Dos lugares comunes opacan nuestra visión sobre la ex primera potencia del mundo. Uno, que su fuerza se debe a que permanecieron unidos. Dos, que debido al melting pot, la tendencia homogeneizadora de la democracia y los medios, su población sería culturalmente homogénea. Vamos con el primero. Estados Unidos no resulta de la unión de pueblos, sino de una despiadada rapiña que exterminó gran parte de la población originaria; devoró una Norteamérica francesa que se extendía desde el actual Canadá hasta Nueva Orléans, robó a México más de la mitad de su territorio, compró Alaska e invadió y anexó pueblos como los de Hawai, Puerto Rico, las Filipinas, Samoa, las islas Marianas y Guam. Gracias a esta expansión, y a la ilimitada disposición de mano de obra esclava y casi esclava de inmigrantes contratados, pudo Estados Unidos explotar más riquezas naturales que ningún otro país en la tierra, sobrevivir al primer intento de secesión y convertirse en imperio imponiendo su hegemonía mediante una red de casi un millar de bases militares al hemisferio y a un Viejo Mundo agotado y devastado por las guerras.

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Vamos con el segundo lugar común: la supuesta homogeneidad cultural estadounidense. Conquistas violentas como las citadas subyugan poblaciones cuyas culturas se resisten a desaparecer por decreto. En mi libro de 1991 El Imperio Contracultural: del rock a la postmodernidad señalé que Estados Unidos es en realidad un apretado rompecabezas de culturas, subculturas y contraculturas originarias, anglosajonas, afrodescendientes, latinoamericanas, italoamericanas, musulmanas y asiáticas, entre otras. Una producción industrial que uniforma mercancías no necesariamente homogeneiza culturas. Todo imperio que ocupa, desmantela o desestabiliza países provoca flujos de refugiados dentro de sus fronteras, cuya asimilación es problemática en sistemas signados por el racismo, el prejuicio y la desigualdad económica y social.

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Veamos al resultado. Un conjunto de trabajos, muchos suscritos por estadounidenses, alertan sobre una probable o inminente desintegración de la ex primera potencia. Imperios de extensión mayor o equiparable a la de Estados Unidos se han desmoronado a lo largo de los siglos. Arnold Toynbee, en su memorable Study of Story, señala que todo imperio crea dos proletariados, uno externo y otro interno, bajo cuyo empuje termina colapsando.

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Pasemos al presente. El estadounidense Jared A Brock sostiene que “América se dividirá muy pronto en doce países: es inevitable y explico por qué” . Señala documentadamente que “cerca de la mitad de todos los estadounidenses quieren separarse de la unión en una u otra dirección”. Que “31% piensan que una guerra civil es probable dentro de los próximos cinco años, con los demócratas pensando que es más que probable”. Que “32% de los californianos ya aprueba Calexit (salida de California de la Unión), con lo cual sería la quinta economía del mundo”. Y que “cientos de corporaciones con áreas de mercado mayores que muchos países están desesperadas por liberarse de cualquier tipo de gobierno democrático”.

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Otro estadounidense, Andrew Tanner complementa estos pronósticos fijándoles fecha. En El amargo futuro de América predice que “Estados Unidos está destinado a colapsar en esta década –el problema no es cuándo, sino con qué grado de violencia”. Señala Tanner que ninguna nación puede sobrevivir cuando permite que centenares de miles perezcan en una plaga que naciones menos ricas han controlado; cuando carece de sistema público universal de asistencia de salud; cuando cerca de la mitad de sus ciudadanos está a punto de caer en la pobreza; cuando 40% de su población cree que las elecciones fueron fraudulentas; cuando 30% del electorado se abstiene. Cuando más de 50% de la porción discrecional del presupuesto federal –la que pagan los impuestos federales sobre la renta- se destina al gasto militar. Añade Tanner que Estados Unidos es un mito, pues “el sistema social enfrenta un pronunciado cambio en las normas generacionales, mientras que el económico se debate con una severa desigualdad y el político –ya arcaico- ha sido desgarrado por el caos en los otros dos”. Vaticina Tanner una secesión en ocho partes, determinadas por el predominio de las ideologías políticas en cada una.

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Descansemos de los puntos de vista estadounidenses, quizá prejuiciados. Consultemos el criterio de Andrei Martyanov, ex oficial de la Marina Soviética que se trasladó a Estados Unidos en 1995 para desempeñarse en la directiva de una empresa privada aeroespacial. En Disintegration: Indicators of the coming American Collapse, apunta que “Estados Unidos ya no es una nación. Ni siquiera se acerca a ello (…). Es una falsedad, siempre lo fue, y no puede evitar la desintegración”. El fuerte de Martyanov son las demoledoras cifras. Según la Encuesta de Madres con Niños de doce años y menores, 40,1% reportaron inseguridad alimentaria doméstica desde el inicio de la pandemia. En los años sesenta, la manufactura reportaba 25 % del PIB; ahora, apenas 11% de éste, debido a lo cual cinco millones de puestos de trabajo han dejado el país desde la vuelta de siglo. En 2019, Estados Unidos producía 10,8 millones de vehículos, y China 25,7 millones. (Martyanov: Disintegration: Indicators of the Coming American Collapse, Clarity Press Inc).

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Citemos en fin a Thierry Meyssan, ponderado analista cuyos criterios con frecuencia resultan ciertos: “la población estadounidense vive una crisis de civilización y se dirige inexorablemente hacia una nueva guerra civil, que debería desembocar lógicamente en el fraccionamiento de su país. Esa inestabilidad también pondría fin al estatus de hiperpotencia que aún mantiene Occidente” (“Elección presidencial estadounidense 2020 ¡Abrid los ojos!” ‎https://www.voltairenet.org/article211580.html).

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Carezco de bola mágica para predecir el futuro y de prepotencia para imponer a otros mis deseos. Sugeriría que Estados Unidos deje de interferir en los asuntos internos de otros países y se ocupe de sus propios y gravísimos problemas.

(Luis Britto García)