Dice Juan González (un funcionario colombo-estadounidense con un nombre tan “latino” que parece inventado adrede) que si Gustavo Petro hubiese sido el candidato favorito para ganar las elecciones hace 40 años, Estados Unidos no hubiese permitido su triunfo. Y añade que, en caso de permitirlo, habría hecho hasta lo imposible para sabotear su gobierno desde el primer día.
Bueno, vamos por partes. En primer lugar, debemos darle a la declaración de González el peso de confesión que merece y recordar que durante esos 40 años -y mucho más- los capos estadounidenses, sus propagandistas, su aparato de prensa y (más recientemente) sus influencers han negado la injerencia de Washington o la han disfrazado de lucha por la democracia y los derechos humanos.
En fin, el asesor de Seguridad Nacional para el Hemisferio Occidental de Joe Biden reconoce que -tal como se ha denunciado durante tantos años- para ser presidente en el patio trasero hacía falta el permiso de Estados Unidos. Y si alguien llegaba al poder sin esa autorización o si empezaba a gobernar sin obedecer los dictámenes de Washington, pues lo volaban tan pronto pudieran, tal como lo experimentaron en carne propia grandes líderes de sus países, como Rómulo Gallegos (Venezuela), Rafael Calderón (Costa Rica), Jacobo Árbenz (Guatemala), Federico Chaves (Paraguay), Juan Bosch (República Dominicana), Joao Goulart (Brasil), Arturo Illia y María Estela Martínez de Perón (Argentina), Juan José Torres (Bolivia), Víctor Raúl Haya de la Torre (Perú), Salvador Allende (Chile), Maurice Bishop (Grenada), Jean-Bertrand Aristide (Haití) y Omar Torrijos (Panamá).
No es cosa del pasado
Ok, ya no hacen falta más pruebas, entonces, pero vamos a la segunda y engañosa parte de la confesión de González: la que pretende hacer creer que Estados Unidos ya no se comporta así, que lo hacía en un pasado lejano y que la causa era la existencia de la Unión Soviética, es decir, que era culpa del comunismo.
Muy habilidosa esa jugada del señor nacido en Colombia y criado en Estados Unidos, pues la verdad evidenciada por una ristra de hechos es que ese país ha seguido ejerciendo su vocación imperial y su injerencismo más grosero aún después de que se desintegró su archienemigo soviético y, según las evidencias públicas y notorias, hasta el mismísimo sol de hoy.
Una de las mejores pruebas de que Estados Unidos sigue siendo el mismo de hace 40 años es Venezuela. ¿O no derrocaron al comandante Chávez con la evidente participación gringa (con el pequeño detalle diferenciador de que él «¡volvió, volvió, volvió!»)? ¿O no es verdad que a Nicolás Maduro han tratado de matarlo, secuestrarlo, convertirlo en objetivo de cazarrecompensas y reemplazarlo por un pelele, todo ello orquestado en Washington? ¿O no es cierto que el afrodescendiente progresista y moderno Obama nos declaró amenaza inusual y extraordinaria solo por tener un gobierno no autorizado por ellos? ¿O no es cierto que el magnate anaranjado Trump nos cargó de medidas coercitivas unilaterales y bloqueos, incluso en plena pandemia? ¿O no es cierto que el actual gobierno ha seguido con la misma política, salvo uno que otro «alivio»?
Todas esas fechorías made in USA se han perpetrado en los últimos 20 años y algunas son tan recientes como decir la semana pasada. Tal es el caso de ese asunto de ir a Argentina con sus policías extraterritoriales tipo serie de Universal Channel a montar un show con un avión de carga al que Estados Unidos etiqueta como terrorista porque su tripulación es de iraníes y venezolanos.
Aparte de Venezuela, en este siglo la mano gringa ha actuado según sus viejas costumbres en la Honduras de Manuel Zelaya, en la Bolivia de Evo Morales y su larga mano ha estado también detrás de operaciones de lawfare como las que degeneraron en el derrocamiento de Fernando Lugo (Paraguay), Dilma Rousseff (Brasil) y en impedir el retorno al poder de Luiz Inácio Lula Da Silva (Brasil) y Rafael Correa (Ecuador). Estos episodios son todos del siglo XXI, lejos de esos 40 años que estableció Juan González como época de las tropelías.
La verdad es que quien se haya tragado el anzuelo del burócrata colombo-estadounidense sobre la diferencia entre el Estados Unidos del cowboy Ronald Reagan y el Estados Unidos del senil Biden es de una ingenuidad rayana en la pendejería, como dijo una vez en clase el venerable profesor Alexis Márquez Rodríguez, refiriéndose a una compañera que siempre andaba caída de la mata.
Ajá, pero el mayor peligro de caer en esas trampas cazabobos es que alguien en funciones de gobierno en este vecindario se relaje y diga: «¡No, vale, no seamos paranoicos, que ya Estados Unidos no se porta como hace 40 años!». El que incurra en semejante exceso de confianza ya puede ir despidiéndose de su condición de gobernante, porque la política exterior estadounidense no ha dejado de ser injerencista e imperialista y, muy por el contrario, estamos en una etapa de «fiera herida» en la que su peligrosidad aumenta exponencialmente y de manera proporcional a sus derrotas estratégicas en Europa oriental y Asia frente a Rusia y China.
