Karina era igualita a su mamá y ésta, una gota de agua con la suya, una mujer criolla y bajita de unos 70 años. La hija de Karina, de siete años, era diferente, quizá por culpa de los genes paternos, aunque no se podía negar que ella también era parte de la familia.

Tener un nombre que te nombre y saberse parte de una familia es asentar la esencia vital del origen particular. Que la sociedad así lo asuma es otro signo de la identidad; de la propia frente a los demás y de aquella que nos da pertenencia inequívoca al pueblo del que formamos parte.

Un acta de nacimiento simboliza todo esto y también más, pues en ella el Estado reconoce nuestra ciudadanía, y con ella los derechos y deberes que nos corresponden.

Y acta de nacimiento era, precisamente, lo que no tenían Karina, su hija, su mamá, su abuela, otros siete hermanos y unos cuantos sobrinos. Cuatro generaciones de una familia que, a principios del año 2009, no aparecían en el Registro Civil venezolano. A excepción de la niña, ninguno fue a la escuela, ninguno había tenido un trabajo formal, ninguno tenía cédula.

No era que ellos vivieran escondidos en el último rincón de nuestra geografía. Hacían su vida cerro arriba, en uno de los barrios de Catia, en plena capital política del país, donde estaban asentados desde hacía años.

Cuando los funcionarios del Consejo Nacional Electoral (CNE) los conocieron no hubo sorpresa. Desde principios de la década, las jornadas de inscripción en el Registro Electoral habían ido poniendo al descubierto la realidad de venezolanos marginados de la ciudadanía, cuya identidad estaba reducida al reconocimiento familiar y de su comunidad. Sólo en los barrios de Caracas, la Oficina Regional Electoral identificó, ese año, 600 casos.

Arreglar su situación no fue tan rápida como descubrirla. Tampoco tan sencillo, pues las leyes venezolanas, hasta agosto de ese año, estipulaban que inscribir el nacimiento de adultos solo era posible a través de un proceso judicial. Karina incluso lo había intentado pero eran tantas las diligencias, y el dinero necesario para hacerlas, que había desistido.

Sin embargo, la entrada en vigor de la Ley Orgánica de Registro Civil en septiembre de 2009 abrió nuevas posibilidades. Ahora, el Registro Civil estaba facultado para hacer inscripciones extemporáneas.

El problema ahora era cómo certificar que habían nacido en el país.

Los funcionarios de la Oficina Nacional de Registro Civil del CNE son profesionales de distintas áreas. Y también detectives, pues las indagaciones que realizan para probar el nacimiento son dignas de una serie de televisión.

Archivos muertos de hospitales, viejas oficinas de pueblos, y conversas, muchas conversas, hasta encontrar el testimonio exacto que pueda ser recogido en un acto oficial. Tales son parte de las actividades que estos “pesquisidores de identidad” realizan para garantizar el registro de quienes, nacidos en la patria, fueron excluidos de ejercer su ciudadanía en ella.

Así lo hicieron con Karina y su familia. Para mediados del año siguiente, todos recibieron, en la oficina del Registro Civil de Pérez Bonalde, su acta de nacimiento y también su cédula de identidad. Solo entonces pudieron inscribirse en el Registro Electoral. Para ese momento, casi un año después de sancionada la ley, el CNE ya había registrado el nacimiento de 432 venezolanos en la misma situación y había coordinado con el Servicio de Identificación y Extranjería (Saime) la emisión de sus documentos de identidad.

Así empezó una labor que ya tiene años.

Una vez, una veterana obrera del CNE me preguntó por qué creía yo que esa “gente” no estaba inscrita. Le di una larga explicación sobre gobiernos que excluyeron sistemática e intencionalmente a las mayorías desposeídas del país para mantener bajo control el poder. Con la mirada sabia de quien sabe cómo se bate el cobre, me dijo: “¡No, mija! Más fácil… Si no existen, no votan”.

(Taynem Hernández / LaIguana.TV)