Llegar hace casi 20 años a Afganistán, país que ya estaba destruido por más de 23 años de guerra, fue una de las experiencias más increíbles de mi carrera periodística. Desde el vamos era una cobertura difícil. Para llegar a ese país olvidado, pero que de repente, como ahora, estaba en las tapas de todos los diarios, viajé primero a Uzbekistán, con la que Afganistán comparte frontera en el norte. En esa exrepública soviética estaba una de las bases de la aviación norteamericana, que había comenzado a bombardear a Afganistán para echar a los talibanes, que habían levantado una dictadura teocrática tras ser apoyados por Washington para derrotar a los invasores soviéticos. Pero en octubre de 2001 debían pagar el precio de esconder al terrorista Osama ben Laden, cerebro del ataque a las Torres Gemelas.

Si bien algunas localidades del norte de Afganistán ya habían sido liberadas del régimen talibán, la frontera de Termez seguía herméticamente cerrada. De allí se llegaba por tierra a Mazar Sharif, ciudad aún en manos de los talibanes. Junto a colegas italianos viajé entonces a Tayikistán. Luego de recorrer desde su capital, Dushambé, varios kilómetros por un desierto impresionante en una caravana de autos formada por colegas de todo el mundo (incluso estaba el legendario periodista John Lee Anderson), logramos llegar a Afganistán. Fue luego de sortear improbables controles fronterizos y el inolvidable cruce, en una balsa, del río Amu Darya, el más largo de Asia Central, que también había logrado con muchas dificultades cruzar Alejandro Magno junto a su ejército en el siglo IV antes de Cristo.

Pisar Afganistán -equipada de teléfono satelital, carpa, bolsa de dormir, generador-, fue como llegar a otro planeta. A un país que se había quedado atrás en el tiempo, o en el Medioevo, quizás, sin electricidad, agua corriente, baños y demás servicios normales para los occidentales. Un país con paisajes fascinantes, arrasado desde siempre por guerras y violencia, donde las mujeres no tenían derechos. Hombres de turbante, barba y Kalashnikov dictaban la ley.

Nadie hablaba inglés. Y, en todo caso, lo única palabra con la que se llegaba a un entendimiento era “dollar”.

En Taloqan y en Kunduz, poblados liberados de los talibanes gracias a los bombardeos aéreos norteamericanos, donde literalmente hice base, yo era una extraterrestre. ¿Qué hacía allí, sola y rodeada de colegas hombres? Incluso me costaba explicarle a uno de mis primeros intérpretes, Iskandar -hombre culto, que había estudiado literatura inglesa en la universidad de Kabul-, que no, que no estaba ni casada, ni que tenía hijos en ese momento. ¿Cómo podía ser? En Afganistán a mi edad las mujeres eran abuelas.

Me compré una burka celeste, no para usarla (hubieran reconocido que era extranjera por mis zapatos), sino para entender cómo era ver el mundo desde detrás de esa rejilla para nosotros inconcebible. Me llevé la burka de recuerdo, que usé algunas veces para intentar explicar algo de ese mundo y de esa guerra totalmente inútil a chicos del secundario de escuelas italianas. Entonces, hace 20 años, era palpable que esa invasión, acompañada de destrucción y víctimas, aunque había dejado afuera a un grupo de barbudos que ni siquiera dejaban que sonara la radio, nada bueno podía llegar.

La llegada a Kabul

Lo entendí a fines de enero de 2002, cuando logré llegar finalmente a Kabul en un C-130 J de la fuerza aérea de Italia, que también se sumó a una aventura militar que ahora es claro que fracasó estrepitosamente. Entonces la capital, al norte rodeada por la majestuosa cadena del Hindu Kush, totalmente nevada, seguía siendo tierra de nadie. Con toque de queda de 22 a 6 de la mañana, peligro de atentados de parte de células de Al-Qaeda aún presentes y bandas listas para asaltar y matar en todos los caminos. Los talibanes se habían ido, pero su fantasma permanecía y las embajadas occidentales -que en estos días volvieron a vaciarse- eran como fortines.

En ese viaje, además de ver chicos haciendo volar barriletes en el cielo, algo que habían prohibido los talibanes, y centenares de personas mutiladas por minas antipersonales, conocí a Walida, una de las miles de viudas de Kabul. Madre de cinco hijos y mendiga, vivía en una paupérrima cabaña en la cima de una de las polvorientas colinas que rodean esa ciudad caótica y castigada. Su historia, como la de cualquier afgano con la que uno habla, gente de los más hospitalaria, nos conmovió. Junto a otros periodistas hicimos una colecta para que Walida lograra su sueño: abrir una peluquería. Pero en un país donde, haya o no talibanes, es mal visto que las mujeres salgan de su casa sin burka o que trabajen, el beauty shop de Walida duró poco. Su propio hermano, retrógrado como el peor de los talibanes, la obligó a dejar ese trabajo. Era preferible que mendigara.

Regreso

En octubre de 2002 volví a viajar a Afganistán. Entonces, con Giuliana Sgrena, colega de Il Manifesto, hicimos un viaje increíble desde Kabul hasta Kandahar, la segunda ciudad del país, la del desaparecido mullah Omar, del expresidente Hamid Karzai y del ex rey Zahir Shah. La ciudad había sido liberada en diciembre del año anterior de la dictadura talibana, cuya sombra seguía de todos modos presente.

Para recorrer los 488 kilómetros hacia el sudoeste que separan Kabul de Kandahar tardamos más de 20 horas. En una ruta infernal, desértica y completamente destruida, nos encajamos dos veces en la arena, pinchamos una goma y debimos pasar la noche en un lugar parecido a un establo, con paredes de adobe y esterillas en el suelo. Recuerdo que nuestro chofer-intérprete, que nos consiguió ese lugar para dormir, nos aconsejó correr desde la combi en la que viajábamos hasta este “parador”, para protegernos. Nadie tenía que ver que había dos mujeres y para peor, extranjeras, como las fuerzas que estaban ocupando el país. Demasiado peligroso.

En la ruta se veían cementerios con banderas islámicas verdes, que indicaban que allí había mártires de la jihad (guerra santa), cráteres, carcazas de autos y caseríos de barro destruidos. Imposible saber si por las fuerzas soviéticas que abandonaron el país en 1989, por los combates fratricidas de la guerra civil, por las luchas entre la Alianza del Norte y los talibanes o por los bombardeos aliados. Era un escenario de guerra y miseria.

Nunca más regresé a Afganistán. Mirando las imágenes que llegan ahora desde allí, me pregunto si, 20 años después, es el final de la guerra para los afganos como dicen los talibanes o es el principio de otra pesadilla.

(Elisabetta Piqué/La Nación)