Pregunta psiquiátrica: ¿Qué ha dicho la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, respecto a la detención de un cantante, Pablo Hasél, por ofensas a la monarquía de España, hecho que ha generado protestas y disturbios en Barcelona, Valencia, Madrid y otras ciudades del reino? Respuesta: Nada.

La comisionada no había aparecido en escena ni siquiera por Twitter hasta el mediodía del sábado en la península ibérica (horas de la mañana en Caracas). Sus trinos más recientes eran del jueves 18 y se referían al impacto de la Covid-19 en la juventud mundial, un tema muy importante pero que, dadas las circunstancias, tenía pinta de pote de humo.

Hasél fue detenido el martes y las protestas están encendidas desde el miércoles, pero la flamante comisionada –según parece- no se había enterado. Cuándo hablará y qué dirá, si es que lo hace, sobre el caso Hasél seguía siendo una gran incógnita y un motivo de apuestas.

Bueno, tal vez la señora expresidenta de Chile se haya tomado un asueto extendido luego de Carnaval o quizá esté sumida en meditaciones propias del inicio de la Cuaresma, aunque hasta donde se sabe, ella es agnóstica. Es posible que para el momento de publicarse este artículo ya se haya pronunciado, pero, en todo caso, su reacción habrá sido bastante más lenta que la que suele mostrar cuando el país donde ocurren los acontecimientos (que a veces son seudo acontecimientos) es Venezuela y no uno de los gobernados por la derecha.

¿Un ejemplo? El lunes 11 de marzo de 2019, el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) detuvo al influencer Luis Carlos Díaz para interrogarlo en relación al apagón nacional que había acontecido la semana anterior, sobre el cual él había publicado varios mordaces mensajes. Al día siguiente, cuando todavía no habían pasado 24 horas de la detención, Bachelet se declaró “profundamente preocupada por la presunta detención del reputado periodista @LuisCarlos por parte de los servicios de inteligencia venezolanos, y por su bienestar. La misión técnica de @ONU_derechos que se encuentra en Caracas pidió a las autoridades acceso urgente a Díaz”.

Bueno, no critiquemos a la alta comisionada por preocuparse profundamente por Díaz. Más bien se le agradece por estar tan pendiente de este pequeño aunque codiciado país. Ni siquiera la critiquemos a Bachelet por creer que es un “reputado periodista”. Se trata, en todo caso, de un problema suyo o de sus antenas en estas tierras, tal vez un poco descalibradas. Pero creo que es válido preguntarnos (y preguntarle) por qué no se ha preocupado, ni siquiera superficialmente, por Hasél, que es un rapero, no sé si reputado o no (no es mi tipo de música favorita), pero es, después de todo, ¡un rapero! ¿Por qué no se ha preocupado por su bienestar y por qué no ha pedido que a algún ente de la ONU allá en España se le permita tener acceso al artista para constatar si los Mossos d’Esquadra lo trataron con respeto durante su detención?

Así arribamos a una segunda pregunta psiquiátrica: ¿Qué tiene el venezolano Luis Carlos Díaz que no tenga el catalán Pablo Hasél para que el primero merezca las loables e inmediatas preocupaciones de la mujer que tiene la titánica tarea de velar por los derechos humanos en el mundo entero, mientras el segundo no parece generarle ninguna angustia?

La respuesta a esta pregunta queda abierta, claro. Pero en lo personal creo que se trata de una oscura amalgama de varias de las peores características de nuestro “modelo civilizatorio hegemónico”, para decirlo con conceptos de grueso calibre. Entre esas características está el neocolonialismo (y su versión más lamentable, el endocolonialismo) y la privatización de los derechos humanos.

Neocolonialismo y endocolonialismo

El neocolonialismo es el sustrato filosófico que hace ver como natural que los poderes estatales de los países “desarrollados” (no importa que sean monarquías anacrónicas o democracias de segundo grado) ejerzan su autoridad sobre los ciudadanos (o los súbditos), incluyendo acá la privación de libertad y, en algunos casos, hasta la pena capital, así como la represión de las manifestaciones calificadas de violentas. Paralelamente, los países “atrasados”, bajo ese enfoque, carecen de legitimidad para aplicar sus ordenamientos jurídicos y por eso deben ser supervisados por las naciones predestinadas o por los encumbrados organismos internacionales, que han de decidir si sus ejercicios de autoridad son válidos o no.

