Voceros importantes del Estado venezolano repiten eso de que «los tiempos de la justicia son unos y los de la política, otros». Ante esta frase -una de las más célebres de la actual época política-, algunos entienden que los primeros pueden ser más rápidos que los segundos. Pero, cada vez parece ser más evidente que el verdadero significado es que el tiempo de la justicia depende de la política, y, por tanto, cálensela. 
 
En este sentido, el tiempo de la justicia es, digamos, los cinco años que dura un juicio (es solo un ejemplo), pero la política lo puede reducir a una semana o al adverbio nunca. 
 
Muestras de esto último hay por montones en la historia de la humanidad. Se cuentan por miles los genocidas despiadados y los corruptos de siete suelas que nunca fueron procesados por sus crímenes, y si lo fueron, no se les sancionó. Murieron de viejos, rodeados de atenciones, en exilios dorados o en sus propios países, amparados por la impunidad. 
 
[Podemos mencionar innumerables casos de América Latina, pero basta con mirar las reseñas de la toma de posesión de Joe Biden, donde estaban invitados como grandes señorones de la democracia y el progreso tres expresidentes que ordenaron matar a miles o millones de seres humanos: Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama. En esos casos, la política logra que ni siquiera se plantee activar los mecanismos de la justicia. Es más, a Obama hasta le dieron el premio Nobel de la Paz. Pero ese es otro tema] 
 
Bien, vamos a lo que nos atañe más directamente: los tiempos de la justicia y de la política en Venezuela. La diferencia entre ambos ha sido expuesta como explicación de por qué los autores de una ristra de delitos que dejan pálido a cualquiera de los criminales y corruptos más famosos de nuestra historia (muy prolífica en esos terrenos) siguen libres o han logrado «escapar». 
 
Las autoridades encargadas del asunto no lo dicen directamente, pero durante un período (que tal vez aún no haya concluido), esa laxitud tuvo causas geopolíticas, relacionadas con amenazas directas y muy creíbles del poder imperial. «Si le hacen algo a nuestros muchachos, los invadimos», se imagina uno diciendo al genocida en serie Elliott Abrams, que de destruir países sabe mucho. 
 
Algunos voceros de EEUU, como el embajador virtual James Story, ha lanzado la amenaza abiertamente, insinuando que la arremetida para liberar al hipotético preso saldría desde Colombia, lo cual es muy verosímil porque se trata del mismo país en el que se planificó un magnicidio, un concierto-invasión y una invasión de mercenarios, además de otros complots que aún no conocemos. El hecho de que los primeros hayan salido chapuceramente mal no significa que se deba bajar la guardia. 
 
Si ese ha sido el caso, cualquier padre o madre de familia puede comprender la actitud de frenar tácticamente el avance de la justicia. Se trata de actuar en defensa del interés superior, que es la integridad de las personas que están bajo la responsabilidad de uno. El cuadro pasa a ser equivalente a una situación de rehenes. El secuestrador le está apuntando a la cabeza a un inocente y uno acepta hacer su voluntad. Bajo esta hipótesis, es válido aplazar la acción de la justicia para evitar que se ejecute la política imperial clásica: la de la guerra. 
 
El año pasado, en vista del resultado de las elecciones parlamentarias, algunos creyeron que el tiempo de la justicia y el de la política podrían sincronizarse a partir del 5 de enero, cuando la Asamblea Nacional electa en 2015 vería expirar su mandato. Pero es obvio que no ha sido así. El ahora renovado foro político nacional ha hecho lo que hacen todos los cuerpos deliberantes: designar una comisión para que investigue lo que ya todo el mundo sabe. O sea, una manera elegante de justificar la prolongación de los tiempos políticos que mantienen frenada a la justicia.  
 
Luego de esa fecha, los analistas y comentaristas plantearon la hipótesis de que ido Donald Trump, se concretarían las medidas judiciales en contra de sujetos que, por lo demás, siguen acumulando delitos a su prontuario. Este clamor fue expresado en la nueva AN por la diputada Iris Varela -cumpliendo a cabalidad su rol de «la Fosforito»- quien propuso darle un plazo de 48 horas a los entes con competencia para actuar en ese sentido. Bien se sabe que la llama de un fósforo dura poco, a menos que logre incendiar la pradera, que no fue este el caso. 
 
