Muchos aspiran a cambiar el rumbo de la Historia. Lo intentan, invierten tiempo, dinero, recursos, capital político o moral. Realizan operaciones publicitarias y mercadotécnicas para impulsar el pretendido viraje. Pero la historia sólo se deja cambiar de rumbo muy de vez en cuando. Y el 4 de febrero de 1992 fue uno de esos extraordinarios momentos.
Hoy, 33 años después, Venezuela está en un lugar distinto al que cabía imaginar el 3 de febrero de ese año trepidante.
Si se le pregunta a los que en ese entonces ejercían el poder, naturalmente dirán que estamos en un lugar mucho peor; si se interroga a quienes acogieron con entusiasmo la disrupción que significó ese evento, asegurarán que el rumbo encontrado, con todas sus angustias e incertidumbres, es el camino correcto.
En fin, se trata de un debate interminable en el que hay un punto de coincidencia: ese día cambió el rumbo de la historia y, como dijo Neruda, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Un cambio que estaba en gestación
El 4 de febrero, visto desde la ya larga distancia temporal, puede parecer un hecho súbito. Pero no lo fue del todo. Es mucho más acertado considerarlo parte de una madeja de acontecimientos históricos con elementos comunes, que marcaron (antes y después) el colapso del modelo político que había nacido en 1958, tras el derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
La viabilidad de ese sistema (al que algunos politólogos habían caracterizado como un populismo de conciliación de élites) había mostrado un primer síntoma alarmante de debilidad en febrero de 1983, cuando el gobierno del socialcristiano Luis Herrera Campíns se vio obligado a decretar el control de cambio para tratar de poner freno a una auténtica hemorragia de las reservas monetarias en divisas.
El llamado Viernes Negro marcó el comienzo de un declive que, en determinados momentos, se convirtió en una caída libre del bipartidismo dominante. Se tradujo de inmediato en un severo deterioro de la calidad de vida de la clase media y una acentuación de la pobreza secular de la mayoría. Sin esta desmejora socioeconómica tal vez la insurrección de los “Comacates” (comandantes, mayores, capitanes y tenientes, la oficialidad media del Ejército), ocurrida nueve años más tarde, posiblemente no habría pasado de ser una anécdota oscura en el acontecer nacional.
El Viernes Negro trajo consigo uno de los mayores mecanismos de corrupción de políticos y empresarios del que se hubiese tenido noticia hasta entonces: la Oficina del Régimen de Cambios Diferenciales (Recadi). Mediante ese dispositivo, las élites que habían desangrado al país con la fuga de capitales, encontraron la manera de seguir haciendo fabulosas fortunas a costillas del Estado.
Del guiso sin fin de Recadi se benefició el gobierno de Herrera Campíns durante su último año y el del acciondemocratista Jaime Lusinchi, a lo largo de un quinquenio de irresponsable festín. La deuda externa, que ya había ahorcado las finanzas públicas —y fue una de las causas del Viernes Negro—, se desarrolló como un monstruo de mil cabezas en el segundo lustro de los 80.
Para las elecciones presidenciales de 1988, el sistema bipartidista aún estaba sólido, en apariencia. El electorado se polarizó entre el expresidente Carlos Andrés Pérez (AD) y un líder de las nuevas generaciones de la derecha, Eduardo Fernández (Copei). Pérez se impuso ampliamente, más que nada porque densos sectores de la población confiaron en que elegirlo a él significaba, automáticamente, un retorno a la era de bonanza que fue su primer gobierno (1974-1979), gracias al enorme salto que dieron los precios del petróleo en esa época.
Pérez centró su arrolladora campaña en esa idea, aunque el gobierno que tenía en mente no se iba a parecer en nada a su anterior mandato. Por el contrario, lo que se traía entre manos era instaurar el modelo neoliberal en Venezuela, apoyándose en su potente liderazgo, en el apoyo de Estados Unidos y en un equipo de tecnócratas de primera línea y de representantes sin máscara de los grandes grupos económicos nacionales.
El choque con la realidad no pudo ser más duro: apenas 25 días después de su «Coronación» (así llamó la prensa a la fastos se la toma de posesión) sobrevino el Sacudón, el Caracazo, el 27-F, el acontecimiento que delineó el antes y el después de la «ilusión de armonía» de la que hablaron los politólogos.
La represión a sangre y fuego de las protestas y los saqueos del 27 de febrero y días sucesivos fueron otro componente del caldo de cultivo de la rebelión militar que ocurriría poco menos de tres años después.
Y la rumba no paró
La asonada de febrero del 92 puso en jaque al sistema político gestado en el pacto de Punto Fijo, pero pasado el susto inicial, los principales actores volvieron a su fiesta. Ni siquiera la segunda intentona, el 27 de noviembre del mismo año, logró generar las rectificaciones que el país esperaba.
Las élites llevaron a Carlos Andrés Pérez a la piedra de los sacrificios en 1993, pero la depredación del país continuaba a todo vapor. Prueba de ello es que el gobierno provisional de Ramón J. Velásquez y luego el de Rafael Caldera tuvieron que hacer frente a la más pavorosa crisis del sistema financiero nacional. Los banqueros, no satisfechos con haber defalcado a sus clientes, se apropiaron también de los auxilios financieros que otorgó el Estado para el rescate de las entidades siniestradas. Fue otro gigantesco robo de los más ricos contra los más pobres.
La suma del sacudón económico del 83, el sacudón social del 89, el sacudón militar del 92 y el sacudón bancario del 94 configuró el ambiente en el que se gestó el sacudón electoral de 1998. A 33 años del 4F es conveniente hacer memoria para que nadie se crea el cuento de que todo fue el gesto aislado de una logia de locos en medio del país de las maravillas.
Por ahora y para siempre
El 4F ha marcado pauta para los grandes acontecimientos nacionales desde 1999 y en lo que va del siglo:
Con el espíritu rupturista del 4F se gestó la nueva Constitución, en 1999.
Con la excusa de lo que se intentó hacer el 4F, las fuerzas reaccionarias dieron el golpe de Estado de abril de 2002 y las réplicas de la plaza Altamira y el paro-sabotaje petrolero, ese mismo año.
En ejercicio de un novedoso aspecto de la nueva Constitución (fruto indirecto, por tanto de la rebelión) se llevó a cabo el referendo revocatorio de 2004.
En 2006 y en 2012, el pueblo reeligió a Hugo Chávez, el gran líder del 4F, consagrándolo como el gobernante con más prolongado ejercicio del poder por vía electoral.
En 2012, aquel soldado que saltó a la fama con un breve y contundente discurso («por ahora»), cerró su participación pública con otra icónica alocución (clara, como la luna llena).
Desde 2013, el país cuya historia cambió de rumbo el 4F ha luchado con las más portentosas fuerzas que intentan torcer su ruta y llevarlo de nuevo a los caminos por los que andaba en 1992. No han logrado cambiar el rumbo de la Historia. Por algo será.
[Esta nota fue publicada originalmente en el diario Ciudad Ccs, el 4 de febrero de 2022]
(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)
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