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En medio de una oleada de violencia contra líderes sociales en el país, varias organizaciones sociales presentaron ante la Comisión de la Verdad un informe que documenta la situación de los defensores de derechos humanos y los patrones de los ataques en su contra, entre 2002 y 2015.

 

Que desde la institucionalidad no se haya reconocido la existencia de una sistematicidad en los asesinatos y ataques contra líderes y defensores de derechos humanos en el país es, para las organizaciones sociales, una forma de ignorar la dimensión que ha adquirido el problema en Colombia y las dinámicas de violencia que, a pesar de la salida de las Farc del escenario del conflicto, siguen latentes en las regiones. Aunque los cálculos siguen variando y no hay consenso entre institutos, organizaciones y gobierno, las cifras más pesimistas dan cuenta de más de 90 líderes asesinados tan solo en el primer semestre de 2018.

 

Y con las alarmas prendidas por el aumento de casos de agresiones contra defensores de derechos humanos, crece la necesidad de poner sobre la mesa la discusión sobre la situación de seguridad de las comunidades que los defensores de derechos humanos y la existencia de patrones y factores comunes entre los crímenes. Ese es precisamente el sentido del informe  entregado este jueves a la Comisión de la Verdad y realizado por  el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo, el Centro Europeo para los Derechos Humanos y Constitucionales, la Corporación Jurídica Yira Castro, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, el Grupo Interdisciplinario de Derechos Humanos –GIDH y el Programa Somos Defensores.

 

El informe -titulado Defender la vida- documenta el contexto sobre la violencia contra esta población entre 2002 y 2015 e identifica 10 casos emblemáticos (de los últimos cuatro periodos de gobierno, dos de Álvaro Uribe y dos de Juan Manuel Santos) que dan cuenta de que la mayoría de los actos de violencia contra personas defensoras de derechos humanos no están directamente relacionados con el conflicto armado entre el Estado colombiano y los grupos armados.

 

«Las luchas por el acceso a la tierra y a los recursos naturales, así como por la justicia social y la rendición de cuentas, impulsan la violencia contra aquéllos que desafían el poder de las élites económicas y políticas. No obstante, el conflicto armado se usa como un pretexto para justificar y ocultar este tipo de violencia. Muchas personas defensoras de derechos humanos asesinadas fueron presentadas como guerrilleros asesinados en combate en el marco del fenómeno denominado “falsos positivos”, aunque probablemente hayan sido asesinadas por razones conectadas con su trabajo de defensa de derechos», detalla el texto.

 

En cifras, según el Programa Somos Defensores, desde el 1 de noviembre de 2002 hasta noviembre de 2017  habían sido asesinados 610 defensores, y más de 4.300 habían sido víctimas de ataques y en los últimos años estos ataques se han incrementado en más de 100%.

 

El documento reseña, además, cinco patrones claros de agresión: la represión por entidades de inteligencia del Estado a través de vigilancia ilegal, hostigamiento, sabotaje, difamación, amenazas y asesinatos; la criminalización infundada a través del sistema de justicia criminal; las ejecuciones extrajudiciales por las fuerzas de seguridad del Estado; las ejecuciones por grupos paramilitares o grupos posdesmovilización que actuaron con la connivencia, aquiescencia o tolerancia de las fuerzas de seguridad del Estado.; y el uso excesivo de la fuerza contra defensores de derechos humanos en protestas sociales, especialmente por el ESMAD de la Policía Nacional.

 

«Los patrones de agresión contra las personas que defienden los derechos humanos abarcan diferentes modalidades tales como asesinatos, lesiones, amenazas, violencia sexual y judicializaciones, que se desarrollan como parte de un fenómeno que hemos caracterizado como violencia sociopolítica. Las agresiones en el contexto de la violencia sociopolítica se diferencian de aquellas ocurridas como parte de las dinámicas propias de la confrontación armada, y por este motivo, no guardan una relación directa con el conflicto armado entre el Estado colombiano y los grupos armados insurgentes. Por el contrario, las causas y los móviles están asociados a la actividad de defensa de derechos de las víctimas, cuya acción se vio enfrentada a estructuras de poder económico, social y político», reza el texto en el que se insiste en que la violencia sociopolítica no se puede asociar a las hostilidades propias del conflicto armado interno.

