Siguiendo con los filósofos españoles contemporáneos, en esta edición del viernes de filosofía en Desde Donde Sea, Miguel Ángel Pérez Pirela ofreció una clase magistral 2.0 sobre el sentido trágico de la vida, planteamiento central de la propuesta de Miguel de Unamuno.  

Unamuno, el vitalista 

A modo de introducción, precisó que este pensador estableció importantes elementos para entender al ser humano «de carne y hueso». Su obra, apuntó, puede considerarse desde un cierto punto de vista como existencialista, pues estuvo influenciada por las ideas del filósofo danés Søren Kierkegaard e impactó en la filosofía de existencialistas posteriores como Jean-Paul Sartre o Albert Camus.  

Refirió que Unamuno, que cabalgó entre finales del siglo XIX y principios del XX, nació en una familia de clase media en Bilbao y se convirtió en un testigo de excepción de su convulsa época, siendo a la vez aceptado y repudiado por los bandos franquista y republicano. 

Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Publicó en 1885 sus primeros libros, empezó a ejercer la docencia. A partir de 1901 fue rector de la Universidad de Salamanca, de la que fue destituido por razones políticas en 1914 y luego se le condenó.

En 1920 fue designado decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca y al año siguiente, vicerrector, cargo que ejerció hasta 1924, cuando el dictador Primo de Rivera lo desterró.  

Si bien la condena fue conmutada rápidamente, Unamuno se negó a volver a España mientras estuviera gobernada por un tirano y se refugió en Francia hasta 1930. Una vez proclamada la República, regresó a su cargo de rector y fue electo diputado ante las cortes.

En este punto, Pérez Pirela hizo un alto antes de continuar con detalles biográficos, con el fin de destacar que Miguel de Unamuno legó una extensa y variopinta obra, recogida en ensayos, artículos periodísticos, novelas y poesía.  

Señaló, además, que uno de sus temas de interés fue la inmortalidad, que entendía como la persistencia del ser humano sobre su existencia en el aquí, como la voluntad de seguir existiendo, aunque también ocuparán su atención la muerte y la existencia de Dios.  

En ese orden, indicó que Unamuno no quiere hablar de un hombre abstracto, sino de uno comprometido con su tiempo y con su sociedad, en el que la muerte es un aspecto cardinal de su dimensión carnal, por lo que bajo este punto de vista, los seres humanos no soportamos la muerte, nos rebelamos contra ella y nos atamos a la inmortalidad, en tanto libertad vital.  

Estas ideas las desarrollará extensamente en su muy conocida obra Del Sentimiento Trágico de la Vida, en las que directamente se presentará como enemigo jurado de la muerte, en el sentido de que el ser humano quiere vivir con su carne, con sus vicios y quiere seguir vivo, a pesar de tener conciencia de que su existencia es finita.  

Por lo antes dicho, se trata de una filosofía que protesta contra la muerte y que interpreta la eternidad como una necesidad inherente al ser humano, sintetizó el filósofo venezolano. 

De regreso a los detalles sobre la vida pública de Miguel de Unamuno, precisó que en 1933 abandona al parlamento y en 1934 se jubila de la actividad docente, y con respecto a su actividad política, resaltó que al inicio de la guerra civil mostró simpatías públicas por el franquismo y aceptó un cargo de concejal, pero al poco se decepcionó, pues rápidamente cayó en cuenta de la intolerancia y extremismo que estructuraban al régimen del dictador Francisco Franco.  

En ese contexto, se produjo su célebre discurso, pronunciado en el inicio del acto de inauguración del año académico en la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, en el que vaticinó que el franquismo vencería en la guerra porque tenía la fuerza bruta y el poder de las armas, pero no porque les acompañara la razón histórica.  

«Este es el templo de la inteligencia! ¡Y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España», dijo entonces.  

En el lugar se encontraban presentes altos personeros militares e intelectuales del franquismo e incluso la esposa de Franco, Carmen Polo, quien finalmente evitó que fuera apresado, aunque no que se le dictara arresto domiciliario.  

La muerte lo sorprendió el 31 de diciembre mientras conversaba con amigos.   

Unamuno, el literato y «nivolista» 

Una de las facetas de Miguel de Unamuno fue su carrera como escritor. Como su compatriota José Ortega y Gasset, dio sus primeros pasos escribiendo sobre El Quijote. En su libro La Vida de Don Quijote y Sancho Panza, asegura que él debió haber escrito El Quijote, porque la figura que él pinta es una idealizada, que contrasta con la manera caricaturesca en la que Cervantes lo dibuja. 

