De niñito llegué a creer que la bondad de Cristo era tanta, que era incapaz de alzar la voz o decir una mala palabra. En fin que era hasta medio pendejo. Tanto que se dejó martirizar y matar, teniendo la posibilidad de fulminarlos a todos con un rayo o algo así, bajarse de la cruz y arreglar el mundo de una buena vez.

Luego, cuando mi madre -una andina con una fe ingenua y hermosa-, me anotó en clases de catecismo y me regalaron el Evangelio según San Mateo, entendí que no, que el redentor era más bien un rebelde y no pocas veces les hablaba duro a sus seguidores y, sobre todo, a los adversarios, es decir, a los poderosos.

Me impresionó especialmente ese fragmento (23:27, se dice) en el que exclama, airado: «¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!, que son como sepulcros blanqueados, bien arreglados por fuera, pero llenos por dentro de huesos de muertos y de toda clase de impureza. Así son ustedes: por fuera aparentan ser gente honrada, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad».

Pensé en ese pasaje de las escrituras cuando leí la carta de la jerarquía de los jesuitas en Venezuela, en la que se rasgan sus negras sotanas para denunciar un supuesto exceso verbal del padre Numa Molina contra los llamados «trocheros», gente que ha ingresado al país evadiendo el cerco epidemiológico y, en muchos casos, ha terminado contagiando a sus propios familiares, vecinos y también a desconocidos de una enfermedad potencialmente letal.

Estos sacerdotes pretenden presentarse como defensores de pobrecitos venezolanos que quieren regresar a su país, pero el gobierno les impone controles demasiado estrictos. Justifican y estimulan así una conducta irresponsable que llega a ser suicida y criminal.

En realidad, no se trata solo de la palabra que haya dicho el padre Molina (bioterroristas, los llamó) sino de una añeja vendetta de estos sepulcros blanqueados contra su colega y compañero de congregación.

No le perdonan que sea revolucionario. No le perdonan que tenga más proyección pública que los empingorotados superiores de la orden. Y no le perdonan que sea un émulo del Cristo rebelde, del que habla con firmeza y defiende su verdad, en lugar del Cristo sumiso y bobalicón que algunos pintan.

Hace mucho tiempo que estaban esperando la oportunidad de atacar al cura y periodista que brilla con luz propia tanto en su rol de vocero de la iglesia popular, no hegemónica, como en su trabajo de comunicador. Cuando pronunció esa palabra vieron la oportunidad, dijeron que había llegado el momento de pasarle una larga factura. Pero, como bien lo dice el influencer revolucionario Luigino Bracci Roa, no se trata de condenar un despropósito verbal, pues muchos sacerdotes han usado términos humillantes contra otros venezolanos, especialmente contra los chavistas pobres, desdentados y chancletuos, incluso desde los púlpitos, y ningún jerarca de la Iglesia se ha molestado ni siquiera en mandarlos a rezar tres avemarías. Entre los clérigos más deslenguados, participantes de golpes de Estado y otros intentos anticonstitucionales hay varios jesuitas de cuyos nombres es mejor no acordarse porque hoy es domingo, Día del Señor.

Bracci afirma que lo que ocurre es algo muy simple: que la mayoría de los prelados que llegan a tener algún rango son rabiosamente conservadores y de derecha. Y me permito acotar yo: cuando no de ultraderecha, incluso los que, como los jesuitas, se han creado fama de ser el equivalente católico de la izquierda exquisita, siempre surfeando sobre el prestigio de genuinos luchadores sociales y de algún medio de comunicación que en cierta época fue contestatario. Siempre sacando réditos al trabajo abnegado de una parte de la congregación en los barrios pobres, campos y zanjones.

El comunicado suscrito por el  provincial Rafael Garrido, aparte de muy mala espina contra Molina también cuestiona (sigo copiando a Luigino) la estrategia del gobierno nacional frente al Covid-19. Y esto resulta por lo menos muy sospechoso, pues -¡Gracias a Dios!, si ustedes quieren, señores sj- Venezuela puede decir que tal estrategia ha derivado en unos números considerablemente menores que los de varios de sus vecinos continentales.

La cúpula jesuita habla de «controles desmedidos» en las fronteras. ¿Será que les parece leve la amenaza que significa que nuestros dos principales países limítrofes tengan, en conjunto (para el sábado 18 de julio) 2 millones 228 mil 468 infectados y 84 mil 139 muertos por Covid-19?  ¿Puede considerarse desmedida una prueba rápida y una cuarentena en los sitios dispuestos para ello? ¿Qué tipo de controles o de falta de ellos proponen los señores sacerdotes?

Los altos jerarcas católicos han sido siempre muy críticos sobre las políticas públicas que, a su juicio, tienen malos resultados. Pero ya genera demasiada suspicacia que también pretendan torpedear una política pública que ha sido efectiva, sobre todo tratándose de un asunto de vida o muerte. Es conspiranoico pensar que estos hombres de Dios estén apostando a que todo empiece a ir mal, pero es evidente que su postura en defensa de los «trocheros» puede ser una apología de esta acción que es, al mismo tiempo, un delito y una imprudencia muy grave.

En las redes sociales abundaron los comentarios acerca de formas de comprobar la hipocresía de estos fariseos criollos. Una que me parece muy justa sería que las personas capturadas entrando por trochas sean enviadas no a la cárcel, sino a las iglesias, casas parroquiales, escuelas y universidades regentadas por la Compañía en el país, donde moran o trabajan estos sacerdotes. Sería una manera de demostrar que de verdad creen que los controles establecidos son exagerados y que ellos estás dispuestos a recibir a los compatriotas solo con la buena fe de que ellos se confiesen y declaren no estar enfermos.

Como solía decir Jesús en aquel mini-evangelio de mis años de cursante de catecismo «en verdad os digo» que primero entrará un camello por el ojo de una aguja que un “trochero” en el reino de esos señores de sotana.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)