Frente a una situación social dramática, con el hambre alastrándose mientras suben la inflación y el desempleo, frente a los casi 600 mil muertos por la pandemia, al derrumbe acelerado de su imagen y al fracaso absoluto de su gobierno, el ultraderechista Jair Bolsonaro optó por incrementar sus ataques al Judiciario, con agresiones verbales extremas a dos de los integrantes del Supremo Tribunal Federal.

Al amenazar directamente a Luis Roberto Barroso, que además de integrar la corte suprema preside el Tribunal Superior Electoral, y a Alexandre de Moraes, el ultraderechista elevó aún más la tensión.

Además de “mentiroso” y “manipulador”, Bolsonaro se refirió al juez Barroso como “aquel hijo de puta”.

No hay antecedente alguno en la historia republicana de semejante brote de furia descontrolada o de semejante ofensa a un miembro de la instancia máxima de la Justicia en Brasil.

Todo eso, sumado a las amenazas de no realizar elecciones previstas para el año que viene, abrió una crisis sin precedentes desde la redemocratización brasileña de 1985, luego de 21 años de dictadura militar.

Resultado: una dura reacción de la instancia máxima de la justicia, que abrió una denuncia formal contra al presidente. También el Tribunal Superior Electoral envió al Supremo Tribunal un pedido de investigación sobre las seguidas mentiras de Bolsonaro sobre el sistema de votación adoptado desde 1996.

El mandatario optó por profundizar la crisis, amenazando responder “fuera de las cuatro líneas de la Constitución”, o sea, un golpe que cerraría las cortes de Justicia y el mismo Congreso.

Lo único de concreto que logró fue sacar al presidente de la instancia máxima de justicia, Luiz Fux, de su mansedumbre habitual.

La enérgica reacción del magistrado incluyó la suspensión de un encuentro entre los tres jefes máximos de los poderes, o sea, el presidente del Congreso, Rodrigo Pacheco, Bolsonaro y el mismo Fux. El objetivo de la reunión sería establecer un diálogo destinado a “serenar los ánimos”.

Al anunciar la medida, el presidente de la corte suprema justificó la suspensión diciendo que Bolsonaro no cumple lo que dice y, por lo tanto, cualquier diálogo con quien la palabra no vale nada resultaría inútil.

El ultraderechista insinúa reiteradamente que cuenta con el respaldo de los cuarteles, refiriéndose siempre a “mi Ejército”.

En concreto, se sabe que cuenta con pleno respaldo de su ministro de Defensa, el muy reaccionario general retirado Walter Braga Netto, así como de todos los militares esparcidos por su gobierno. También se sabe que entre el alto mando de las Fuerzas Armadas, integrado por comandantes máximos en actividad, hay palpable malestar con relación a la corte suprema de Justicia, vista como interferencia exagerada en el Poder Ejecutivo.

Eso no significa, en todo caso, que Bolsonaro cuente con respaldo para desafiar a la Constitución y llevar a cabo el tan anunciado golpe. Integrantes del alto comando del Ejército dicen, pidiendo sigilo a sus interlocutores, que no existe la posibilidad de ruptura constitucional.

Faltando poco más de un año para las elecciones generales de octubre de 2022, es cierto que Bolsonaro mantendrá tensión máxima en el ya muy conturbado cuadro político.

A la pérdida de respaldo popular se suma ahora un duro manifiesto de algunos de los más poderosos empresarios brasileños, que divulgaron un comunicado con pesadas críticas, subscripto además por académicos, intelectuales y líderes religiosos.

Pero nada de eso parece suficiente para que Bolsonaro cambie de rumbo y actitud.

Al contrario, sigue incentivando al núcleo de seguidores más fanatizados, que constituyen, acorde a diferentes sondeos, entre el 15 y el 20 por ciento del electorado.

Se trata de una parcela insuficiente para mantenerlo en el sillón presidencia. Pero teniendo en cuenta que entre ellos está buena parte de las policías – tanto la Civil, de investigación, como la Militar, de manutención del orden público –, además de militares de baja graduación y de los miles de “milicianos”, como se llama en Brasil a los sicarios, hartamente armados gracias a leyes incentivadas por Bolsonaro, hay un sinfín de razones para preocupación.

Se da por seguro que, derrotado, el ultraderechista imitará su ídolo y guía Donald Trump. Denunciará un fraude inexistente e intentará mantenerse en el poder, amparado por turbulencias callejeras.

El gran peligro es que logre aquí lo que Trump no pudo en su país.

(Página12)