Hay que entender algo de la psicología del escuálido (no de todo opositor, sino del escuálido específicamente), y es que tiene zonas en las que le resulta especialmente difícil, imposible podría decirse, admitir que el chavismo ha obtenido una victoria. Y uno de esos campos es el internacional, el de las relaciones exteriores y la diplomacia.

Por eso es que estos han sido días duros para el escualidismo. Una cosa es que acá dentro, en la cotidianidad doméstica, sus líderes más prominentes vayan cosechando derrotas y desaprovechando oportunidades, y otra muy distinta es que les metan nocaut en el escenario en el que las personas de esa tendencia política han llegado a creerse superiores e invencibles.

Ver a su odiado y, sobre todo, menospreciado Nicolás Maduro, moverse con gran destreza en la cumbre llamada COP 27, en Egipto, hacer contacto con presidentes de países a los que esas personas consideran con autoridad para mandar en el planeta, es más de lo que pueden soportar, al menos sin tener explosiones y rabietas.

Aquí confluyen varias razones. La primera de ellas es el acendrado supremacismo de la derecha, que abarca lo racial, lo social, lo intelectual-académico y lo netamente político.

Estas personas, aun perteneciendo ellas mismas a los grupos étnicos que han sido segregados desde tiempos coloniales (negros, indígenas, mestizos, zambos y demás superadas clasificaciones), sostienen firmemente que las relaciones internacionales son coto cerrado de los “blancos” o, en dado caso, de individuos blanqueados, ya sea por tener recursos económicos o por haber estudiado en instituciones educativas certificadas por el statu quo  y, sobre todo, por profesar las ideas de la “raza” dominante.

[A esas personas les hicieron creer (y ellos se esfuerzan en seguir creyéndolo) que son superiores a cualquier compatriota que sea o parezca ser pobre. Ojo, esto no significa que todos los escuálidos sean ricos. Muy pocos, en verdad, lo son. Pero se creen ricos por poseer una que otra propiedad y, en algunos casos, inclusos sin tener nada. Sin embargo, ese es un tema aparte].

Es por ello que el escuálido promedio tiene dolor de cabeza desde 1999, cuando la conducción de la política internacional de Venezuela pasó de las manos del ilustre blanco, mantuano y socialcristiano Rafael Caldera a las del zambo, campesino, pobre y socialista Hugo Chávez.

Cuando eso acababa de ocurrir, el naciente escualidismo (bueno, lo naciente era el concepto, no la manera de estar en el mundo, pero ustedes me entienden) se dedicó a pronosticar la horrible debacle que iba a sufrir nuestra política exterior al caer en manos plebeyas.

Aquí debemos hacer una referencia histórica. No es cierto que hasta entonces nuestro desempeño internacional hubiese sido maravilloso y estrictamente profesional. Sí tuvimos buenos cancilleres, con un sentido nacionalista (en mi opinión muy personal, uno de ellos fue justamente el último de la IV República, Miguel Ángel Burelli Rivas), y tuvimos excelentes embajadores que defendieron nuestros intereses. Pero si a usted le aseguran que en aquel tiempo la nuestra era comparable con la política exterior de México, de Brasil o de Colombia, permítame decirle que le están mintiendo con el mismo truco que cuando le dicen que antes de Chávez acá solo había polarización entre caraquistas y magallaneros.

Pero la disonancia cognitiva y el consecuente enfado de este segmento opositor se puso peor cuando notaron que, en contra de todos esos pronósticos, el teniente coronel (lo llamaban así para poner en evidencia que no era general, es decir, que no pertenecía a la élite militar) desarrolló una política internacional exitosa que, por mencionar apenas una muestra, revitalizó a la Organización de Países Exportadores y Petróleo (OPEP), creación del acciondemocratista Juan Pablo Pérez Alfonzo, cuya ruina habían permitido (o negociado) los sucesivos gobiernos, a pesar de tener lumbreras  en la Cancillería.

