En diciembre, un diminuto dirigente opositor sentenciaba que votar en las elecciones parlamentarias equivalía a un crimen de lesa humanidad y que, básicamente, no servía para nada porque “en dictadura el voto no vale”. Ahora, un par de meses más tarde lo hemos visto, por recorrer calles (en claro offside) pidiendo votos para una elección que aún no ha sido convocada oficialmente. No es un caso único. Otros fervientes caudillos del abstencionismo también se han cambiado los cables. Al parecer se levantaron un día, se lavaron bien la cara y se declararon partidarios militantes del voto como fórmula infalible para salir del rrrégimen. 

Da un poco de risa, claro, como tantos otros detalles de la fauna opositora, pero no sorprende porque la dirigencia de estas corrientes ha cambiado su postura muchas veces respecto a este tema en los 22 años que lleva tratando de retomar el poder político.  

Con el debido respeto a quienes padecen este mal, podría afirmarse que el antichavismo ha sufrido en este tiempo un claro caso de trastorno maníaco-depresivo con respecto a las elecciones. Por supuesto que el desequilibrio de la dirigencia se ha contagiado a buena parte de la militancia, que igualmente oscila desquiciadamente entre los dos extremos: hoy te dicen que es necesario votar y mañana no solo se abstienen ellos mismos, sino que te ponen una barricada (física o moral) para que tú tampoco votes. 

Primeros síntomas

La bipolaridad opositora respecto a los procesos electorales viene de muy atrás. El trauma original tal vez haya acontecido en el mismísimo 1998, cuando se dieron cuenta de que el comandante Hugo Chávez y su aluvión de pueblo les iban a ganar voto a voto.  

Entonces intentaron un par de jugadas para tratar de impedirlo: primero adelantaron las elecciones parlamentarias, y luego reunieron todos los votos de AD, Copei y otros partidos para sumarlos a la candidatura de Henrique Salas Römer, el jinete de Frijolito. Como no les funcionó, empezaron a perder la fe en las elecciones. “Esto se lo agarró la chusma”, me dijo un profesor de Ciencias Políticas, con un mohín de asco. 

En 1999, el statu quo político desplazado y los poderes fácticos (con la maquinaria mediática como ariete) hicieron todo lo posible por evitar el referendo convocado por Chávez para determinar si el pueblo quería o no que se realizara un proceso constituyente. Sabían perfectamente que la misma aplanadora electoral de diciembre los iba a machacar de nuevo. Y lo hizo. 

En 2000, cuando se procedió a la relegitimación de todos los poderes, incluyendo la presidencia de la República, el péndulo de la oposición se movió hacia el lado favorable al voto. Ese fue el año en que el rival de Chávez por el bando opositor fue el comandante Francisco Arias Cárdenas, es decir, otro líder del 4 de febrero. Es difícil imaginar una circunstancia más ciclotímica. Pero ese es otro asunto. 

Con esa segunda pela electoral, ya era claro que la derecha derrotada optaría por caminos escabrosos, tal como ocurrió en 2002 cuando con un solo decreto, anularon los resultados de todas las elecciones previas, incluyendo las de la Constituyente, pues derogaron la Carta Magna aprobada en referendo popular en 1999. El problema, para los perpetradores de esta caída y mesa limpia fue que el gobierno de Carmona no llegó a cumplir dos días. 

A votar y a cantar… fraude

Luego de llevar a cabo el paro y sabotaje petrolero y patronal, es decir, tras hacer grandes daños a la estructura económica, la oposición creyó estar en condiciones de volver a medirse electoralmente y derrotar al gobierno chavista.  

La entonces llamada Coordinadora Democrática llamó a sus obedientes huestes a votar en el referendo revocatorio de Chávez, en agosto de 2004. Tal vez engañados y autoengañados por sus encuestadoras, medios y analistas, pensaron que le ganarían la partida al líder bolivariano. Pero, una vez más, perdieron. 

La reacción fue denunciar un fraude que el vocero Henry Ramos Allup prometió demostrar mediante contundentes pruebas que serían consignadas en 24 horas a más tardar. Ya han pasado 16 años sin que las veamos. 

El canto alegre de fraude inauguró una modalidad que la oposición venezolana ha repetido varias veces y que ha sido calcada por otras oposiciones de su misma calaña ideológica en varios países latinoamericanos e, incluso, por los partidarios de Donald Trump en Estados Unidos. 

Primeras elecciones boicoteadas

Pese al escándalo internacional que armó la derecha local y global acerca del supuesto fraude (recuérdese la tesis del cisne negro del tecnócrata Hausmann), la oposición se preparó para concurrir a las elecciones parlamentarias de 2005. Sin embargo, faltando apenas días para la jornada electoral, llegó una orden de retirarse del proceso con el propósito de “deslegitimarlo”. 