A pesar de esta crítica, destacó Pérez Pirela, hay una frase del clásico cervantino que recupera para disertar filosóficamente acerca de la existencia humana: «Yo sé quién soy», a partir de la cual dirá que es una fórmula que indica cómo ha de afrontarse la vida en el aquí y el ahora: siempre siguiendo hacia adelante, dejando de lado el qué dirán.   

En Niebla, obra que junto a Del Sentido Trágico de La Vida le harán reconocido fuera de España, sus personajes hablan con el autor, se enfrentan a él y quieren matarlo, un recurso literario inédito hasta ese entonces.  

Además, fiel a su carácter iconoclasta, sustituye el término novela por el neologismo «nivola» y abandona el patrón narrativo lineal característico de su tiempo, lo que lo constituye en uno de los grandes innovadores de la narrativa en lengua castellana.  

El sentido trágico de la vida 

El comunicador venezolano enfatizó en que la ausencia de sistematicidad de su obra no le impidió orbitar siempre en torno al sentido trágico de la vida y a la resistencia del ser humano ante la muerte.  

Por eso, en tanto poeta, le preocuparon temas relacionados con la divinidad, en particular en lo relativo al silencio de Dios, pero no solo, porque también se interesó en el dolor, el paso del tiempo y la muerte.  

De vuelta a La Vida de Don Quijote y Sancho Panza, relató que Unamuno usó esa obra para expresar la tensión entre la razón y la locura, que bajo su punto de vista constituye siempre la unidad de la vida, una tesis que retomará posteriormente en Del Sentido Trágico de la Vida, pues la vida no puede entenderse sino como paradoja.  

Más precisamente, para Unamuno, la razón no puede dar cuenta del sentimiento vital, pues la vida es agonía, lucha entre el intelecto y el sentimiento, de manera tal que según él, el problema más trágico de la Filosofía es conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas.  

Pérez Pirela explicó que como Unamuno perdió desde la juventud la fe católica, concebía la muerte como algo definitivo, sin dejar de lado que el Hombre cree en algún tipo de sobrevevivencia para poder sobrevivir y de allí que justifique la necesidad de creer en alguna instancia superior, aunque racionalmente esa idea no pueda sostenerse.  

Por tal razón, la fe entendida así es una afirmación del creyente y el Hombre filosofa porque necesita justificarse a sí mismo en el conflicto que es, como tensión entre lo individual y lo colectivo, entre el espíritu y el intelecto, entre lo racional y lo emocional.  

En este marco, la realidad primaria en la que el filósofo se encuentra es la de sí mismo como voluntad de no morir, que es la raíz del más inconfesable anhelo humano: el apetito de divinidad, por lo que rechazó la tendencia de sustituir realidades vitales por posiciones estrictamente racionales.  

Siempre siguiendo a Unamuno, mencionó que una cosa cualquiera es infinitud de posibilidades, si bien la sustancialidad de las cosas está fundada en la persona humana, que es de carne y hueso y no una abstracción teórica.  

Para ilustrar este concepto, trajo a colación un fragmento contenido en Del Sentido Trágico de la vida:  

«El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. 

 Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado». 

Otra frase de Unamuno que recoge lo previamente expresado es: «Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento».  

Miguel Ángel Pérez Pirela es de la opinión que no se puede comprender la filosofía de Unamuno sin considerar que vivió en la agonía de los problemas religiosos, es decir, el problema que la certeza de la mortalidad crea en los seres humanos o, lo que es lo mismo, sobre la misma existencia de Dios.  

Así, apuntó, su pretensión no era elaborar un sistema filosófico racional, sino hacer filosofía a partir de su propia angustia vital como hombre de carne y hueso, y por eso, su punto de partida es la vida en cuanto tal, a la que entiende como el deseo de permanecer, de seguir existiendo.  

Bajo este hilo argumentativo, Miguel de Unamuno plantea que el ser humano existe, pero en el mero acto de existir se percata de su fragilidad y de sus limitaciones. Dicho de otro modo: se da cuenta de su vulnerabilidad y que su destino es la muerte y es de esta paradoja brota su sentimiento trágico de la vida.  

Por ello, cuando dice: «yo no quiero morirme, pero la razón me dice que voy a morir», establece una especie de bifurcación en la que de un lado están los sentimientos y la voluntad, que empujan hacia la realización y la esperanza de que el Hombre será inmortal; del otro lado la razón, el conocimiento científico, muestran que las esperanzas de no morir, de ser inmoral, son absurdas.   

La filosofía de Miguel de Unamuno 

Para el pensador español no existe una realidad única y común, concepto que extiende a los seres vivos, no solo a los humanos, si bien introduce un matiz al distinguir que la realidad de los seres humanos se construye a nivel individual y no de manera específica, como sucede en los animales.  

