sábado, 2 / 11 / 2024

Los «limpios» y los «sucios» en la lucha libre de la legalidad hegemónica global (+Clodovaldo)

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La confrontación política en Nuestra América se asemeja más a la vieja lucha libre que a deportes de combate «serios» como el tradicional boxeo o el brutal full contact.

Recuerdo vagamente el programa de lucha libre en la televisión venezolana de los años 60, tal vez principios de los 70. Llevaba el nombre en inglés Catch as catch can (traducible como agárrate como sea) y consistía en espectaculares, aunque falsos, enfrentamientos entre los luchadores limpios o técnicos y los sucios o rudos. 

Los limpios peleaban respetando las reglas y a los árbitros y jueces, mientras los sucios se pasaban esas normas y autoridades por el forro de sus feas máscaras.

Los limpios sólo combatían dentro del ring, durante el tiempo pautado, utilizando su fuerza y habilidades, sin golpes bajos ni trucos; los sucios luchaban donde fuera, dos o tres contra uno, seguían aporreando después de sonar la campana y subían armados o con sustancias prohibidas.

Volviendo a la comparación, encuentro similitud no porque los políticos se metan golpes de embuste (aunque a veces sí lo hacen), sino por la siguiente característica: algunos competidores deben observar estrictamente las leyes y normas, mientras otros parecen estar exonerados de eso y hacen lo que les viene en gana.

Si se hace una revisión de la historia reciente —y del presente más candeloso—, se puede concluir que en varios de nuestros países, los políticos de izquierda (o, sencillamente, con algunas ideas de equidad social) deben pelear con estricto apego a la ley, so pena de ser descalificados o tildados de dictadores, usurpadores o terroristas; mientras los líderes de derecha y, sobre todo, de ultraderecha, pueden ignorar las regulaciones y contar con la complicidad o la condescendencia del resto del mundo y de los poderosos medios de comunicación.

Lo más inquietante de esto no es  que las élites de la derecha pisoteen el ordenamiento jurídico y deontológico que, se supone, son los cimientos de la  democracia liberal que pregonan. No inquieta porque esa es la naturaleza de la mayoría de las organizaciones políticas burguesas. Lo preocupante es que son muchos y muy notables los líderes progresistas que parecen no comprender ese desequilibrio o, peor aún, lo entienden y lo aceptan como válido. Revisemos en nuestros registros y en algunos de los vecinos.

Venezuela y su larga historia

Hugo Chávez ganó las elecciones de 1998, regidas por leyes del sistema político puntofijista y, para cumplir su principal promesa electoral, tomó medidas para modificar la Constitución. Lo hizo en consulta con el electorado y con una sentencia previa favorable de la entonces Corte Suprema de Justicia. Es decir, peleó limpio, digan lo que digan.

Pero los poderes desplazados consideraron que era su derecho restaurar el ordenamiento jurídico derogado, edificado a la medida de sus intereses, aunque para ello fuera necesario recurrir a los atajos violentos. Desde un principio han peleado al modo sucio.

El 12 de abril fue el mayor y más claro intento de la oligarquía criolla, con la evidente tutela estadounidense, para cambiar un gobierno de izquierda derogando, de facto, Constitución, leyes, decretos con fuerza de ley y reglamentos, es decir, todo el andamiaje jurídico del país.

Ese día también descubrió sus cartas la clase política de Estados Unidos, principal propagandista de las sacrosantas formalidades democráticas, siempre preocupada por el respeto a la legalidad, pero que procedió a aplaudir el decreto de tierra arrasada del efímero dictador Pedro Carmona Estanga.

Los organismos internacionales, con la Organización de Estados Americanos como buque insignia, también mostraron su doble rasero en esas pocas horas. Se supone que ante la ruptura del hilo constitucional, la OEA debió revisar el caso bajo la óptica de la tan cacareada Carta Democrática Interamericana (que estaba en su primer año de vigencia), pero, por lo contrario, se sintonizaron en la misma onda celebratoria que Washington (Bueno, la coincidencia no es sorprendente, pero valga recalcarla con fines históricos).

Las ONG defensoras de derechos humanos demostraron igualmente que sus proclamas en favor de los oprimidos dependen del signo político del gobierno que oprima. Los mismos activistas que denunciaban presuntas violaciones por parte de las autoridades chavistas hasta el día 11, se hicieron los ciegos y sordos ante los atropellos cometidos en esas pocas horas contra el presidente y otros funcionarios electos o designados legalmente, dirigentes sociales y ciudadanos que salieron a las calles a protestar.

¿Y qué decir de los medios de comunicación, cómplices necesarios del golpe de Estado, que se guardaron sus discursos legalistas, apoyaron la abolición sumaria del estado de Derecho y, cuando se hizo evidente el contragolpe, optaron por el silencio informativo. Las televisoras y radioemisoras no transmitieron noticias el día 13 y los periódicos no se publicaron el día 14. Los sucios se vieron perdidos y salieron corriendo del ring.