Ramos Allup (el mismo de las pruebas del fraude) ha dicho que la orden la dieron los dueños de medios y la obedecieron los jefes de los partidos políticos. Ya con ese detalle se podía apreciar quién mandaba a quién. Pero todo indica que los barones de la prensa solo fueron el mensajero. La orden, en realidad, venía de más arriba en la escala jerárquica de la oposición “venezolana”, vale decir, de las orillas del Potomac. 

El fulano boicot terminó siendo una de las jugadas políticas más chapuceras de las muchas que ha protagonizado el antichavismo, pues lo único que consiguió fue que el gobierno copara la totalidad de las curules de la Asamblea Nacional y pudiera legislar sin muchos tropiezos. (Bueno, no lo aprovecharon, pero ese, de nuevo, es otro tema). 

2006-2012: retorno al voto, con victoria incluida

Con las fuerzas mermadas por el autogol que se metieron al abandonar la AN, los opositores reflexionaron y resolvieron regresar al redil electoral. Lo hicieron en 2006, con la candidatura unitaria (aunque no muy brillante) de Manuel Rosales.  

Chávez, quien atravesaba uno de sus mejores momentos, ganó por nocaut fulminante y por ello creyó que había llegado el momento de reformar la Constitución, aprovechando su hegemonía parlamentaria. Se convocó al referendo para ratificar o rechazar el proyecto y la oposición se mantuvo en el modo de participación. Concurrió a votar y ganó por un pequeño margen, que fue certificado por el Consejo Nacional Electoral y reconocido por Chávez. Se trató de la primera gran victoria opositora en las urnas y de un gran desmentido a quienes aseguraban que el chavismo no aceptaría nunca un revés electoral. 

Acicateados por este logro, participaron en los procesos electorales siguientes, incluyendo el de la enmienda constitucional que se realizó en febrero de 2009 y fue ganado por un muy resiliente Chávez. 

Siguió la racha participacionista en 2010, en las elecciones de la Asamblea Nacional que tuvieron un significado muy particular pues fueron, en muchos sentidos, una rectificación del despropósito de 2005. A la alianza antichavista no le fue nada mal, pues consiguió una buena bancada en el Parlamento. 

Se mantuvo la tendencia a medirse en elecciones en las presidenciales de 2012, donde Henrique Capriles Radonski enfrentó a un Chávez heroico, que batallaba más contra su enfermedad que contra el rival de turno. Una vez más ganó de manera contundente, pero ya sabemos lo que dictaron los hados, de modo que el país se vio envuelto en un nuevo proceso electoral en abril de 2013, esta vez con Capriles tratando de vencer a Nicolás Maduro. 

Al divulgarse el resultado, el candidato opositor pronunció aquel famoso discurso en el que llamó a sus seguidores a “drenar su calentera” (o algo parecido), una infortunada expresión que generó hechos violentos en varios lugares del país, con un saldo de 13 inocentes fallecidos. 

Un nuevo brote de descrédito al voto

La rabia caprilera marcó el inicio de un nuevo ciclo de descrédito al voto. Capriles, repitiendo el guion de 2004, dijo tener pruebas del fraude que denunció, pero no logró presentar ningún indicio razonablemente creíble. Comenzaba así una reapertura a las fórmulas violentas. 

No ocurrió de inmediato porque la oposición aceptó participar en las elecciones municipales de diciembre de 2013. El liderazgo opositor, todavía dominado por Capriles, se empeñó en decir que esas elecciones serían un plebiscito contra el recién electo presidente Maduro. Dijeron que con el voto por los candidatos opositores, el pueblo demostraría el fraude cometido en abril. Pero el tiro salió por la culta, ya que el Gran Polo Patriótico obtuvo un triunfo más holgado que el de las presidenciales. 

Los grupos extremistas de la oposición defenestraron a Capriles y comenzaron el 2014 con “la Salida”, la fórmula antielectoral por excelencia. Meses de disturbios focalizados (las llamadas guarimbas) y numerosos fallecidos, heridos y detenidos metieron al antichavismo por la ruta de la violencia.  

Y, de nuevo, a votar

El fracaso de la tentativa del golpe suave (que, en realidad, no fue suave) condujo a la dirigencia de la Mesa de la Unidad Democrática a otra oscilación de su ciclotimia electoral. 