Obviamente, esta diferenciación en el trato a unos y otros Estados despacha, sin mucha ceremonia, la independencia que la mayoría de los países subordinados han conquistado luego de largas y cruentas guerras o luchas de resistencia que comenzaron por allá en el siglo XVIII y que todavía no han concluido. En el mismo trámite se pisotea el derecho a la libre determinación, consagrado en la letra de la legislación internacional vigente. Es un retroceso a los tiempos de las metrópolis coloniales que ejercían el poder sobre los “salvajes” que poblaban sus territorios de ultramar y sobre los que se dudaba incluso de si tenían o no alma.

La mayor parte de las veces, estas actitudes van dirigidas contra los países del sur del mundo. La doctrina neocolonialista aconseja mantenerlos constantemente sojuzgados a sus pueblos, y que sus élites sepan que no se gobiernan solas, que todo cuanto hagan debe tener el visto bueno de los dueños del mundo, ya sea contener una protesta violenta, detener a un “reputado periodista” o hacer unas elecciones que puedan ser “creíbles”.

Sin embargo, el afán de ser las autoridades planetarias en esos campos tan diversos lleva a los gobernantes de los países capitalistas de Occidente a tratar de aplicarles también la misma receta a las potencias no occidentales que le disputan la hegemonía al eje Estados Unidos-Unión Europea. Por eso vemos que todo el aparataje jurídico-diplomático-mediático global “se preocupa” también por las detenciones o por las acciones represivas en China o en Rusia.

Claro, que en este caso, no suele irles muy bien, como lo pudo comprobar el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, en su reciente intento por llamarle la atención al canciller Seguéi Lavrov acerca de la privación de libertad del opositor ruso Alexei Navalny. Borrell, español por cierto, fue por lana y salió trasquilado.

En este punto es donde sobreviene el asunto del endocolonialismo. En muy buena medida, la política injerencista de EEUU y la UE, materializada a través de altos comisionados de los organismos internacionales, como la señora Bachelet, tiene éxito debido a que los líderes de los países atropellados son cómplices o aceptan forzosamente las imposiciones, muchas veces porque tienen miedo de las represalias. Son pocos los que les plantan cara a los injerencistas y, como ya lo sabemos los venezolanos, quienes lo hacen lo pagan caro.

El endocolonialismo tiene en personajes como la expresidenta chilena expresiones sublimes. Su velocidad de reacción ante hechos aparentemente semejantes, según ocurran en países “avanzados” o “atrasados”, es un síntoma evidente de que ella padece esa enfermedad.

La privatización de los derechos humanos

El segundo aspecto de la amalgama señalada (junto con el neocolonialismo y el endocolonialismo) es la virtual privatización del issuede los derechos humanos. La supervisión en esta materia ha sido secuestrada por un complicado aparato del que forman parte las ONG, los autoproclamados expertos independientes y, en lugar preferencial, los medios de comunicación.

Se trata de una privatización porque las ONG son falsamente no gubernamentales. En realidad son dependientes de los gobiernos hegemónicos, pero, más que nada, de las grandes corporaciones multinacionales que explotan áreas bastante distantes de los derechos humanos, como la industria bélica, el agronegocio, las nuevas tecnologías y el sector farmacéutico. Quienes pagan la factura de estas ONG –sean gobiernos imperiales o corporaciones- son, en rigor, sus dueños.

Los expertos independientes también suelen ser falsamente tales porque reciben salarios o contribuciones de los mismos factores antes señalados, y el que contrata a la orquesta decide qué música quiere que le toquen.

Lo propio ocurre con los medios de comunicación, que pertenecen a los dueños de esos otros sectores económicos (el llamado complejo industrial-militar) o dependen del financiamiento de agencias de los gobiernos hegemónicos o de fundaciones vinculadas a los intereses del gran capital.

En el caso de los medios, su capacidad de influencia es clave porque son ellos los que presentan ante el mundo los hechos y marcan la diferencia entre la “arbitraria detención de un reputado periodista” en Venezuela y la aplicación de la ley vigente en España en contra de un rapero que  osó cantar que el rey Juan Carlos es un soberano choro.

La corporatocracia mundial se convierte en dueña absoluta de este tema clave, en autoridad global, con capacidad para dictaminar quién respeta y quién viola los derechos humanos. Y para ponerle el seguro a ese superpoder cuentan con el respaldo de burócratas internacionales como esta alta comisionada que a veces nos sorprende por su velocidad y otras por su lentitud.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)