Los golpes de Estado judiciales, también conocidos con el anglicismo lawfare, tienen un truco de mucha astucia política: pueden revertirse, pero la idea es que cuando eso suceda, ya el mal esté hecho.

El mecanismo se explica bien con el ejemplo brasileño. La operación de gran calado destinada a producir un «cambio de régimen» comenzó  en 2016 con el amañado proceso tribunalicio contra la presidenta Dilma Rousseff; continuó luego con el todavía más tramposo tinglado contra Luiz Inácio Lula Da Silva, y, aunque acaba de sufrir un revés importante, es indiscutible que ya logró su objetivo al conseguir la elección del ultraderechista Jair Bolsonaro. 

Ahora, cinco años después de concretarse las primeras maniobras, la farsa se desploma, pero ya Brasil ha vivido una regresión política e histórica con pocos antecedentes y, dado su peso específico, ha arrastrado consigo a buena parte de la región.

La caída de la trama se concretó con la decisión del juez Edson Fachin, del Supremo Tribunal Federal (STF), que anuló todas las condenas contra el expresidente Lula da Silva relacionadas con la Operación ‘Lava Jato’.

Esas decisiones judiciales que quedaron anuladas impidieron que Lula se postulara en 2018 y lo mantuvieron en la cárcel por un año y siete meses.

Si se pudieran calcular de alguna forma, las pérdidas políticas ocasionadas por la gigantesca manipulación, estas serían muy cuantiosas, pues no solo se impidió que Rousseff terminara su mandato, sino también se abortó una casi segura reelección de Lula. Ante el líder del Partido de los Trabajadores, Bolsonaro no habría tenido ninguna oportunidad. Si logró llegar al poder fue porque sacaron del juego a Lula y las fuerzas progresistas tuvieron que ir con un candidato de mucha menor influencia, como lo fue Fernando Haddad.

En términos fácticos, desde que Rousseff fue sustituida por el traidor vicepresidente  Michel Temer comenzó el retroceso acelerado en todas las políticas sociales y una aplicación inequívoca de las recetas neoliberales. A partir de allí, Brasil dejó de participar en el bloque progresista de América Latina y pasó a hacer causa común con los gobiernos de derecha y ultraderecha del hemisferio, especialmente en sus ataques contra Venezuela.

Bajo el mando de Bolsonaro se ha transitado hacia el extremo, pues se trata de un modelo político que ya ni siquiera se esfuerza por esconder los rasgos más monstruosos del fascismo.

La interrupción del proceso político que se venía desarrollando, y que había sacado de la pobreza a millones de brasileño le ha permitido a las fuerzas del capitalismo hegemónico implantar un liderazgo que nunca debió haber superado los porcentajes que corresponden a una pequeña minoría, compuesta por fanáticos religiosos, supremacistas blancos y terraplanistas.

Lo peor para el pueblo brasileño ha sido el demencial manejo de la pandemia llevado a cabo por Bolsonaro, que le ha costado al país más de 270 mil vidas y 11 millones de contagios. Se estima que cualquier otro gobierno habría hecho un esfuerzo más racional y con mayor sentido humano y, muy probablemente, las cifras serían menos dramáticas. Pocos dudan que con Lula en el poder no habría ocurrido esta catástrofe humanitaria.

La confabulación jurídica como arma política tiene también consecuencias morales difíciles de cuantificar, pues Lula fue sometido a un sostenido linchamiento mediático a todo lo largo del proceso. El hecho de que se hayan anulado las condenas no necesariamente repara su reputación ante un pueblo sometido a demoledoras campañas a través de los órganos comunicacionales convencionales y las redes sociales. En este plano también puede decirse que el mal está hecho.

Otros casos: Ecuador y Bolivia

En otros países, la operación de lawfare ha tenido sus variantes y resultados comparativamente no tan exitosos, pero no por ello menos dañinos.

Tal es el caso de Bolivia, donde el “cambio de régimen” partió de un derrocamiento más cercano al clásico golpe de Estado, con participación militar y policial. Una vez establecida la dictadura, se desplegó el mecanismo de judicialización para impedir la participación de Evo Morales y del Movimiento Al Socialismo en las prometidas “elecciones libres”.

La fuerza popular de este partido, del presidente defenestrado y de otros líderes populares impidió que la operación cumpliera todas sus metas. Pero mientras el gobierno de facto se mantuvo en el poder, tomó numerosas medidas para dar marcha atrás en muchos de los avances políticos, sociales y económicos que había logrado Morales en su gestión.

En Ecuador, el lawfare se desplegó luego de la jugada ejecutada por Lenin Moreno, quien llegó al poder con los votos y sobre la plataforma del liderazgo de Rafael Correa y, casi de inmediato, se alineó en contra de todas las políticas sociales y nacionalistas, para asumir sin reservas las recetas dictadas por el Fondo Monetario Internacional y los lineamientos de Estados Unidos.

La estrategia en esa nación ha sido evitar, mediante jugadas leguleyas, el regreso de Correa. También se ha perseguido implacablemente a otros líderes de su tendencia.

Aún ahora, luego de la victoria en primera vuelta del candidato correísta, Andrés Arauz, sigue en desarrollo la conjura para, mediante subterfugios judiciales, torcer la voluntad de la mayoría, impidiendo que se realice el ballotage.

Igual que pasó en Bolivia, el resultado final de este intento de golpe de Estado judicial dependerá de la determinación que muestre el pueblo a aceptar o no tales imposiciones.

En cualquier caso, si Arauz logra imponerse en la segunda vuelta, recibirá un país que ha sufrido un tremendo salto atrás en materia económica y social. Allí, una vez más, el daño ya está ejecutado.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)