En el marco de su participación en el Diplomado de Acción Comunicativa Ciudadana, ofrecido por la Facultad de Filosofía de la Universidad de San Salvador y el Instituto Schafik Hándal, Miguel Ángel Pérez Pirela dictó el seminario Discurso y poder: posverdad y nuevas narrativas en la ciberestética pública, transmitido conjuntamente en su programa Desde Donde Sea de este viernes 25 de septiembre.

El sustrato de las «fake news» y la posverdad: la mentira hecha para ser creída

Antes de entrar en materia, precisó dos premisas que guiarían su intervención: toda política es comunicación y viceversa, y en segundo término, insistió en la necesidad de distinguir entre los medios de comunicación y los fines de la comunicación.

Los primeros, aclaró, son vías para comunicar y no el fin de la comunicación, si bien en la actualidad nos atraviesa la dictadura de los medios de comunicación, que abandonaron su propósito para convertirse en los fines de la comunicación, ello tras la transformación radical que se produjo en este ámbito de la acción humana, pues en el pasado, alguien hablaba o escribía en un medio y otros recibían pasivamente el mensaje y en la actualidad, la llamada comunicación 2.0 ofrece la oportunidad de un intercambio en tiempo real entre las partes involucradas en el proceso. 

En su opinión, aparentemente se ha generado «un espacio de democratización» asociado al hecho comunicativo, pero advirtió que hay que abandonar las lecturas ingenuas, puesto que tanto las redes sociales como los medios de comunicación, son controlados por hegemonías mediáticas.

La puntualización, que a simple vista podría parecer banal o evidente, no lo es, puesto que esa posibilidad de intercambio en tiempo real, afectó la idea de la verdad en tanto dogma, en tanto construcción única y definitiva, y dio paso a una noción que apunta hacia una verdad controvertida, disputada y construida por una comunidad comunicativa, que se disgrega entre sus miembros.

Así, la primera conclusión que derivó el experto es que el poder de la palabra ya no se traduce necesariamente en el poder del dueño de un medio, sino que, de más en más, la verdad resultante de los procesos comunicativos contemporáneos, «es una verdad que lentamente se puede ir tejiendo entre todos».

Para los griegos, la verdad era la adecuación entre la idea que teníamos de las cosas y las cosas mismas, una noción que en la actualidad ha sido paulatinamente sustituida por un cierto tipo de mentiras.

Para ilustrar, recordó las declaraciones del expresidente estadounidense George Bush, hijo, quien aseguró que Irak tenía armas de destrucción masiva, razón por la cual su país debía intervenir militarmente, pero cuando el Ejército de Estados Unidos atacó a la nación árabe y la devastó, se comprobó que tales armas nunca existieron.

Lo anterior es acaso paradigma de las mentiras mediáticas, que en lugar de denominarse así, en el presente, para «perfumarlas», alude a ellas con el anglicismo «fake news» e inclusive, en lugar de hablar de la mentira, se utiliza el término posverdad, que si bien es un tipo de mentira, tiene como rasgo característico el haber sido estructurada apelando a efectos estéticos, para que sea «lo más parecido a la verdad» y las personas la crean.

Además, estas mentiras revestidas de maquillajes y perfumes, requieren necesariamente versar sobre temas que estén «de moda» e inclusive, sirven para «poner de moda» temas y opiniones. 

En este proceso, la posverdad se presenta entonces como una «adecuación obligada» de la idea construida con la realidad. Debe, por tanto, «coincidir por las buenas o por las malas».

La posverdad como expresión del «despotismo débil»

Un método «tradicional» para obtener la verdad, consistía en infligir torturas, de manera tal que el dolor fuese tan insoportable, que la verdad no tuviera otro remedio que emerger.

En el presente, tales métodos, aunque no abandonados del todo, no constituyen el mecanismo para obtener-producir verdades y en ese sentido, el filósofo criollo rescató la advertencia que hiciera el francés Alexis de Tocqueville a mediados del siglo XIX, que entonces aseguró: «en el futuro no va a haber necesidad de torturar a nadie en la plaza pública para que éste exprese su verdad, en el futuro, los seres humanos van a conformarse con sus pequeños y vulgares placeres».

