Este viernes 13 de noviembre salió al aire el segundo capítulo de la serie «Operación Venezuela«, una investigación independiente con la que periodistas de España, Argentina, Chile y Venezuela, intentan mostrar los esfuerzos de Estados Unidos por socavar el gobierno chavista, aún desde sus inicios hace más de 20 años, valiéndose de una narrativa asentada en mentiras, si bien prolijamente construida y divulgada a través de los aparatos de propaganda del país del Norte.

En este capítulo, los realizadores exponen el proceso de construcción de la noción de líder «narcoterrorista«, epíteto que en primera instancia le fuera atribuido al presidente Hugo Chávez y que le ha sido endilgado con mucha más virulencia a su sucesor, Nicolás Maduro, quien además ha tenido que lidiar con la construcción de un expediente paralelo en el que pretende calificarse a Venezuela como un Estado fallido y violador de los derechos humanos y los efectos de un bloqueo financiero y comercial. 

En la pieza se recuerda que Estados Unidos orquestó el golpe de Estado de abril de 2002, con el argumento que Chávez era una amenaza para ese país, porque era un «narcoterrorista» que inundaba el territorio estadounidense de cocaína. Pasaron casi 20 años antes de que The Wall Street Journal, haciendo las veces de vocero gubernamental, admitiera lo que con múltiples pruebas, denunciara una y otra vez Venezuela: Washington fue el responsable del breve derrocamiento de Chávez.  

La «preocupación» de la Casa Blanca por el Gobierno Bolivariano es de tal nivel, que según documentos revelados por Edward Snowden, desde 2004 Venezuela figura en la lista de países que son «objetivo permanente» de todas las agencias de seguridad estadounidenses, un dudoso honor que comparte con Rusia, China, Irán y Corea del Norte, países que Estados Unidos trata con animosidad, por decir lo menos, desde hace décadas. 

Como parte de las estrategias diseñadas por las agencias estadounidenses para «neutralizar» a la molesta «amenaza» consiste en «erosionar la imagen del mandatario (…) e impedir su influencia, en términos políticos, para asegurar la provisión energética de los Estados Unidos». 

La táctica implementada fue construir un presunto expediente de narcoterrorismo asociado primero a Chávez y posteriormente, a Nicolás Maduro, pese a que en las acusaciones que constan en la causa judicial que al último se le sigue en Estados Unidos, se indica que su pretensión no es enriquecerse con el dinero del narcotráfico, sino destruir a Estados Unidos, usando la cocaína como arma en el contexto de una guerra asimétrica. 

Aunque la acusación resulta a todas luces inverosímil, el narcotráfico es una excusa que utiliza el país del Norte para asegurarse del control territorial de América Latina, que en su doctrina imperialista, equivale a un terreno propio, al patio trasero. 

Así, Venezuela ha sido un escenario para poner en práctica técnicas de desestabilización novedosas, en las que se pretende derrocar un gobierno, estigmatizando a sus líderes, al hacerlos responsables de dos delitos ampliamente censurables: el narcotráfico y el terrorismo. 

La venganza de EEUU

En la construcción de estos expedientes en contra del gobierno venezolano, la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) representa una pieza fundamental, pero nuevamente los planes estadounidenses se vieron frustrados cuando en 2005, el presidente Hugo Chávez expulsó a la agencia, señalando que era un gran cártel de narcotráfico cuya presencia violaba la soberanía del país. 

De un lado, el tiempo pareció dar razón a Chávez, pues de inmediato comenzaron a sucederse importantes incautaciones, detenciones de narcotraficantes y neutralizaciones de aeronaves. Del otro, el desafío del mandatario, que fue tenido como afrenta, no iba a quedarse así. 

Sin perder de vista el objetivo inicial, la DEA cambió de táctica y en lugar de adelantar un expediente basado en los presuntos informes de sus agentes en el terreno, se valió de supuestos testimonios de narcotraficantes colombianos, que a cambio de una reducción de las duras condenas que enfrentaban en los Estados Unidos, pactaron con la la agencia y estuvieron dispuestos a declarar cualquier cosa y de implicar a cualquiera que Washington considerara que debía formar parte de la narrativa sobre el narcoterrorismo venezolano. 

Un caso notable de estos falsos testigos con los cuales la justicia estadounidense forjó los expedientes por narcoterrorismo en contra de funcionarios venezolanos, es Roberto Méndez Hurtado, alias «Pluma Blanca«, narcotraficante colombiano de bajo nivel detenido en 2011 y condenado a cuatro cadenas perpetuas.

En 2013, su pena se redujo a 19 años de cárcel, tras brindar falso testimonio en torno a las presuntas operaciones de narcotráfico y terrorismo que estaría ejecutando el Ejecutivo de Caracas, involucrando en ello a unas 250 personas, incluyendo a un piloto comercial que fue detenido, torturado y sentenciado sin cometer ningún crimen, para que admitiera que altos personeros venezolanos, incluido el presidente Nicolás Maduro, participaban de los ilícitos que pretendían imputarles. No lo lograron. 

Este venezolano afirma que está seguro que la DEA inventó todo el expediente en contra de las autoridades de Venezuela, puesto que inclusive leyó «todas las declaraciones» de los narcotraficantes colombianos –devenidos en «testigos estrella» de los tribunales estadounidenses– en contra de altos funcionarios del Gobierno Bolivariano. «Son cuentos totalmente ficticios, de película», dijo. 

A esta altura, la estrategia estadounidense no supone simplemente el forzar la salida del gobierno encabezado por Nicolás Maduro a través cualquier medio, sino que ello debe asentarse necesariamente en una narrativa que les presente como criminales aborrecibles. 

Por ello, sin abandonar las tentativas sediciosas, los ataques tienen otros flancos: las acusaciones por violaciones a los derechos humanos, las acusaciones por corrupción y las medidas coercitivas unilaterales, cuyo efecto más notorio es la asfixia económica, que compromete efectivamente la capacidad del gobierno para atender las necesidades de la población, aún las más elementales. 

Empero, aunque los planes de derrocamiento y destrucción de la doctrina política desarrollada en Venezuela desde 1998 tienen al menos 20 años, no fue sino hasta el fallecimiento del presidente Hugo Chávez –cuyo liderazgo, tanto dentro como fuera de Venezuela era muy importante y en tal sentido, un ataque directo habría implicado un precio muy alto, aún para Estados Unidos–, que Washington vio una oportunidad para acabar rápidamente con el sucesor de Chávez.

A pocas semanas del deceso del líder bolivariano, se realizaron las elecciones presidenciales en las que resultó vencedor Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez. El candidato opositor se negó inicialmente a reconocer la victoria de Maduro y alentó a sus seguidores a protestar con violencia. Los disturbios se extendieron por varios días y 11 venezolanos perdieron la vida, pero Maduro no cayó.

Estados Unidos, que esperaba poder derrocar rápidamente al recién electo presidente venezolano, calculó mal, pero no había de quedarse tranquilo.

En los siguientes episodios, se continuará mostrando cómo ha sido articulada esta compleja estrategia de geopolítica internacional llamada «Operación Venezuela». 

(LaIguana.TV)