 

Para Diana Sánchez, directora de la Asociación Minga y coordinadora del Programa Somos Defensores, es claro que detrás de todos los casos de asesinatos, amenazas y ataques contra líderes y defensores de derechos humanos hay fuerzas con poder de injerencia en todos los niveles y que, contrario a lo que se ha escuchado desde algunos sectores del Gobierno, no se trata de casos aislados o problemas personales. «Nosotros decimos que la sistematicidad se da con otros elementos y es que está documentado que sí son líderes sociales, independientemente de las razones por las que hayan sido asesinados, todos cumplían un papel determinante en sus comunidades. Otro punto es que el fenómeno ha ido creciendo y ese incremento en los asesinatos indica que no se trata de algo aislado sino que tiene que haber una estructura, así sea muy oculta, que tiene claro que no puede dejar crecer a los líderes sociales».

 

Sánchez advierte que otro rasgo que deja ver la sistematicidad es que en la mayoría de los casos los crímenes se cometieron a través de sicarios, es decir, alguien tuvo que pagar para cometer el delito: «para asesinar a alguien, además del sicario, se necesita que a la víctima le hagan seguimiento y monitoreo, para eso también se necesita plata».

 

Con un componente adicional, en muy pocos casos se ha podido establecer la autoría intelectual de los crímenes. En los territorios lo que se dice es que aunque todo el mundo sabe quién los mata, las autoridades nunca tienen información. De hecho en algunas zonas aseguran que la corrupción viene desde la Policía que le hace el juego a los ilegales y no actúan a pesar de que saben quiénes son los que controlan el territorio. «La gente no se atreve a ir más allá porque sabe lo que se les viene», dicen.

 

El informe presentado a la Comisión de la Verdad, por ejemplo, recuerda que el paramilitarismo históricamente ha sido apoyado por actores legales de las regiones (terratenientes, ganaderos, comerciantes, y sectores empresariales nacionales e internacionales) y que aunque formalmente se desmovilizaron entre 2003 y 2006, en la actualidad existe un fenómeno de reconfiguración: «Muchas de las nuevas estructuras denominadas por el Gobierno Nacional como Grupos Armados Organizados (GAO), están compuestas por miembros de las AUC que participaron en procesos de desmovilización (…)  son los responsables del mayor número de agresiones a las personas que defienden los derechos humanos. El perfil de las víctimas abarca a personas que defienden la implementación del Acuerdo Final de Paz, y de manera especial, la política de restitución de tierras y reforma rural integral, que afecta directamente los intereses de las élites económicas y políticas regionales, así como a las compañías nacionales y transnacionales».

 

Y quizá esa es la razón por la cual, aseguran algunos, no solo no funcionan las medidas para evitar que se sigan registrando más casos sino que además persiste la impunidad. 

 

Diana Sánchez señala que si bien es cierto que desde el Gobierno se han hecho esfuerzos para trata de contener el problema, en la práctica los resultados son pocos. Explica que en el caso de la Fiscalía se ha dicho que se han investigado 170 casos que fueron documentados por la ONU y que de ese total el 50% está esclarecido.

 

«Nosotros creemos que 65 casos (correspondientes a ese 50%) es una cifra insuficiente sobre todo si tenemos en cuenta que desde el programa hemos registrado al menos 580 asesinatos en los ocho años de Santos. Pero supongamos que solo son 170 investigados y de esos la mitad de casos esclarecidos, aunque no se sabe de autores intelectuales. Solo se sabe del gatillero, el sicario, pero no quién está detrás, qué estructura, qué interés económico o político», refiere Sánchez al señalar que a la Fiscalía hay que exigirle más y que no es posible que se excusen diciendo que  es un problema de recursos o que no tiene el músculo suficiente.

 

En el fondo, insiste, además de las medidas y promesas gubernamentales lo que urge es un cambio en el discurso, el contexto y las instituciones que siguen viendo a las comunidades y a los líderes como un enemigo interno.  «Si matan líderes no pasa nada. Hay un pensamiento que estigmatiza pues creen que las comunidades siempre han sido funcionales a las guerrillas, las ven como las que siempre se oponen al desarrollo, a las represas, al extractivismo y obvio a los intereses geoestratégicos de los proyectos agroindustriales».

 

(El Espectador)