vivo el oficio de agricultor.

 

Carlos Aristizábal, que asegura nunca haber dejado de “jornalear”, varias veces se encontró a uniformados por las veredas que lo interrogaban, lo tachaban de aliado de los adversarios o lo invitaban sin pudor a aceptar un fusil y unirse a sus ejércitos.

 

Sin embargo él, que siempre le ha gustado andar derecho y sudar lo que consigue, respondía con su característico tono apacible: “A mí no me conviden para eso. Si la ganancia más grande es la tranquilidad, si matar a alguien debe dar el guayabo más horrible y lo que yo quiero es amigos, no enemigos”.

 

Por más que procurara estar al margen del conflicto, que creía ajeno, apartarse de las perversiones de éste ya no era posible para los sancarlitanos. La violencia mataba, hería, desplazaba, atemorizaba y desmembraba.

 

Un viernes, el 12 de septiembre del 2003, Carlos descendía de la vereda San Blas con tres compañeros: Óscar, Édgar y Cristian.

 

Estaban limpiando la maleza de unas torres de energía y, como días antes los grupos habían volado un puente por el que se transportaban los carros en la zona, los labriegos debían caminar dos horas por trocha hasta el casco urbano.

 

A pleno sol de las 3:30 p. m., Edgar tropezó con una cuerda delgada e imperceptible a la vista.

 

¡Bang! El bombazo de una mina se sintió hasta en el pueblo.

 

Carlos voló algunos metros. Le dolía la cabeza y sentía como si los ojos ardieran en llamas por dentro. Solo alcanzaba a ver una luz blanca que lo encandecía.

 

Sin carros ni puente, los heridos tuvieron que cruzar el río Calderas y andar un viacrucis hasta la autopista, a donde llegaron después de las cinco y tomaron, adoloridos y aún confundidos, el último bus proveniente del municipio de Puerto Nare.

 

Al día siguiente, en un hospital de Medellín, a Carlos le dijeron que había perdido su ojo derecho. Transcurrieron dos semanas y aún veía blanco y sentía un zumbido en los oídos, como si el eco de la explosión permaneciera.

 

Con el conflicto, las veredas de San Carlos perdieron a miles de campesinos para cultivar y los mercados se quedaron sin productos para vender. Con el conflicto, las carreteras estaban cercadas por los grupos armados y los buseros, camioneros y chiveros no tenían por donde andar. Con el conflicto, la bonanza también huyó del pueblo.

 

Aunque temía que irse al Ejército significara represalias por parte de guerrilla y paramilitares contra su familia, las opciones para un joven del campo sin tierra no eran muchas, y James se enlistó como soldado raso el 16 de agosto del 2001.

 

Mientras su familia le decía por teléfono que en San Carlos continuaban amedrentando y desapareciendo gente, él patrullaba en los municipios de Montebello, Santa Bárbara y Barbosa, e incluso desde la parte alta del barrio San Javier, comuna 13 de Medellín, vio a la gente salir por las terrazas con trapos blancos gritando “¡ya no más!” cuando el Ejército, la Policía y la Fuerza Aérea ejecutaron la llamada Operación Orión.

 

No deseaba continuar como soldado profesional. En realidad, las dinámicas de la guerra en cualquier escenario le generaban la misma aversión, pero la búsqueda de estabilidad lo llevaron a convertirse en soldado de un batallón ‘contraguerrilla’, donde aprobaría su prueba máxima con apenas seis meses en la organización.

 

La misión era dar un golpe contundente en la vereda Sirgua Arriba, del municipio de Sonsón, contra Elda Neyis Mosquera García, alias Karina, líder del Frente 47 de las Farc y tal vez la mujer más sanguinaria entre las filas de esta guerrilla.

 

James se sentía fuerte, aliviado, pero sabía que el monte estaba atiborrado de enemigos, y por eso le pedía a Dios que fuera sus ojos al caminar, que las historias de soldados caídos que mostraban en televisión y que él jamás había visto en persona no tuviera que experimentarlas.

 

Pero el primero de septiembre del 2004, Atehortúa, como le decían, avanzaba al medio día en un grupo de tres giles (grupos de 15 soldados). Él iba en el tercero y ocupaba la posición número 44.

 

Llegaron a la cima de un filo y, como ese miércoles él cumplía funciones de ranchero, le preguntó a su capitán si ponía a hacer al almuerzo o si comían ración de campaña.

 

Por la importancia de la misión, optaron por utilizar la reserva y continuaron camino, cada uno con el equipo, un fusil estándar de 5.56 milímetros y un lanzagranadas al hombro. Así fue hasta que, a punto de descender hacia el lugar donde se encontraba ‘Karina’, se detuvieron para una breve pausa.

 

James encontró un helecho seco que, a la vista, parecía bastante cómodo para descansar. Pensó que ese tipo de espacios atractivos eran los que utilizaba la guerrilla para instalar minas, entonces, con la trompetilla del fusil, levantó las ramas y al no identificar jeringa o indicios de algún explosivo, descargó lo que llevaba a cuestas y pisó, pisó tierra maldita.

 

¡Bang! El estallido aturdió a los que iban adelante y la operación se canceló.

 

“Yo pegué dos gritos. Sentí el sacudón. Estaba desubicado. Escupía tierra. Decía: ¿Qué pasó?, ¿qué pasó? ¡Quítenme la bota del pie izquierdo! ¡Me arde, me arde!”, recuerda James once años después.

 

Procuraba levantar la cabeza para mirarse el pie, pero sus compañeros no lo dejaban. El dolor se fue apaciguando con un fuerte medicamento analgésico, pero dejó de sentir el miembro izquierdo.

