¿La corrupción mata, lesiona, derrama sangre, es un crimen violento? Es una pregunta sobre la que vale la pena reflexionar en estos días de la pasión de Cristo y de la caída en desgracia de una parte de nuestra variada fauna de corruptos, acontecimiento que los más optimistas aprecian como el inicio de una resurrección moral.
Seguramente es un tema para intensos debates y largas disquisiciones jurídicas, de esas en las que abogados y abogadas hacen esgrima con conceptos como intencional, culposo, preterintencional, premeditación y alevosía, penas corporales y no corporales, presidio, prisión, interdicción, atenuantes y agravantes.
Siendo lego en materia legal, creo que las organizaciones montadas para la corrupción comenten delitos violentos, contra la vida y la integridad de otras personas, ya sea porque las privan de alimentos o medicinas (por ejemplo) o porque, en su afán de sostener el necesario secreto de los negocios ilícitos, derivan hacia los crímenes comunes y hacia abusos de poder cometidos en complicidad con funcionarios policiales, militares y judiciales también corruptos.
La autoimagen del corrupto
Todo comienza con la imagen que proyectan los implicados y la que quieren tener de sí mismos. El delincuente de cuello blanco aparenta que no es delincuente, sino alguien habilidoso, astuto, pilas, vivo, avión o cualquiera otra de esas palabras de sesgo positivo para referirnos a los pícaros a las que nos han acostumbrado desde los tiempos coloniales, cuando nos llegaron por acá los europeos, casi todos malportados, pillos, corsarios y filibusteros.
Algunos van más allá de querer aparentar decencia: están convencidos, en su fuero interno, de que son gente de éxito, merecedores de una vida de lujos y exclusividades. Nada que ver con un forajido.
Incluso, parece que en el caso de las personas de origen pobre que amasan fortunas indebidas, el mecanismo, pese a ser delictivo, es racionalizado como una forma válida de redención, un ascenso válido en la escala social. Y por eso es que se sienten obligados a ostentar sus viviendas, vehículos, negocios, ropas, calzados, joyas, viajes, operaciones estéticas, restaurantes favoritos, visitas a discotecas y paremos de contar exquisiteces.
Una parte de los delincuentes de cuello blanco tal vez no estén tan alienados y se acepten como lo que son: ladrones. Pero es de suponer que incluso estos personajes más sinceros respecto a sí mismos hacen una diferencia entre ellos y los choros vulgares, los malandros, asesinos, violadores, secuestradores, atracadores y otros especímenes por el estilo. No permiten que los junten con esa chusma violenta.
Es, a todas luces, un asunto para ser analizado también por psiquiatras y psicólogos, pues allí opera un mecanismo de autodefensa. La persona en este trance no quiere, por nada del mundo, que la equiparen con un bandido común. Y un argumento para hacer la diferencia está, precisamente, en que “yo no he matado ni atracado a nadie, lo mío es pura inteligencia”.
Pero, ¿es cierto eso? A mí me parece que no lo es, pues resulta evidente que cuando un funcionario y un empresario (la corrupción siempre opera en binomio) se apropian de aquello que debía ser utilizado para el bien colectivo, están perpetrando un robo tan robo como el “quieto” de un atracador care’culpable que actúa pistola en mano.
Y si el asalto al patrimonio estatal ocurre en instituciones o programas que tienen a su cargo la alimentación de los más vulnerables, la salud pública o los servicios básicos, esos corruptos son, sin duda, asesinos, pues es lógico suponer que como consecuencia de las fallas y los desarreglos que causan, mueren personas desnutridas, enfermas o carentes de asistencia oportuna.
Entonces, podríamos erigir acá una hipótesis jurídica y moral: los corruptos son autores de crímenes violentos, de sangre, no sólo estafadores espabilados.
La sinergia criminal
Pero, más allá del complejo asunto de los autoconceptos y de las discusiones psiquiátricas y forenses, la realidad de muchos delitos de cuello blanco es que, antes o después terminan en el terreno de la criminalidad violenta, sangrienta, actuando contra la vida y la integridad de otras personas.