Esta idea, puesta bajo la luz de la comunicación contemporánea, se traduce, desde su punto de vista, en la denominada tortura «soft», que se vale de la publicidad, la propaganda, la moda, las imágenes, los sonidos y los colores, para acceder al espíritu, sin que, en apariencia, medie coacción alguna.

La alerta de Tocqueville da cuenta de una hipótesis ya presente en el siglo XIX: el futuro de las democracias contemporáneas se basaría en los mecanismos de «tortura placentera» dispuestos por los medios de comunicación, que controlan la subjetividad humana y la conducen, entre otras cosas, a espirales de consumo sinfín y al mantenimiento de regímenes de cuño totalitario, en nombre de la libertad.

Más precisamente, desde su óptica, en nombre de la libertad de expresión se ha encerrado a las personas «en una especie de esclavitud» que las confina en sus propios intereses, sin que el sentido del otro tenga cabida, situación esta que se sustenta en operaciones mediáticas que, al tiempo que propugnan la comunicación con el resto, garantizan que permanezcamos aislados y estemos más solos que nunca. 

Un par de décadas atrás, las personas acordaban verbalmente encontrarse en un sitio determinado a una cierta hora y por lo general, coincidían. Paradójicamente, en la actualidad, pese a contar con herramientas tecnológicas como los teléfonos celulares, se exigen detalles acerca de aspectos como la vestimenta portada o el punto exacto de localización y, sin embargo, el encuentro podía no tener lugar, al ser los involucrados incapaces de establecer una comunicación efectiva.

La razón tras esta incomunicación, es que la teleología de «era de la comunicación 2.0» no es la democracia ni tampoco la comunicación entre seres humanos, «sino el encerrar a los individuos en sus pequeños egos», explicó Pérez Pirela.

De esta manera, pese a que efectivamente existen muchísimas vías para comunicarse y para acceder a grandes y detallados repositorios de información por medio de la web, la mayor parte de las personas se contenta con aceptar como verdad, los primeros resultados que arrojan los motores de búsqueda, sin siquiera pasar de la primera página.

Sin embargo, la mayoría desconoce que estos resultados punteros obtienen esa posición porque la han comprado, como que si de un espacio publicitario se tratase, por lo que acaban creyendo aquello que las trasnacionales de la información quieren que crean.  

Por ello, la posverdad no es una definición puntual de alguien que quiso engañar, sino una construcción tecnológica, política, intencional por parte de una hegemonía de pocos medios de comunicación, trasnacionales que nos definen el mundo.

Posverdades «made in» Hollywood y Netflix: la reescritura de la historia

Miguel Ángel Pérez Pirela estima que la historia es permanentemente reescrita por las corporaciones mediáticas y no se trata de ningún modo de una práctica novedosa, pues si ahora la historia la escribe Netflix, antes la escribió Hollywood.

Eventos como la Segunda Guerra Mundial han sido alterados a tal punto, que en el presente, una porción significativa de la población en el mundo cree que Estados Unidos, Francia e Inglaterra, vencieron militarmente al nazismo cuando fue la Unión Soviética quien lo hizo.

Sobre el punto existen innumerables pruebas que harían inútil cualquier intento de refutación, pero la narrativa construida en Hollywood logró, con éxito, posicionar otra verdad.

Hoy, lejos de la condena al olvido que en otro tiempo habrían sufrido personajes que se opusieron tenazmente a la hegemonía estadounidense, como Lev Trotsky o Frida Kahlo, cuentan con series en Netflix que, además de reescribir la historia, sistematizan las «fake news» y tejen «un traje a la medida para la humanidad»: la posverdad, que lejos de ser algo espasmódico, es, en su lugar «una construcción hegemónica, sistemática, simbólica, que busca crear una hegemonía sobre la visión que los ciudadanos tenemos sobre el mundo, sobre la vida, sobre el amor, sobre la política, etcétera«, precisó el también director de La Iguana.TV.

El acontecimiento como arma de destrucción masiva y asiento de la posverdad

Con base en lo que desarrolló en su artículo «Armas de comunicación masiva en la era de la globalización» y el libro «Ciudad pánico», del filósofo francés Paul Virilio, Pérez Pirela caracterizó los efectos de la información utilizada como arma de guerra necesaria en la producción de la posverdad.