 

Carruzo, un compañero, lo tomó de los hombros y lo arrastró algunos metros. Su propia cobija sirvió de chinchorro para transportarlo después hasta un helipuerto improvisado.

 

James escuchó un radio y al capitán decir: “Soldado herido caído en mina. Urgente enviar helicóptero”. Luego escuchó a sus compañeros: “Tranquilo Atehortúa, no pasó nada, no pasó nada. Solo fueron los dedos”. Por último, sintió el aleteo de las hélices, el ventarrón y en lo que parecieron pocas horas, despertó sin parte de su pierna izquierda en una clínica de Medellín.

 

Sin visos de paz ni fuentes de trabajo en San Carlos, muchos de quienes creían encontrar la estabilidad en el centro del pueblo tuvieron que desplazarse a municipios cercanos, a Medellín o a otras ciudades.

 

Entre el 2000 y el 2004, Norbey Giraldo sembró café en el suroeste antioqueño y vendió buñuelos en el centro de Medellín, pero la tierra llama y el sancarlitano volvió con su esposa y sus tres hijos a la vereda Santa Rita.

 

La esperanza de retomar los cultivos, el ganado y la dicha del campo duró muy poco. En 2004, un explosivo mató a varios de los vecinos de los Giraldo y el temor los hizo regresar al casco urbano del municipio.

 

Las reglas, cuenta Norbey, eran muy sencillas: “El que vivía en el campo no podía bajar al pueblo, y el que vivía en el pueblo no podía subir al campo. Los que no se morían, se volaban, y los que nos quedábamos teníamos que adaptarnos”.

 

Pero acostumbrarse era difícil cuando incluso llevar alimentos a casa era riesgoso. “Los grupos pensaban que uno estaba transportándole comida a los de otros bandos y se la quitaban o lo mataban”, cuenta Norbey, quien entonces escuchó que en las Autodefensas pagaban $ 350.000 mensuales a quienes se unían.

 

Reconoce que la presión económica lo cegó y no tuvo más opción que ponerse el uniforme y las botas en el Bloque Héroes de Granada.

 

Norbey dice que se le han borrado fragmentos de su participación en el paramilitarismo y que apenas tiene visos de lo acontecido el 19 de mayo del 2005.

 

Ese día (no recuerda a qué hora, ni en qué condiciones), custodiaba con otros paramilitares los alrededores de la vereda San Blas.

 

¡Bang! En casa de los Giraldo sintieron el estruendo y a los pocos minutos un vecino llegó con la noticia para Ester: “¡Su esposo pisó una mina!”.

 

Norbey pensó que se iba a morir. Dice que sintió cada segundo el dolor, que en ningún momento quedó inconsciente y que desde el instante del accidente sabía que había perdido la pierna izquierda. No tiene claro quién lo ayudó, pero recuerda el desespero, y a secas dice que prefiere no hablar más.

 

–¿Por qué?

 

–Porque no me gusta pensar en eso. Pensar en eso es muy maluco.

 

Los días en Los Sauces

 

Una tarde de jueves en Los Sauces, en esa callecita estrecha frente al cementerio municipal de San Carlos, la vida de sus huéspedes parece apacible.

 

Si alguien toca la puerta de un vecino que está ausente a esa hora, los demás se asoman por los ventanales y preguntan en qué pueden ayudar porque tal o tal no está en casa.

 

La mayoría se conocen desde hace 15 años, cuando el Gobierno les dio una casa allí, en reemplazo de la que habían perdido por algún desastre natural.

 

También vivieron juntos el momento en que tuvieron que irse por más de un año, luego de recibir amenazas de desconocidos en las que manifestaban que iban a reventar ese lugar porque ahí vivían ‘paracos’.

 

Son amables con los foráneos, los invitan a café o a jugo y cuentan que, aunque en San Carlos dicen que vivir en Los Sauces es peligroso, a ellos les gusta su casa y sus vecinos.

 

Todas las tardes, Norbey amasa, guisa y frita palitos de queso, empanadas, patas de pollo, tortas de carne y papas rellenas que Carlos, cuando llega del campo entre las cuatro y las cinco de la tarde, habitualmente le compra.

 

Después del accidente, James perdió el 96,54 por ciento de su capacidad laboral, o al menos eso dice en su historial médico, porque la realidad es que, aunque recibe una pensión y le recomiendan reposo para no desgastar su pierna derecha, no le da la gana de quedarse quieto.

 

Dice que nunca se ha acostumbrado a la prótesis, que talla, que lo doma, que es “una piedra en el zapato”, pero no quiere que le pese no haber caminado cuando llegue el día en que, físicamente, no pueda andar más.

 

Con frecuencia, estos tres vecinos y otros se sientan en las puertas de las casas y charlan sin importar si algún día fueron de un bando u otro, porque finalmente, dice James: “Más vale entrar al reino de los cielos tuerto, manco, cojo o mocho, que entrar completo al infierno”.

 

Es difícil entender cómo ellos, y en general este pueblo, jamás sucumbieron, cómo no respondieron con plomo al plomo, por qué no convirtieron su rabia en ríos de sangre, sus labriegos en ejércitos y sus huertas en campos de batalla.

 

En su informe, los investigadores de Memoria Histórica dicen que se debe a “imperceptibles actos cotidianos de protección, acomodamiento y neutralización”, y a que “desafiaron y subvirtieron el día a día de la guerra con dignidad y autonomía”.

 

La hipótesis se confirma al ver la armonía de Los Sauces y al recordar que, no en vano, San Carlos pasó de ser uno de los municipios con más víctimas por minas a ser declarado en el 2012 el primer pueblo colombiano libre de estos artefactos.

 

(eltiempo.com)

 

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