Al escribir una nota con testimonios del acendrado culto popular por José Gregorio Hernández pido permiso para comenzar por un detalle casi autobiográfico y decir que este viernes 19 de junio hubiese sido uno de los días más felices en la vida de mi madre, Carmen Hernández, si tan solo la burocracia vaticana se hubiese tardado un poco menos en concederle el carácter de beato.

Ella era realmente devota del Médico de los Pobres. En nuestra humilde casa de Antímano tenía una imagen (que alguna vez había sido parte de un almanaque) y ante el ajado retrato prendía velones y rezaba, sin reparar en que la jerarquía eclesiástica lo considerara o no santo.

Siendo niños mi hermano y yo, nos llevó hasta el Cementerio General del Sur, donde la tumba de José Gregorio era un hervidero de fe. Seguramente fue para pagar una promesa.

Muchos años después, en la ruta de un viaje turístico a su natal Mérida, subimos por Trujillo y visitamos el santuario del Siervo de Dios. Cuando entramos a la casa, temí que Carmen se desmayara de la emoción. Tal era su adoración por el legendario doctor.

Según mi mamá, el doctor Hernández no es que haya hecho un milagro conmigo, pero sí evitó males mayores cuando, siendo yo  un carricito de unos cinco años, me dio un potente sarampión, al parecer del tipo morado, con una fiebre de 40 grados que me tenía delirando. 

Por lo que ella decía, le di bastante trabajo al Venerable, porque también me echó una mano cuando me caí y me abrí en la frente una herida que ameritó cinco puntos de sutura en el legendario Puesto de Socorro de la esquina de Salas, hace un pocotón de años.

Años después, resultó ser que mi suegra, Rita María Salazar, era otra ferviente devota y también había ido con sus hijos a rendir ofrendas en el viejo cementerio capitalino. De ese modo, José Gregorio fue otro de los puntos que hicieron de las dos familias una sola.

Por lo que vi en mi casa y por lo que también he observado en muchas otras, la mayor parte de los que le tienen fe a José Gregorio no es que hayan sido favorecidos con milagros de esos que dejan con la boca abierta a los científicos más radicalmente positivistas. Ciertamente, de esos hay unos cuantos, pero lo que la gente le agradece en general son curaciones tal vez no tan espectaculares, pero sí trascendentales para los pacientes y sus familiares. Milagros humildes, podríamos llamarles.

María Elena Becerra, por ejemplo, dice que su madre se hizo fiel seguidora del trujillano desde que llegó de Colombia y le hablaron de sus milagros y favores. María de Jesús Mabesoy  se convirtió en visitante habitual de la iglesia de Candelaria, donde fue trasladado su sepulcro  desde la década de los 70. La señora no es protagonista de ningún milagro, pero le ha encomendado la curación de todas las enfermedades que ella y sus familiares han padecido, lo cual es bastante decir. “Ella siempre reza y piensa mucho en José Gregorio. Sabe que fue doctor, le pide mucho y siente que la ha ayudado a curarse”.

La devoción se transmite de una a otra generación, de modo que María Elena también le tiene montado su altar y le pide por la salud no solo de su hija y su nieta, sino por amigos y compañeros de trabajo en apuros de salud. “De milagros no sé, pero son creencias que uno tiene. Uno siente que José Gregorio lo oye y lo ayuda a curarse”, dijo.

 

Testimonios a granel

Los relatos emotivos de las intercesiones de José Gregorio Hernández  en toda clase de situaciones difíciles, pero especialmente en las de salud, se acumulan por millares en las dependencias de la iglesia de Candelaria que han sido habilitadas para recibirlos. Laura Zambrano y Hortencia Moreno, quienes han trabajado en esa actividad, dan cuenta de la enorme cantidad de placas que los  feligreses agradecidos van a entregar.

Algo similar pasa en Isnotú, el pueblo natal, ya convertido en un lugar de peregrinación. Son tantas las placas que deben rotarlas para que puedan estar exhibidas al menos por un tiempo. Muchos graduados de diferentes niveles educativos también le dejan sus medallas.

Tal vez sea por su condición de notable médico, pero quienes acuden a evidenciar su gratitud suelen ser muy explícitos en la descripción de las dolencias que superaron total o parcialmente. Es raro que alguien comente, a secas, que recibió un golpe en la cabeza o que tenía una enfermedad del corazón. En cambio dicen: “sufrí un traumatismo craneoencefálico con hematoma epidural y subdural y hemorragia subaracnoidea”; o “mi hijita nació con una estenosis valvular aórtica”. Muchos de ellos tienen tantos deseos de compartir su convicción acerca de la ayuda recibida que llevan a mano los informes médicos con pronósticos sombríos, las radiografías, tomografías y ecosonogramas que hacían pensar en lo peor. Esos documentos son pruebas fehacientes de la providencial intervención del doctor Hernández.

Ese cúmulo de evidencias no había sido suficiente para probar la cualidad milagrosa del médico venezolano. Los informes indican que el acontecimiento de inclinó la balanza, finalmente, a su favor fue la increíble recuperación de la niña Yaxury Solórzano Ortega, quien recibió un disparo de escopeta en la región temporoparietal derecha. Fue cuando unos delincuentes asaltaron a su padre, en marzo de 2017, para robarle una moto,  en el caserío Mangas Coveras, municipio San Gerónimo de Guayabal, al sur del estado Guárico.

La pequeña, que tenía 10 años, fue llevada en lancha hasta San Fernando de Apure e ingresada al hospital Pablo Acosta Ortiz cuatro horas después de haber recibido el disparo y con una considerable pérdida de sangre y de masa encefálica. Los doctores tenían pronósticos muy negativos. Si Yaxury salvaba la vida, seguramente quedaría con graves secuelas físicas y neurológicas. Pero su recuperación fue tan asombrosa que impactó primero que nada al equipo médico que la atendió, integrado por Alexander Krinitzky Pabón, Bárbara Martínez Orozco y Rafael Utrera, asistidos por Idalid Morales Acosta y Liliana Contreras. El testimonio científico de ellos ha sido clave en la certificación del milagro.

Muchos creen –o quieren creer- que ahora el beatificado José Gregorio Hernández, con su ascenso oficial a los altares (ya estaba en ellos hace décadas, extraoficialmente) va a hacer otro gran milagro, como es reconciliar a venezolanos que han estado separados por diversos motivos.

La escritora y periodista Andreína Alcántara es una de las que piensa en esto. “No soy devota –aclara-. Pero lo considero un ícono cultural venezolano y por ello me uno al regocijo nacional por su beatificación. Creo que es un hecho hermoso que nos puede unir en este momento como nación, en medio de tantas cosas que nos desunen.  Es como La Chinita y la Divina Pastora. Son figuras que llevamos en el alma, parte de nuestra historia personal”.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)