Aquello apenas era el comienzo. Unos meses después comenzó una operación de goteo militar. Oficiales de diverso rango salieron a hacer llamados públicos a la insurrección. Bajo la normativa legal democrática, en cualquier parte del mundo o en cualquier otra época de Venezuela, eso habría sido un delito y, como tal, procesados sus perpetradores. Pero la «comunidad internacional», las ONG y la maquinaria mediática trataron a los alzados como rock stars.

La maleable interpretación del marco legal volvió a evidenciarse en diciembre cuando los partidos opositores, la alta gerencia petrolera y los gremios empresariales violentaron a la vista de todos un puñado se leyes, entre ellas las que regulan el derecho a huelga y la seguridad del Estado. 

A lo largo de toda la historia previa de las relaciones laborales, los patronos habían sido enemigos acérrimos de la paralización de actividades como mecanismo de presión para obtener reivindicaciones. Muchos dirigentes sindicales fueron asesinados, golpeados, detenidos, torturados o despedidos por encabezar paros laborales ajustados a los requisitos establecidos en las leyes. En cambio, la de finales de 2002 y comienzos de 2003 era una huelga patronal, de derecha, contrarrevolucionaria, aunque completamente espuria, si se le juzga por los preceptos de las leyes capitalistas del trabajo. Sin embargo, Estados Unidos, la OEA, los gobiernos conservadores de Europa y América Latina, las ONG y la prensa estuvieron a favor de ese paro.

Las acciones al estilo sucio han seguido. Sería demasiado largo detallar cada una, así que limitémonos a enumerarlas: guarimbas; operaciones con paramilitares colombianos; denuncias infundadas de fraude; boicots a las elecciones; descargas de calentera; más y peores guarimbas; intentos de destitución del presidente por un imaginario abandono del cargo; más y recontrapeores guarimbas; autoproclamación de un gobierno interino; intento de invasión con excusa humanitaria; fallido golpe de Estado con plátanos verdes; repetidos sabotajes eléctricos; medidas coercitivas unilaterales; bloqueo, máxima presión; intento de magnicidio con drones; bloqueo a la compra de vacunas en plena pandemia; intento de invasión mercenaria; robos de Citgo, Monómeros, cuentas bancarias y depósitos en oro; ataques cibernéticos electorales; comanditos asesinos y recaudación de fondos para matar al presidente. En estas estamos.

Todas esas estrategias, tácticas, planes o como quiera que se les llame, han estado al margen del juego democrático legal. Por cualquiera de ellas, en la Cuarta República, los responsables la habrían pasado muy mal… O no la habrían pasado. Y si estas acciones hubiesen ocurrido en Estados Unidos o en algún país europeo, ya podríamos imaginar qué les habría pasado a los causantes y cooperadores. Pero como ocurrieron —y siguen ocurriendo— en la Venezuela chavista, las reglas de la democracia burguesa se vuelven en extremo flexibles. Todo está permitido para alcanzar el objetivo del “cambio de régimen”.

El contexto del vecindario

Las reglas de lucha libre según las cuales la derecha puede hacer lo que le parezca, mientras la izquierda debe cumplir las normas al pie de la letra, han sido uno de los factores comunes en la historia reciente latinoamericana.

También sería largo estudiar cada caso, pero al menos nombremos a los líderes que han sido derrotados mediante cuestionables acciones judiciales o confabulaciones parlamentarias: Fernando Lugo, en Paraguay; Manuel Zelaya, en Honduras; Dilma Rousseff y Luiz Inácio Lula Da Silva, en Brasil; Cristina Kirchner, en Argentina; Rafael Correa y Jorge Glass, en Ecuador; Evo Morales, en Bolivia y Pedro Castillo, en Perú.

Ha habido otras tentativas de patear la mesa para sacar a gobiernos tachados como izquierdistas. Se intentó impedir que tomara posesión Bernardo Arévalo, en Guatemala, mientras se mantiene bajo asedio a Xiomara Castro, en Honduras.

Pero si de amenazas se trata, la más seria que ha aparecido en el horizonte es la que se cierne sobre Gustavo Petro, en Colombia, quien enfrenta un típico ataque de lawfare, a cargo de los sectores más retrógrados del país vecino: la oligarquía y el uribismo paramilitarista que sigue controlando parte de la institucionalidad neogranadina.

Y es aquí, en este punto específico, donde aparece la reflexión acerca de los líderes de izquierda, revolucionarios o simplemente, reformistas, que no comprenden esta parodia de legalidad que se aplica a unos y no a otros. O que la comprenden, pero la toleran, vaya usted a saber por qué y, a veces, hasta colaboran para que los “sucios” terminen derrotando a otros “limpios”.

Ver a Petro en el trance de ser atacado por una banda de demoníacos adversarios produce sentimientos encontrados. Por un lado, la evidente solidaridad que merece un líder que arribó al poder en buena lid, enfrentando toda clase de obstáculos y amenazas, y como tal, merece seguir adelante con su mandato. Por otra parte, es inevitable sentir la tentación de decirle que se lo advertimos, señor Petro, que cuando se enfrenta uno al poder imperial y a las clases dominantes domésticas no hay escapatoria posible. Que de nada sirve prestarse de vez en cuando a las tretas de esos luchadores que no respetan ninguna regla ni a ninguna autoridad. Que, al contrario, mientras más blando te vean, más duro te pegan.

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)


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