La razón, asegura, como toda facultad humana, se encuentra al servicio de la vida y no viceversa, por lo que cada ser humano se esfuerza por conocer aquello que necesita, aquello que le preocupa.  

En este marco, los deseos, los sentimientos y la voluntad van por delante del conocimiento y el conocimiento quiere conocer solamente aquello que se requiere para seguir viviendo.  

Sobre la base de estos razonamientos, Unamuno sostendrá que la verdad es relativa. O de otro modo: que cada verdad es única y personal.  

Con respecto al conocimiento, a su parecer, nada se conoce si antes no se quiere, si antes no se desea, por lo que siempre está permeado por la vitalidad que se funda en el hambre de la inmortalidad y en el deseo de sobrevivencia de cada ser humano, en tanto individualidad.  

Así las cosas, el punto de arranque de la filosofía de Miguel de Unamuno es el hambre, el deseo de sobrevivencia, motivo por el cual estima que las respuestas positivistas y mecanicistas son erróneas porque no ofrecen respuestas al hambre de inmortalidad, resumió Pérez Pirela.   

De lo anterior se desprende que para este filósofo español todas las pruebas para demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma son falsas y todavía mas: resulta inútil intentar demostrar estas cosas. 

El papel de la palabra en el sentido de la inmortalidad de la vida 

Unamuno considera que el sentido de la inmortalidad de la vida y del alma, se aprende mejor por medio del simbolismo, es decir, por medio de la metáfora, de la poesía y de la intuición sentimental o afectiva.  

El problema, aseguraba, es que se trata de rutas que han de transitarse en solitario, lo que obliga a cada uno a encerrarse en la soledad de sus propios sentimientos y no hay escapatoria para esto, pues la esperanza conduce a la fe y la fe se ve obligada a luchar contra la duda, que viene de la razón, mecanismo que no se detiene y hace de la vida un asunto trágico. 

Para enfatizar este punto, compartió con la audiencia la única grabación de voz conocida de Unamuno, que data de 1931 y que se conoce bajo el nombre de El poder de la palabra:  

«Un crítico francés de nuestra literatura española, dijo, que en España, apenas hay escritores, sino oradores por escrito. Acaso es cierto. Por mi parte, nada me molesta más, que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los libros que hablan como hombres. Y lo que es menester, es que la gente aprenda a leer con los oídos, no con los ojos. La palabra es lo vivo. La palabra es en el principio. En el principio fue el verbo, y acaso en el fin será el verbo también. Cristo, el Cristo, no carpintero sino armador de casas, no dejó nada escrito: toda su obra fue de palabra. Yo recuerdo haber dicho esto: 

El armador aquel de casas rústicas 

habló desde la barca, 

ellos sobre la grava de la orilla, 

y él flotando en las aguas. 

 

Y la brisa del lago recogía 

de su boca parábolas, 

ojos que ven, oídos que oyen gozan 

de bienaventuranza. 

 

Recién nacían por el aire claro 

las semillas aladas, 

el sol las revestía con sus rayos, 

la brisa las cunaba. 

 

Hasta que al fin cayeron en un libro 

¡ay, tragedia del alma! 

ellos tumbados en la grava seca 

y él flotando en las aguas. 

Yo temo por mi parte, que mueran mis palabras en los libros  y que no sean palabras vivas, porque he vivido siempre, de hacer, de vivir de la lengua. 

Niño viejo, a mi juguete 

al romance castellano 

me di a sacarle las tripas 

por mejor matar el año. 

Mas de pronto, estremecióse 

y se me arredró la mano 

pues temblorosas entrañas 

vertían sonoro llanto. 

 
Con el hueso de la lengua, 

de la tradición, badajo, 

Miserere, Ave María, 

tañían en bronce sacro. 

 
Martirio del pensamiento, 

tirar palabras a garfio, 

juguete de niño viejo 

lenguaje de hueso trágico. 

 
Y toda la tragedia íntima, que lo es, ha sido luchar con la palabra, para sacarle toda la filosofía, toda la religión que lleva implícita. Porque una palabra es la esencia de la cosa. Cuando Adán dio nombre a las cosas, las hizo humanas y las humanizó. 

De tal modo las palabras llevan la esencia humana de las cosas, que, los que no son nombres propios, los geográficos, los toponímicos, llevan un paisaje, y a las veces, basta solo, con oír la palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que recibió aquel nombre. Oíd una especie de pintura, del Duero, desde España hasta que entra en Portugal: 

 
Arlanzón, Carrión, Pisuerga, 

Tormes, Águeda, mi Duero. 