En un país azotado por la violencia política y por la estrategia de guerra económica, la MUD estimó oportuno ir a las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 y logró hacerlo como nunca antes: con una tarjeta única y una estrategia coherente, basada en la promesa de que la cola para votar sería la última que harían los venezolanos. Era la época del desabastecimiento inducido de todos los productos de primera necesidad. 

El retorno a la vía electoral, luego del anterior ciclo de violencia, fue muy productivo para las fuerzas contrarrevolucionarias. Una avalancha de votos-castigo les dieron el control pleno de la Asamblea Nacional. 

Vistos esos resultados, cualquier estratega habría recomendado seguir cultivando los apoyos políticos con miras al referendo revocatorio de Maduro (exigible en 2016) o, con un poco de paciencia incluida en la receta, a las presidenciales de 2018. Sin embargo, el desespero de quien ha pasado demasiado tiempo fuera del gobierno, hizo presa de los líderes. Se pusieron a inventar fórmulas para acabar con Maduro en seis meses y, de resultas, volvieron a perder el foco. El ala incendiaria tomó otra vez el control en 2017 con una edición aumentada de la violencia de 2014, que llevó a Venezuela al borde de la guerra civil. 

Como salida a una situación tan terrible, Maduro se jugó la carta de la Asamblea Nacional Constituyente y allí renacieron los afanes abstencionistas de la oposición. Esta vez no solo se negaron a participar, sino que incurrieron en actos de sabotaje criminal directo contra los centros electorales y atentados a las personas que se movilizaron a los centros de votación. Fue uno de los momentos más antielectorales (y, por ende, antidemocráticos) de esta intensa historia. 

La Constituyente en funciones puso en evidencia la bipolaridad electoral opositora al convocar a tres procesos pendientes. El primero fue el de gobernadores; el segundo, de alcaldes; y el tercero, las presidenciales de 2018. 

El péndulo opositor osciló locamente en este tiempo. Numerosos candidatos participaron en las regionales, al punto de que cinco opositores fueron electos como gobernadores. Uno de ellos, Juan Pablo Guanipa, por el estado Zulia, llegó al colmo del trastorno maníaco-depresivo al negarse a jurar ante la Asamblea Constituyente, razón por la cual no pudo ejercer el cargo, luego de ganar en las urnas. 

En las municipales, bajo tremendas presiones de EEUU, muchos candidatos opositores tuvieron que quedarse al margen. Otros se mantuvieron, utilizando tarjetas de partidos distintos a los suyos. El resultado para la oposición fue una objetiva pérdida de poder de grandes proporciones en todo el país. De 334 alcaldías, solo conservaron 29. 

En las presidenciales de 2018, la estrategia abstencionista de la oposición (ordenada desde Washington) llegó a su máxima expresión. Tal como en 2005, el propósito era deslegitimar el resultado, pero en este caso, respecto al jefe del Estado. Ocurrió en este caso que varios movimientos políticos opositores se desalinearon de esa estrategia y participaron.  

Las consecuencias de esta jugada han sido diferentes en el plano interno y en el externo. En el interno, Maduro ganó y ha ejercido su cargo plenamente, pese a numerosas tentativas de deponerlo por métodos no democráticos (magnicidio, golpe de Estado, invasión extranjera, imposición de un gobierno encargado). En el plano externo, el desconocimiento de las elecciones de 2018 ha sido el pretexto para declarar a Venezuela como una dictadura, reconocer a un supuesto gobernante autoproclamado, robar activos, dinero y reservas en oro de la República y pretender un “cambio de régimen”. 

Vota, no votes, vota, no votes

Bajo esa estrategia se llegó a las elecciones parlamentarias de diciembre de 2020, una vez más boicoteadas para ser declaradas no legítimas. Y una vez más, esa maniobra ha traído como consecuencias que el chavismo domine ampliamente el Poder Legislativo nacional. Además, de este proceso ha surgido la semilla de una nueva oposición que, eventualmente, podría convertirse en un factor político importante para los avatares de los próximos años. 

Así nos encontramos entonces en estos comienzos de 2021, año de elecciones municipales y regionales en los que las fuerzas políticas de todas las oposiciones (excepción hecha de los más radicales del ala pirómana) parecen estar considerando seriamente volver a la lucha democrática por los votos. El péndulo tiende entonces a moverse hacia el lado de las elecciones. 

Claro que para conseguir el apoyo de las masas opositoras, los dirigentes tendrán que gastar mucha saliva y muchos bits explicando por qué votar era un terrible pecado en diciembre de 2020 y puede ser el gesto más inteligente y honesto de cara a las elecciones de este año.  

El dirigente diminuto (por su estatura física, que quede claro) que anda por ahí, en posición adelantada, ha empezado a hacer el esfuerzo. Veremos si le creen. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)