Para la reflexión personal y para el debate en todas las instancias revolucionarias es el tema del caso de corrupción detectado y procesado judicialmente por las autoridades en Pdvsa-Gas Comunal. 

Son varios los aspectos que merecen esa reflexión y ese debate.  

En primer lugar, el affaire es exponente claro de una de las características más deplorables que tienen los delitos en perjuicio del patrimonio público: aunque de entrada no lo parezcan, son robos dirigidos contra los más pobres, los excluidos, los desfavorecidos. En esta situación específica, se atenta contra la gente que depende de un cilindro de gas para cocinar sus alimentos, casi toda perteneciente a barriadas y pueblos, familias de clases populares y medias. 

En verdad, todo acto de corrupción es así. Sea en la superficie o en el fondo, siempre es un crimen social que afecta a la mayoría de la población, a los que viven honestamente de su trabajo, y se ceba en quienes están en desventaja: los niños, los enfermos, los ancianos, los desempleados, los que padecen discapacidades. Algunas veces puede parecer que el dinero del que se apropian los ladrones llamados de cuello blanco no es de nadie porque pertenece a esa abstracción que es el Estado, pero en última instancia, la víctima siempre será el pueblo, en el sentido más tradicional de esta palabra: las personas sin privilegios. 

En tramas como la de Pdvsa-Gas Comunal, esto se nota más porque se trata prácticamente de un burdo y repetido asalto perpetrado directa y exclusivamente contra la gente necesitada, pues, que se sepa, las señoras de familias adineradas no acostumbran andar por ahí en chancletas, de madrugada, velando la llegada del camión del gas. 

El segundo rasgo agravante es que los «negocios» de los funcionarios y sus cómplices privados se monta sobre productos y servicios subsidiados por el Estado, destruyendo así el propósito inicial de programas sociales muy dignos de reconocimiento. Entonces, lo que se ha estructurado para aliviar los sufrimientos de la población (ocasionados por los enemigos externos y sus aliados internos) termina siendo, por culpa de las mafias, un remedio peor que la enfermedad.  

Lo mismo se aplica para los sectores que han sido estatizados y los que luego se han convertido en actividades comunales (ya sea en la práctica o solo nominalmente). La calidad pésima y los sobreprecios desprestigian directamente la propuesta socialista. 

El daño causado es doble: se estropea el programa en sí y se abona a las campañas de descrédito que las fuerzas neoliberales hacen, de manera sostenida, contra cualquier forma de intervención estatal o popular en la economía. Muchas personas, haciendo comparaciones simples y objetivas, dicen que todo funcionaba mejor cuando el servicio era privado. Ese mensaje es terriblemente corrosivo para el ideal del socialismo y de las empresas comunales. 

Generación adicta al oro

Sigamos enumerando. Un punto realmente preocupante es la edad de los presuntos corruptos. En general son jóvenes a los que se le han asignado importantes responsabilidades, muchas veces con el argumento fundamental (o único) de su juventud.  

Se parte de la premisa de que tener pocos años es un mérito en sí mismo, lo que está lejos de ser cierto, salvo para ciertas actividades atléticas u otras basadas en los atributos físicos. Se ha demostrado que no hay una edad específica para sucumbir ante el virus de la corrupción, pero es evidente que tener pocos años y muchas tentaciones típicas de la sociedad de consumo constituye una combinación muy eficaz para pervertir a los funcionarios. 

Para un proceso político como el bolivariano, esta señal es especialmente amarga. Algunos de los protagonistas de estos vergonzosos actos son gente integralmente formada en tiempos revolucionarios, al abrigo del Partido Socialista Unido de Venezuela. Con ellos ya no es tan fácil atribuir la culpa a las rémoras de un pasado nefasto encarnado en los carcamales de la IV República. 

Si ya era difícil digerir el espíritu depredador del dinero público que caracteriza a los amorales millennials de la derecha y la ultraderecha venezolana, más complicado es aún procesar la idea de que las nuevas generaciones de militantes revolucionarios son igualmente insaciables. Algunos de ellos parecen ser una versión depravada de lo que el comandante Hugo Chávez llamó, con orgullo legítimo, la generación de oro. A esta otra, irónicamente, podríamos apodarla «la generación adicta al oro». 

Significativamente, el caso que ha colocado el tema de la corrupción en la mesa fue destapado el 4 de febrero, cuando se estaban conmemorando los 29 años del suceso que cambió el rumbo de la historia de la Venezuela contemporánea. Para ese momento, algunos de estos funcionarios picados por los alacranes de la corrupción eran apenas niños y niñas. Algunos, tal vez, ni siquiera habían nacido. Pero seguramente saben (o deberían saber, si funcionan los mecanismos de formación partidista) que una de las causas profundas de ese alzamiento militar, y del apoyo que consiguió en el sector civil, fue el ignominioso estado moral que ostentaba el sistema de gobierno bipartidista nacido del Pacto de Puntofijo. La corrupción campeante en esos años era percibida por el pueblo como uno de los motivos del acentuado empobrecimiento de la mayoría. Y tenía razón porque, como se dijo antes, todo robo del dinero público va contra los más pobres. 

No es por falta de denuncias

Todavía hay más que reflexionar y analizar. Quizá el ángulo más angustiante de todos sea el siguiente: el «negocio» de las bombonas en dólares es apenas uno de los muchos que han germinado como hongos en los terrenos fértiles de las necesidades de la gente y de los programas sociales del gobierno creados para atenderlas. Son muchos los otros campos en los que esas mismas aberraciones se manifiestan: algunos CLAP, la distribución de gasolina, asignación de bonos y paremos de contar. 

Por cierto, y con este punto cierro, por ahora, todos y cada uno de los despropósitos, de los guisos y de los abusos de poder cometidos por funcionarios del gobierno nacional o de los gobiernos regionales o locales han sido denunciados, a veces de una manera machacona por líderes comunitarios o simples ciudadanos, pero sus señalamientos no son escuchados ni procesados. Por el contrario, lo habitual es que se les descalifique, tachándolos de traidores o saltadores de talanquera.  

Solo cuando una alta autoridad “revienta” un caso emblemático salen a relucir quienes estaban llamados a hacer algo y, por lo general, no aparecen para asumir sus propias responsabilidades en lo sucedido, sino para hacer leña del árbol caído. 

Es evidente que son muchos los aspectos que hay que corregir o rehacer desde cero. Por ello urge la introspección y el debate. ¿O no? 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)