Y, claro, uno de los primeros que debe redoblar sus precauciones en este sentido es precisamente Gustavo Petro, presidente de Colombia y compatriota a medias de Juan González, porque esa historia de lo que hubiese pasado hace 40 años tiene toda la pinta de ser una mafiosa advertencia del tipo «¡No se nos descarrile, su mercé!».
Si a ver vamos, ¿qué le cuesta a la pandilla gringa volver al pasado (que ya vimos que no es en realidad pasado) y hacerle la vida imposible a Petro, con el respaldo de la oligarquía, el narcoparamilitarismo y la infame prensa colombiana?
En rigor, es lo que Estados Unidos va a hacer y ya está haciendo. Se supone que Petro lo sabe, pero no está demás decirlo para que quede claro. ¿Verdad?
Candidatos a granel
¿Qué le hace pensar a un individuo relativamente normal (nadie es normal por completo en estos tiempos) que debe presentar su nombre como candidato presidencial, sin tener un liderazgo nacional ni un partido sólido?
Siempre me han interesado las respuestas a esta pregunta, desde aquellos lejanos tiempos en los que cada cinco años salían a relucir los nombres de candidatos a los que se les denominaba «folklóricos», como un tal Pedroza (era tan caricaturesca su aspiración que ni siquiera mencionaban su nombre de pila), Germán Borregales o Alberto Solano.
Una vez que empecé a trabajar en el campo del periodismo político, entendí que para algunos de esos señores ser candidato era un modus vivendi y hasta –en varios casos- un modus operandi.
Tenían un micropartido registrado ante la autoridad electoral, se lanzaban de candidatos y luego negociaban con el mejor postor para que sus pocos votos terminaran repartidos entre las grandes maquinarias. Era parte del juego de acta-mata-voto y una manera de restar apoyo a verdaderas opciones de cambio.
[Un excelso mercader de la política fue, por ejemplo, un señor llamado Amado Cornieles, con el partido Opina, que aún anda por ahí activo (el partido, no el señor). El hombre negociaba aquí y allá y siempre tenía escaños en el Congreso, donde seguía negociando para apoyar o rechazar leyes. Un verdadero genio. Pero ese es un tema colateral].
En los años 80 conocí a Gonzalo Pérez Hernández, quien llegó a la política de la mano del malogrado outsider Renny Ottolina y luego fue él mismo, candidato presidencial (algunos no tan jóvenes recordarán aquellos murales y afiches que decían «Gonzalo habla claro»). Como fuimos amigos, traté de aprovechar la confianza para preguntarle directamente qué carrizo llevaba a un ser humano a emprender una cosa tan cansona e inútil como lo es una campaña electoral presidencial a sabiendas de que no se iban a sacar sino un puñado de votos, la mayoría de los cuales serían robados por la temible liga AD-Copei. Gonzalo me dijo una vez que era algo simbólico y que, por supuesto, él nunca se imaginó con la banda presidencial cruzada en el pecho. Esa fue su respuesta, pero, francamente, me dio la impresión de que esa vez no me habló claro.
En fin, en estos días he vuelto a esa pregunta, sobre todo porque he visto a gente de todos los pelajes políticos y morales postulándose o insinuándose públicamente como posibles candidatos presidenciales, ya sea como opción para las primarias opositoras o como alternativas independientes.
Es natural que quien se ofrece como candidato de inmediato pronuncie discursos triunfalistas, pues nadie va a asignarse esa condición para decir «yo sé que no tengo el menor chance, pero igual me propongo porque quiero ponerlo en mi currículum o escribirlo en mis memorias». Entiendo eso, reitero, pero no deja de asombrarme el grado de narcisismo y de delirio implícito en tal conducta.
El grupo de precandidatos y candidatos es tan amplio y variado que hasta se podría hacer una taxonomía: los con partido; los sin partido; los con medio partido; los excandidatos con derecho adquirido; los exiliados-prófugos; los autoexiliados que no han vuelto porque viven muy bien con su coba de perseguidos políticos; los que dicen haber sido ungidos por el Departamento de Estado; los que dicen haber sido ungidos por su apá y su amá; los que han sido mencionados por alguna encuestadora; los de la lista de Forbes; los que recibieron una revelación divina; los que se convencieron de que son líderes porque están en veinte grupos de Whatsapp y allí son muy populares… y, por supuesto, los mercaderes que siempre han existido y que andan buscando un mecenas que les crea el cuento y les llene los bolsillos.
Tal vez comentaristas como yo estemos equivocados y resulte ser que alguno de entre esos que hoy parecen ser locos, ególatras, caprichosos o aventureros surja un auténtico líder. Así de sorprendente puede ser la vida. Y, como diría un sabio popular, cada loco con su tema y la culpa no es del ciego, sino de quien le da el garrote.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)