Virilo se refiere a la información como «un nuevo género de guerra» –que denomina infoguerra–, cuya expresión es «una nueva forma de dictadura global o de democracia de la emoción, donde el campo bélico ya no es el campo de guerra, de armas convencionales, sino una especie de terrorismo mediático que convierte a las ciudades en ciudades-pánico».

El intelectual galo indica, asimismo, que la caída de las Torres Gemelas en 2001, hecho que inauguró el siglo XXI, puede entenderse como un antes y un después en la historia, en tanto la «teatralidad» y el patetismo –del pathos, entendido como «sentimiento fuerte»– signaron el relato que persistió, que trajo a su vez, un resultado en forma de posverdad: la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, con la que se justificó una nueva guerra de Estados Unidos.

Siguiendo lo expuesto en «Ciudad de pánico», Virilo compara esta situación con el «sacar del sombrero del mundo un conejo que puede no existir en la realidad», por lo que no importa si el hecho existe o no en la realidad: lo que importa es que existe como acontecimiento.

De este modo –y en contraste con la idea de verdad de la Antigua Grecia–, la realidad se deja de lado como un principio ontológico y el acontecimiento se considera entonces como una reacción de fuerza de los medios, en tanto este, al no ser real, ha de ser creado por alguien o por alguien. Se persigue, por tanto,  crear el accidente para que tome el puesto de la realidad y «cual acto de magia», se hace irrelevante si un determinado evento narrado en los medios ocurrió o no, lo importante es que aconteció mediáticamente.

El efecto de este cambio, señaló Pérez Pirela, es que se busca acabar con la causalidad aristotélica –cualquier objeto inerte, se mueve si es movido por otro ser que está en movimiento, ad infinitum– y ya no es necesario buscar la causa en ninguna parte, como no sea en «la imaginación de los dueños de medios, porque la realidad que ellos crean, es una suerte de permiso para cambiar la realidad misma», un proceso que Virilo denomina «encadenamiento de la causalidad».

Así las cosas, el crear un acontecimiento implica crear un accidente. En este tablero bélico donde el botín es el espíritu humano, los misiles se quedan de lado y ceden su paso a las armas mediáticas –las «fake news» y la posverdad–, destinadas a golpear la subjetividad y medios de excepción «para someter y aplastar a los individuos».

La condición de posibilidad de estas armas de nuevo cuño, es la plataforma tecnológica que sustenta la comunicación 2.0 y garantiza su replicación en una escala antes desconocida.  

La «democracia» de las emociones: administración del miedo y posverdad

El malabarismo programado de la posverdad implica dejar de lado la realidad y poner en su lugar a la emoción a través de la creación de un evento ficticio: el acontecimiento, que crea siempre una narrativa a la que Paul Virilo denomina estereorrealidad. 

De su lado, el sociólogo estadounidense Christopher Lasch, en su libro «La cultura del narcisismo» sostiene que «ciertos espíritus delirantes intentan provocar el accidente de lo real a cualquier precio, ese choque frontal que volvería indiscernibles verdad y realidad» y en su criterio, esto pondría en marcha, antes que la realización de la realidad, su opuesto: la desrrealización.

En términos contemporáneos, apuntó Pérez Pirela, se trata de la deconstrucción de la realidad en favor de una pararrealidad narrativa, simbólica que conocemos como «fake news».

Du Bois asegura que «asistimos a una deriva consumista, en la que se adquiere, en la que se consume una opinión como quien compra un detergente para lavar ropa», lo que significa, desde el punto de vista del comunicador venezolano, que «en la posverdad también hay algo de autoengaño», en el que el pare-ser adquiere primacía en desmedro del ser.

Así, el mundo resultante está fundado en torno a la mentira forjada en torno a intereses, una mentira que estructura una guerra de la información, que apunta a accidentar la verdad de los hechos y la realidad del mundo aparentemente globalizado y romper el espejo de lo real, para hacer perder a cada uno la percepción de lo verdadero y de lo falso, de lo justo o de lo injusto.

Esta ausencia de referentes, de anclajes, deja al individuo perdido en lo virtual de la posverdad. La elaborada treta pretende crear el miedo en tanto fenómeno, bajo la asunción de que solamente a partir de él se puede controlar a los individuos. Las armas de destrucción masiva en forma de «fake news» o posverdad persiguen, por tanto, administrar el miedo.