Parece abstracto, pero no lo es. El punto acá es que las llamadas «tramas de corrupción» puede que comiencen con una argucia contable, a cargo de individuos bien vestidos, calzados y perfumados, con deslumbrantes estudios universitarios, varios idiomas y quién sabe cuántos otros atributos curriculares, pero en algún momento mutan en asuntos turbios en los que aparecen las amenazas, las coerciones, las extorsiones, los chantajes, las golpizas de medianoche y hasta los asesinatos y las desapariciones.
Cuando un grupo de individuos se ha asociado para apropiarse del dinero público, pueden funcionar sin matar, golpear, dañar propiedades de terceros y aplicar todas las modalidades del delito corporal, pero sólo por un tiempo. A partir del momento en que el “guiso” es amenazado por alguien que denuncia (o por un delator resentido o arrepentido), el grupo de corruptos entiende que ha llegado el momento de operar como mafia y empezar a romper huesos y hacer que corra sangre. Esa es la historia de todas las organizaciones gangsteriles, y la corrupción lo es, ¿alguien lo duda?
No por casualidad, esa sinergia entre delincuencia de gente fashion y hampa común suele tener como víctimas a los denunciantes, es decir, esos fastidiosos seres honestos que se entrometen en las ingeniosas operaciones y amenazan con abortarlas.
El modus operandi es más o menos así: si el denunciante (a este nivel ya llamado sapo, pajúo u otro nombre por el estilo) está dentro del organismo público o la empresa privada donde actúa el grupo corrupto, las primeras gestiones se orientan a aplacar sus ánimos de transparencia administrativa ofreciéndole una tajada. Si no se pliega, se le aplica el ácido laboral (degradaciones, congelaciones, solicitudes de renuncia, despidos).
Cuando aun así la persona se empeña en resistir y persiste en sus cuestionamientos es cuando una banda delictiva de cuello blanco da el siguiente paso, el que la ubica en el terreno de la violencia mafiosa.
En esta encrucijada hay dos opciones: derivar el asunto a hampones de nivel inferior o poner en funcionamiento la temible maquinaria policial-judicial corrupta trituradora de gente.
En la primera opción, la pandilla corrupta pasa a asociarse con criminales comunes, para que convenzan al rebelde con argumentos sólidos, tales como dientes sacados, brazos rotos, hematomas aquí y allá, o, en el peor de los casos, el asesinato del denunciante o de alguno de sus familiares.
A veces basta con la amenaza directa. Al honesto acusador le llegan mensajes de Whatsapp con voces del tipo “Tocorón City”, exigiéndole que deje de “echar paja” o le van a ocurrir cosas feas en carne propia o en la de sus familiares. O bien se le acerca un extraño en la calle y le deja el mensaje en medio de escalofríos.
La conexión entre funcionarios corruptos y pranes de bandas debe salir a relucir de un momento a otro, si las autoridades siguen investigando a fondo. Los asesinos de alta peligrosidad se ocupan del trabajo sucio, igual que en las historias gangsteriles, mientras los encorbatados siguen degustando manjares gourmet preparados por sus chef particulares.
En la segunda opción, tremendamente aberrante, el ciudadano empeñado en denunciar termina siendo denunciado, detenido, investigado, procesado judicialmente y condenado por el mismo delito que quiso evitar o por otro, inventado por la policía cómplice, imputado por un fiscal que forma parte del complot y sentenciado por un juez ídem.
En los casos de corrupción develados recientemente -y en los que todavía no han salido plenamente a la luz-, se observan estas prácticas perversas en las que los cabecillas de cuello blanco se han visto en riesgo de ser descubiertos por inoportunos contralores espontáneos y han llamado bien sea a matones vulgares o a falsos agentes de la ley para que les den un escarmiento a los que andan jurungando por ahí, donde no los han llamado.
La relación entre funcionarios corruptos e individuos de los cuerpos de seguridad del Estado, Ministerio Público y tribunales es tan terrorífica como la anterior y ya se ha tragado a muchos ciudadanos que pretendieron custodiar el patrimonio público y han visto desgraciarse sus vidas y las de sus parientes.
Como si lo anterior fuera poco, también hay que poner en la ecuación las actuaciones de los paramilitares que se han infiltrado en Venezuela durante las últimas décadas y que ya han demostrado que pueden actuar como brazos armados de los grupos más depravados: golpistas, magnicidas, narcotraficantes, así que perfectamente pueden prestar sus “servicios” a las bandas de corruptos.