Con la fuerza del liderazgo de Chávez cristalizaron, además, mecanismos  de integración inéditos que desplazaron a los fallidos intentos anteriores de unión latinoamericana y caribeña y le plantaron cara al bien llamado Ministerio de Colonias, la Organización de Estados Americanos (OEA), todo ello para atizar más el despecho oposicionista.

La vergüenza del autobús

Si tener a Chávez como jefe de Estado y líder internacional ya era una pesada carga para este sector de la población, su indignación llegó al paroxismo cuando el comandante nombró canciller a Nicolás Maduro. Allí sí es verdad que se desataron todos los demonios  porque, según decían los ofendidos, al menos Chávez era licenciado en Ciencias y Artes Militares y había hecho “unos cursos ahí” para llegar a ser teniente  coronel, pero Maduro venía de ser sindicalista y… ¡un autobusero, por Dios!

Siempre recuerdo a un integrante del jet set diplomático de la IV República que escribía artículos de esos que Chávez llamaba “sesudos análisis” en los que utilizaba la pretendida ironía de referirse al ministro de Relaciones Exteriores como “el conductor de la Cancillería”, haciendo ver que en el tiempo pasado, Maduro solo hubiese entrado a la Casa Amarilla, por el lado del estacionamiento, como chofer de alguna excelentísima eminencia.

Ahora bien, si se hace un análisis desprovisto de esos arranques racistas y academicistas, habrá que concluir que en la larga etapa de Nicolás Maduro como canciller, Venezuela alcanzó varios de los mayores logros de política exterior del período democrático, entre ellos la formación de la Unión de Naciones de Suramérica (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

Eso es mucho más de lo que pueden exhibir algunos de los anteriores cancilleres, sujetos blancos o blanqueados que iban a las reuniones internacionales con paltó levita y sombrero de copa.

Y esa gestión como canciller de Hugo Chávez le dejó a Maduro algo que no se vio en el momento, pero que ahora se ha revelado como, tal vez, lo más importante: hizo de él un diplomático realmente avezado, pese a no haber estado nunca ni siquiera cerca de entrar a una escuela de Relaciones Internacionales.

Por supuesto que enfrentarse a ese hecho es también un motivo de ruptura del antichavista rabioso con su profunda convicción de que Maduro es bruto, ignorante y torpe. Porque, vamos ver: ¿podría alguien con tal déficit de inteligencia, conocimiento y habilidad ir a un encuentro y “montarles emboscadas” (así lo presentaron los aporreados medios globales, también en onda de llantina) al presidente de Francia, Emmanuel Macron; al primer ministro de Portugal, António Costa, o al exsecretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry?

Arena perdida

Volviendo a las razones (o a las sinrazones) de estos berrinches escuálidos por las exitosas e impactantes  jugadas del gobierno constitucional en la esfera geopolítica, debemos señalar que para buena parte de la oposición partidista y mediática lo internacional era una arena conquistada irreversiblemente, en la que el chavismo nunca podría poner un pie.

Esta pretensión  se había alimentado de la agresión  puesta en marcha por el afroblanqueado Barack Obama de declarar al país amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad de Estados Unidos, seguida luego por todas las agresiones criminales del supremacista blanco Donald Trump y su patota, impulsores de la estratagema del gobierno interino, que incluyó la creación del Grupo de Lima, un ejemplo egregio del tipo de diplomacia oligárquica que el escualidismo admira y echa de menos.

Los escuálidos (que son, insisto, una parte de la oposición, no toda) se apresuraron a dictaminar que con semejante cerco, en el que se incluye una recompensa millonaria por su captura vivo o muerto, Maduro no iba a poder ejercer nunca más acción alguna de política exterior. Era un paria global.

No obstante, el mundo siguió dando vueltas, los títeres de Lima fueron perdiendo, uno a uno, sus cabezas; Trump quedó fuera, derrotado por un viejito dormilón; Estados Unidos está a punto de perder su hegemonía, y en el trance se lleva en los cachos a una obsecuente Europa. Y en ese contexto, retorna el excanciller de Chávez, como pez en el agua turbulenta de una cita multilateral. ¡Qué rabia, caballero!

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)