Algunos dirigentes de la oposición partidista y mediática creen que pueden negociar y obtener sustanciales concesiones de su contraparte, apoyándose en la fuerza que tuvieron en su mejor momento y no en la que tienen ahora. Una creencia ilusa.  

Se trata de un error de perspectiva bastante común, según dicen los expertos en la gestión de conflictos, y un despropósito que causa enormes bajas en las guerras y también grandes pérdidas en conflictos no (tan) bélicos. 

No parecen darse cuenta (no quieren hacerlo, tal vez) de que la capacidad de obtener provecho en una negociación varía con el paso del tiempo, sobre todo cuando en ese trayecto temporal se producen cambios estructurales y coyunturales internos y geopolíticos.  

La posibilidad de obtener resultados de una negociación depende proporcionalmente de los elementos que cada parte posea o simule poseer en la actualidad, ya sea a su favor o en contra del adversario. Los que haya poseído o simulado poseer en el pasado no tienen el mismo efecto. 

Si tengo la fuerza para causarle a la contraparte un perjuicio físico, moral, económico, político o lo que sea, puedo exigir más de ella que si no represento amenaza alguna o si mis posibilidades de afectarla son precarias. Peor aún es la situación si ya he usado esas armas, he causado daños, pero el adversario ha resistido y se ha fortalecido. 

Suena elemental, pero alguna gente no termina de entenderlo. Otros asimilan el concepto general, pero no captan ese aspecto fundamental: la escala de fuerza-debilidad no es estática, sino que varía, oscila con el paso del tiempo y de las circunstancias. 

Para aportarle el valor ilustrativo del ejemplo, digamos que algunos de los líderes opositores (repito, partidistas y mediáticos) quieren poner en la actual mesa de negociación las que fueron sus fortalezas hace entre tres y siete años, en lugar de arreglarse con lo que hay en el ahora. 

Y esto tiene un agravante: muchas de esas “fortalezas” que tuvo la oposición a lo largo de ese tiempo pretérito eran reales, pero otras tantas eran falsas o, al menos, infladas artificialmente, con esteroides mediáticos y de redes. 

Fueron fuertes

De 2013 a 2020, para comenzar en el punto más lejano de ese período, los factores empresariales internos y externos conspiraron para sumir al país en un tiempo horrible de escasez de productos básicos, devaluación galopante, hiperinflación y desempleo que generaron miseria, hambre, desnutrición y descontento generalizado.  

En 2015, el afroblanqueado Barack Obama decretó que nuestro modesto país era una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional del poderosísimo e hiperarmado Estados Unidos, abriendo así la puerta a una serie de agresiones y amenazas económicas, diplomáticas, políticas y militares que aún no han cesado. 

En 2017, el ala pirómana opositora tomó el mando de ese sector de la población y logró quebrantar la paz social del país durante más de cuatro meses, atizó disturbios focales, pero intensamente difundidos en el mundo como si fueran generalizados, que nos llevaron al borde de una guerra civil. Con esos desórdenes y la consecuente respuesta del Estado, lograron algo que sirve de mucho (es repugnante, pero es así) en una lucha por el poder: personas muertas. 

En 2019, casi todos los factores opositores coaligados asumieron la estrategia impuesta por Estados Unidos de desconocer al gobierno constitucional de Venezuela y reconocer a otro, autoproclamado, causando una profunda crisis política y disparando la excusa para intensificar el bloqueo económico, las medidas coercitivas unilaterales, los sabotajes a servicios públicos, el robo de activos venezolanos en el extranjero y hasta operaciones paramilitares y mercenarias. 

Al ambiente nefasto de ese tiempo se sumaron los problemas nacionales derivados de la corrupción, la ineficiencia y el burocratismo, que han afectado al gobierno del presidente Nicolás Maduro y que mermaron la capacidad de sectores tan fundamentales como el petrolero para producir ingresos nacionales. 

Todas estas acciones derivaron en una enorme e inédita ola migratoria que llevó a cientos de miles de venezolanos (varios millones, según la campaña internacional) a otros países, causando serias heridas a la unidad familiar. 

La suma de todas esas desgracias llegó a ser –haciendo un análisis descarnado– una manifiesta fortaleza para los opositores. De haberse sentado, con sentido estratégico, a negociar en ese período habrían tenido mucha más fuerza de la que tienen hoy en día. Pero no quisieron hacerlo o, mejor dicho, recibieron instrucciones de no hacerlo porque la idea prevaleciente entonces era que no hacía falta. Los cabecillas de esas ofensivas pensaron que si podían ganar por nocaut fulminante, no tenían ninguna razón para detener la pelea y llegar a un acuerdo. Querían rematar de una buena vez y se sentían “guapos y apoyaos”, como suele decirse. 

Son débiles

El tiempo ha pasado y todos esos puntos a favor se han ido debilitando objetivamente hasta llegar incluso a desaparecer, pero los dirigentes partidistas y mediáticos los siguen erigiendo como si estuvieran vigentes de manera plena.  