[A riesgo de sonar reiterativo voy a decir, una vez más, que la principal fuerza en la lucha contra la corrupción son los trabajadores, los líderes sociales y los ciudadanos comunes, en ejercicio de la contraloría social. Pero muy poca de esa valiosa gente va a colaborar con estas cruzadas si tienen el temor de que serán ellos y ellas los que van a resultar desmejorados laboralmente, despedidos, privados de libertad y sentenciados públicamente en tribunales mediáticos.
Para recuperar la confianza de las personas comunes en la efectividad de la denuncia y en que esta no será un búmeran que les dará en la cara, es imprescindible que los funcionarios que han incurrido en las malas prácticas de condenar públicamente, sin respeto al debido proceso, hagan un gran esfuerzo de humildad y se disculpen con los afectados y ante el país.
Pero -y en esto seré de nuevo lo que antes se llamaba “un disco rayado”- no creo que lo hagan. Por lo contrario, han dado demostraciones de que insistirán en una cuestionable conducta que, en su momento (hemos de creer que sin intencionalidad), protegió a los corruptos. Pero ese es un tema aparte].
La corrupción incentiva los demás delitos
Otra de las razones por las que los delitos contra los fondos públicos deben ser considerados violentos y de sangre es porque la corrupción estimula el crecimiento de las otras modalidades delictivas. El enriquecimiento acelerado y el estilo de vida ostentoso de los funcionarios ladrones y de sus testaferros y socios empresariales hacen que el entorno de estos grupos se sienta inclinado a asumir cualquier forma parecida de vivir la vida. Es un estímulo adverso para la honradez, la solidaridad, el trabajo y el estudio.
Los delincuentes de cuello blanco, al apoyarse en malandros y asesinos comunes para sus “trabajos sucios” alimentan los negocios de estos últimos.
Asimismo, la corrupción se entremezcla con otras formas de delincuencia organizada, como el narcotráfico, pues los cabecillas de las redes de distribución de drogas saben que los funcionarios corruptos son vulnerables a las tentaciones de la riqueza súbita. No es por casualidad que ya antes de esta ola de escándalos se habían detectado varias expresiones del auge de la narcopolítica entre parlamentarios y alcaldes.
Entonces, ¿la corrupción es un delito violento?
Aquí vale hacer de nuevo la pregunta de arriba: si una organización conformada por hampones de astucia, supuestamente pacíficos, debe recurrir al homicidio o a las lesiones personales (o a la amenaza de cometer tales hechos punibles) para evitar que se descubran sus fraudes, ¿es o no una banda criminal común, igual a esas cuyos pranes suelen presentarse en las redes sociales apertrechados con armas de guerra?
Estas consideraciones tal vez resulten inútiles o luzcan como bengalas para distraer la atención, pero apuntan a algo medular: ¿qué tipo de castigo penal y moral merecen los delitos contra el patrimonio público?
Hasta inicios de este año, el trato para esas personas ha sido preferencial en cuanto al plano judicial: penas benévolas, lugares de reclusión especiales, casa por cárcel para algunos, poco o ningún castigo pecuniario (por ejemplo, la obligación de resarcir 40 % de lo desfalcado… ¿y el otro 60 %?). En la esfera moral, se han visto casos de penados por corrupción que cumplen sus muy suaves condenas y luego vuelven a ser figuras de “gran prestigio social”.
Si se cavila sobre las muertes, las lesiones, las enfermedades no curadas, el hambre, la desnutrición, el retraso y la deserción escolar que las fechorías de los corruptos causan, habría que convenir en que merecen las mismas penas contempladas para los delitos violentos, en los que se derrama sangre, se hace daño material y emocional, se causa dolor físico.
Más allá de lo jurídico, podríamos dejar acá, como cierre, otra hipótesis (tal vez, una simple conjetura): Sólo cuando la sociedad en general deje de celebrar las “astucias” de los depredadores del dinero público y empiece a verlos como los peligrosos malandros que son, las operaciones contra la corrupción tendrán resultados permanentes.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)