La posibilidad de expansión de estos instrumentos luce actualmente imparable, puesto que la tecnología que las soporta no deja de transformarse y expandirse, razón por la cual se implementan operaciones psicológicas para propagar el pánico entre la población, con el pretexto de conjurarlo.

De este modo, estas nuevas narrativas hegemónicas se basan en el control que se ejerce y se ejercerá en sobre la información, articulando una «democracia de la emoción» en la que los sentimientos acaban por dejar a las personas atónitas, inmóviles y esclavizadas.

Virilo asegura, que el fin último será la monopolización y la administración de un miedo planetario contra un supuesto terrorismo planetario, que permitirá la consolidación de un sueño estadounidense: la creación de un ejército antipánico, inscrito en un vasto programa hiperpolicíaco en que el estado de excepción sería aplicado a escala mundial, algo que facilitará que aquellos que crean, administran y monopolizan el miedo a través de los medios de comunicación, salgan de sus fronteras con la excusa de proteger a los ciudadanos del mundo de un terrorismo anónimo y desterritorializado.

Por lo tanto, las armas de destrucción masiva ceden el paso a las armas comunicativas, dominadas por los grandes emporios mediáticos. Se instituye la dictadura de una supuesta democracia –de la emoción, del miedo– como estado de sitio; muere la realidad y se le da paso al acontecimiento.

En ese mundo, no importa el ser, importa el apare-ser; no importa la realidad sino el acontecimiento que se cuente en lugar de la realidad.

La verdad «bella» y «buena»: las lecciones de los escolásticos para la comunicación política del siglo XXI

Retomando la idea de que la comunicación es política y que la política es un acto de comunicación, Pérez Pirela enfatizó en que la palabra es un aspecto «genético y estructurante del ser humano» y por ello, lo que caracteriza a la política no es «vencer» al adversario sino convencerlo.

Así entendida, la política es el arte de convencer, en la que el Eros –en tanto seducción– tiene sitio privilegiado.

La comunicación 2.0 se alimenta precisamente en esta premisa: la seducción de un visitante, que atraído por títulos, colores y otros elementos estéticos cuidadosamente estructurados, decide hacer click en una noticia por su propia voluntad. 

Esta postura está en la antípoda de la que, lamentablemente, se han empecinado «las izquierdas mundiales», que apelan a las lógicas del vencer y no a las del convencer, mientras que el capitalismo ha afinado en la utilización de la estética como arma de seducción, al punto tal que prácticamente cualquier idea banal puede parecer revolucionaria, siempre que sea presentada de una forma suficientemente atractiva.

Sin embargo, el uso de la seducción para «vender» ideas, no es para nada novedosa dentro de la cultura Occidental, puesto que, por ejemplo el producto «mejor vendido» por esta durante los últimos 2.000 años ha sido Jesucristo.

El éxito del Vaticano en esta empresa se cimienta en el hecho de que la estrategia se ha fundamentado en lo que los filósofos escolásticos medievales llamaban «los trascendentes», a saber: Dios es pulcro, uno, verdadero y bueno.

Estas categorías recuperadas de la escolástica bien podrían, en su opinión, aplicarse a un objeto, a un partido político, a lo que fuere, para venderlo y la comunicación política desde la izquierda podría convertirse en un merchante particularmente bueno de ideas políticas, movimientos sociales e incluso, partidos.

Lo anterior sería el punto de partida para que pueda estructurarse una comunicación progresista, revolucionaria, ya no basada en el vencer sino en el convencer, puesto que de nada sirve «tener la verdad más grande del mundo» si esta no se puede comunicar, si es aburrida, fea, no se presenta como buena o si es dispersa.

Todavía peor resultan las estrategias comunicacionales arrogantes desarrolladas por quienes, a sabiendas de que tienen una verdad para decir, la gritan y solamente convencen a los convencidos, lo que atenta directamente contra la posibilidad de universalizar las ideas.

«Ganar una elección, pasa por saber expresar su propia verdad: fake news o posverdad para convencer o construcción de verdad colectiva, que pueda convertirse en una verdad popular, que no ‘pop'», concluyó el experto.

(LaIguana.TV)