Lígrimos, lánguidos, íntimos, 

Espejando claros cielos, 

Abrevando pardos campos, 

susurrando romanceros. 

 
Valladolid; le flanqueas, 

de niebla le das tus besos; 

le cunabas a Felipe 

consejas de comuneros. 

 
Tordesillas; de la loca 

de amor vas bizmando el duelo 

a que dan sombra piadosa 

los amores de Don Pedro. 

 
Toro, erguido en atalaya, 

sus leyes no más recuerdo, 

hace con tus aguas vino 

el sol de León, brasero. 

 
Zamora de Doña Urraca, 

Zamora del Cid mancebo, 

sueñan tus torres con ojos 

siglos en corriente espejo. 

 
Arribes de Fermoselle, 

por pingorotas berruecos, 

temblando el Tormes acuesta 

en tu cauce sus ensueños. 

 

Code de Mieza, que cuelga 

sobre la sima del lecho. 

Escombrera de Laverde, 

donde se escombraron rezos. 

 
Frejeneda fronteriza, 

con sus viñedos de fresnos, 

Barca d´Alva del abrazo 

del Águeda con tu estero. 

 
Douro, que bordando viñas 

vas a la mar prisionero, 

de paso coges al Támega, 

de hondas saudades cuévano. 

 
En la foz su Foz Oporto 

sueña con el Urbión altanero; 

Soria en su sobremeseta 

con la mar toda sendero. 

 
Árbol de fuertes raíces 

aferrado al patrio suelo, 

beben tus hojas las aguas, 

la eternidad del ensueño. 

 
Nombres hay, por ejemplo, como el de Madrigal, que él solo, pinta casi. Madrigal de las Altas Torres, allí donde murió Fray Luis de León, donde fue enterrado el príncipe don Juan, donde había nacido Isabel la Católica 

 
Ruinas perdidas en campo 

que lecho de mar fue antes de hombres, 

tus cubos mordieron el polvo, 

Madrigal de las Altas Torres. 

Tú la cuna de Isabel, tumba 

de don Juan, fatídico brote, 

cayó en Salamanca dorada 

y en Ávila fúnebre corte. 

 
Medina la del Campo sueña 

–cigüeñas, cornejas al borde– 

el de César Borja, ¡qué salto!; 

San Juan de la Cruz que se esconde. 

 
Cielo del águila bicéfala, 

nubarrones llegan del norte; 

Maldonado, Bravo, Padilla; 

Lutero a lo lejos responde. 

 
Don Sebastián el Encubierto, 

el rey del misterio, Quijote 

de Portugal, ¡ay pastelero!, 

venías quién sabe de dónde… 

 
Fray Luis de León, ojos, mano 

se doblan a la última noche; 

quebrada la cárcel de carne 

su mente al sereno se acoge. 

¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla! 

Madriguera de recios hombres; 

tus castillos muerden el polvo, 

Madrigal de las Altas Torres; 

Ruinas». 

La respuesta de Unamuno al problema de Dios  

Para cerrar la clase, Pérez Pirela presentó la respuesta que ofreciera Unamuno al «problema de Dios», que a su parecer niega la tradición basada en el agnosticismo científico con el que el filósofo prusiano Immanuel Kant resuelve el problema: «La razón nada nos enseña sobre la existencia de Dios«, pues para Unamuno es la desesperación lo que provoca el anhelo de Dios.  

Esto quiere decir, explicó que el hombre no necesita a Dios para que le explique al mundo, ni como apoyo de sus normas morales sino como garantía de su propia inmortalidad.  

Por eso en la frase «tener que morir, sin querer morir», se resume el sentido trágico de la existencia de Dios: no hay duda de que vamos a morir, pero no queremos morir y es esa y no otra la razón por la que los seres humanos nos inventamos el anhelo de un Dios.  

En resumidas cuentas, enfatizó, se trata de un filósofo de las paradojas, que da el justo lugar a la razón y a los sentimientos, y al hablar de la existencia de Dios, plantea que el Hombre lo necesita para seguir viviendo, es decir, que es una proyección de sí mismo, lo que coincide con el alemán Ludwig Feuerbach.  

Por eso, insistirá en que la fe no es otra cosa que una actitud ciega e irracional que brota de los deseos del querer del ser humano; creer es, por lo tanto, crear y esperar.  

Sin embargo, dijo para finalizar, fiel a su enfoque vitalista, Unamuno distingue entre la fe muerta, que se conforma con creer pasiva y conformistamente y la fe viva, que se corresponde con un esfuerzo constante de creación.  

(LaIguana.TV)