Veamos, por ejemplo, el aspecto socioeconómico. Al margen de la fanática y casi siempre banal discusión sobre si “Venezuela se arregló” o no, lo que parece irrefutable es que para un sector importante de la población, la situación general es mejor que entre 2016 y 2019 [En algunos casos, ligeramente mejor; en otros, groseramente mejor, pero el de la desigualdad es un tema aparte].  

Tal vez para el grueso de las venezolanas y los venezolanos esa variación no signifique que estén bien, sino que no están tan mal como estuvieron en ese período. Entonces, cuando los actores opositores pretenden invocar “la gravísima situación económica” como un elemento de negociación, encuentran que el argumento ha perdido potencia. 

Y el transcurso del tiempo no solo los desfavorece porque el cuadro general haya mejorado, sino también porque también ha dado muchas vueltas el debate sobre las reales causas de las espantosas calamidades que hemos vivido en años recientes. Y en esos giros no son pocos los que se han dado cuenta de que tales infortunios fueron, en buena medida, inducidos artificialmente, con malévola saña, para provocar el “cambio de régimen”.  

Entonces, ¿qué tanta credibilidad puede tener un dirigente de la derecha frente a un venezolano opositor o niní que lo oiga usar el argumento de la debacle económica y social si tiene ya serios indicios de que ese mismo líder y otros de la misma bandería, hicieron todo lo posible para causar daños al aparato productivo y a la sociedad toda con tal de obtener el poder político?  

La percepción sobre la corrupción es otro de los puntos en los que los opositores han perdido fuerza. No porque se haya dado una solución estructural al asunto, sino porque entre 2019 y este año ha ocurrido el insólito fenómeno de una oposición que, mediante la ficción del interinato, ha depredado más recursos que los funcionarios corruptos del gobierno legítimo. Comparativamente, los jefes opositores que están negociando tienen mucha menos autoridad moral para hablar de este tema de la que tenían hasta 2018, es decir, antes del vergonzoso experimento Guaidó

Algo parecido ocurre con el punto de la crisis migratoria. Alcanzó su apogeo en el segundo lustro de la década pasada y, aparte de su condición indiscutible de fenómeno real, fue insuflado para que se viera todavía más dramático por un aparataje político, diplomático, oenegista y mediático gigantesco y multinacional. Todo el poder del sistema hegemónico capitalista se empeñó en pintar el éxodo venezolano como “la peor crisis migratoria de la región en un siglo”. 

Pero, de nuevo, el tiempo surtió un efecto moderador de esos hiperbólicos enfoques. Los mismos connacionales que migraron pudieron experimentar (en algunos casos, en forma trágica) cómo es que realmente funciona el resto del mundo y cómo los otros países no eran tan paraísos como les hicieron ver… ni Venezuela tan infierno. 

Los brotes de xenofobia contra los migrantes venezolanos (incentivados por notorias figuras del “gobierno interino”) desgastaron el argumento de la crisis migratoria, obligaron a una parte de la gente a retornar y disuadieron a otros de partir. En suma, al momento presente, la narrativa de los siete millones de venezolanos desterrados, refugiados, desplazados, etcétera, ya no tiene la misma contundencia que llegó a tener, especialmente desde que Estados Unidos canceló su política de mano blanda para los migrantes venezolanos ilegales. 

Dejemos para el cierre el punto de las “manifestaciones”, que la oposición ha usado como mecanismo de presión en varias ocasiones, siendo la más cruenta la de 2017. Y fue precisamente por esa experiencia que tal vía, en su versión pirómana, se ha cancelado desde entonces casi por completo. Los mismos opositores comunes (los dirigentes no) se convencieron de lo insensato que es tentar los demonios de una guerra civil. 

Cuando se produjo la autoproclamación, los partidos que la respaldaron procuraron reactivar las acciones “de calle”, especialmente marchas y mítines. Hubo algunas movilizaciones, pero de manera rápida se diluyeron, entre otras razones por la falta de liderazgo auténtico y de poder de convocatoria del personaje al que se le dio el encargo de encabezar el movimiento. Hoy en día, ni esa persona ni nadie más entre los muchos aspirantes a sucederlo parecen tener la capacidad para “calentar la calle” y menos aún para lograr grandes manifestaciones pacíficas. Esa es otra herramienta que la oposición no tiene para negociar. 

¿Qué les queda en el arsenal?

Tras el balance de cómo el paso del tiempo ha atenuado y hasta borrado por completo algunas de las “ventajas” que había sacado la oposición de cara a una negociación política, cabe preguntarse qué les queda en el arsenal a los integrantes de la coalición global-local de la derecha. 

La respuesta simplificada es que, de momento, solo tienen el bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales, aunque también debilitadas por la falta de resultados o, mejor dicho, porque tuvieron muchas repercusiones abominables para la gente, pero no el resultado político que esperaban sus impulsores. 

Esta, por cierto, es la razón por la cual la Unión Europea renovó sus así denominadas “sanciones” contra Venezuela, a pesar de que Emmanuel Macron se mostró amistoso y hasta meloso (¡oh, la la!) con el presidente Maduro en Egipto. Después de todo, tiene lógica porque sin las medidas coercitivas unilaterales solo les quedaría sacar la bandera blanca. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)