Parece claro que «la política» necesita más tiempo, tal vez para darle el beneficio de la duda al nuevo gobierno de EEUU, es decir, a la esperanza (que es lo último que se pierde) de que Biden sea diferente a Trump, aunque ya su secretario de Estado, Anthony Blinken, ha dado muestras de que no será tan así, al menos en lo que respecta a Venezuela. 
 
Se puede especular (no queda otra opción) que la impunidad seguirá campeando mientras la diplomacia venezolana intenta convencer al nuevo presidente de EEUU de que con nosotros se pueden manejar mejor las cosas de lo que lo hizo el zafio antecesor y su equipo de psicópatas. Ese tiempo, por cierto, podría ser indefinido, para no decir que infinito. 
 
¿Por qué no se comprende el desfase política-justicia? 
En mi opinión, son tres las razones fundamentales por las cuales la población en general, y particularmente los chavistas, enfrentan grandes dificultades para entender este desfase justicia-política. 
 
La primera es porque la justicia ha demostrado que puede ser rápida e implacable cuando quiere. Basta un video viralizado para que salga disparada. Tristemente, siempre muestra su velocidad y severidad cuando se trata de gente pobre y sin padrinos, una vieja rémora que no se ha podido superar luego de 22 años de Revolución. Tristemente hay que reconocerlo. 
 
La segunda razón es que las acciones de buena voluntad (implícitas de la justicia suspendida) no han tenido jamás un gesto recíproco de parte del imperio y sus satélites y lacayos. De nada ha servido liberar u otorgarles beneficios procesales a supuestos presos políticos, algunos de los cuales luego reinciden o escapan. Tampoco ha funcionado la estrategia de no poner tras las rejas a quien ha hecho todos los méritos para ello. Por el contrario, mientras más actos de magnanimidad se dan, más duro aprietan las tuercas de las medidas coercitivas unilaterales, el bloqueo y el injerencismo. Mientras más comprensiva es la actitud ante estos personajes, más se acusa a Venezuela de tener una dictadura feroz. 
 
Entonces, esto no parece una negociación política, sino que sigue luciendo como un vulgar secuestro en el que, por más concesiones que se les dan a los delincuentes, ellos continúan, sistemática y despiadadamente, torturando a los rehenes. Y en este caso, el rehén es el pueblo todo, al que se le hace la vida insoportable. 
 
La tercera razón, seguramente la más polémica, es la constante acción comunicacional de las autoridades, presentando las denuncias de todo lo que la banda criminal hace en contra de los intereses nacionales. 
 
Los delitos y los modus operandi son presentados con lujo de detalles, demostrando que el Estado está siempre realizando investigaciones muy exhaustivas, que tiene plena conciencia de cómo se han perpetrado los despojos al patrimonio público, en complicidad con los gobiernos filibusteros del norte 
 
Eso lleva a mucha gente (propios y extraños) a preguntarse ¿por qué todo se queda en la denuncia? ¿Por qué no se pasa a la acción, en ejercicio de atribuciones propias de los órganos del Poder Público legítimo del que se dispone? 
 
Limitarse a la denuncia es pertinente  en entidades sin poder real para la acción judicial, como sectores civiles, partidos políticos y medios de comunicación, pero resulta difícil de digerir cuando lo hacen el Ministerio Público, los tribunales y el Gobierno. Es como si el árbitro de un partido de fútbol «denunciara» mediante un megáfono los pisotones y las planchas que se meten los jugadores entre sí, en lugar de pitar la falta, sacarles tarjeta amarilla o roja directa. 
 
Dentro de este punto, es todavía más incomprensible que se accione contra los cómplices, solicitando incluso la colaboración de Interpol (ya que se encuentran fuera del país), y no se haga lo mismo con la persona señalada, por las mismas autoridades, como el autor principal de los hechos punibles, quien, presuntamente, se encuentra en territorio nacional… A menos que también se haya «escapado». 
 
Ya está demasiado dicho, pero valga la repetición: si no se ponen en sintonía los tiempos de la justicia y los de la política, se seguirá rebanando la moral de las víctimas (del pueblo, pues), al punto de perderse por completo, y aumentarán las ínfulas de los delincuentes que gozan de patente de corso. La conclusión más evidente es que  –al menos hasta ahora- cuando entra en juego la política, el tiempo de la justicia es nunca. 
 
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)