sábado, 28 / 06 / 2025
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¿Es posible analizar racionalmente al loco Donald Trump? (+Clodovaldo)

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A los locos —y las locas— que dirigen las grandes potencias imperiales y coloniales, así como a sus aliados y lacayos en el resto del planeta, hay que analizarlos racionalmente. De lo contario, cae uno en su juego y enloquece también.

El actual rey de los Locolandia, Donald Trump, nos ofrece en estos días, varias acciones y declaraciones que parecen apropiadas para el consultorio de un psiquiatra experto, pero que no son solamente disparates de un ricachón excéntrico, sino expresiones de un sistema de dominación al que las élites, en apariencia muy cuerdas, quieren preservar al costo que sea.

Empecemos con el hecho de que Trump se ufana de que su bombardeo contra instalaciones nucleares de Irán fue algo equivalente a Hiroshima y Nagasaki. Lo dice con el regodeo típico de un fanático trasnochado luego de una madrugada de videojuegos de guerra en la que ha batido su propio récord y, claro, suena desquiciado. Parece un despropósito que alguien, a estas alturas, pretenda reivindicar uno de los actos más bárbaros de esa suma de barbaridades que fue la Segunda Guerra Mundial, unos ataques arteros e indiscriminados contra la población civil de esas dos ciudades, que dejaron 220 mil muertos, hablando únicamente de las víctimas instantáneas.

Pero no se trata de una chifladura más del magnate anaranjado. Ojalá lo fuera. Es el empeño de la élite de Estados Unidos de construir un relato épico que conecte con el origen mismo del estatus de su país como superpotencia.

Por supuesto que —megalómano, al fin y al cabo— Trump quiere protagonizar esa narrativa. Pero eso no significa que se trate de un delirio individual de él. De hecho, ha sido, es y sigue siendo la visión de quienes dirigen a EEUU, incluso los que no tuvieron, han tenido o tienen fama de psicópatas.

Empecemos por el mismo Harry Truman, ficha del Partido Demócrata, el presidente que tomó la decisión de arrojar bombas atómicas sobre Japón. El hombre tenía apenas cuatro meses en el poder, el cual ocupó tras la muerte por enfermedad de Franklin Delano Roosevelt, cuando aprobó el uso de armas nucleares contra un Japón en trance de capitular.

Como sería de desproporcionada y vesánica esa acción que hasta el sucesor de Truman, el militar republicano Dwight Eisenhower, dijo, un tiempo después que «los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible».

[Eisenhower algo sabía del asunto, pues era el comandante de las fuerzas aliadas en Europa en los días finales de la Segunda Guerra Mundial. Es un personaje digno de estudio, pues fue él quien acuñó el término complejo industrial-militar, ente al que señaló como verdadero gobierno de EEUU. Pero ese es un tema aparte].

Numerosos analistas geopolíticos e historiadores afirman que Truman hizo lo que hizo porque era menester evitar que los soviéticos entraran también en Japón e hicieran en Tokio lo mismo que ya habían hecho en la toma de Berlín: quedarse con el papel principal y dejar a EEUU como un gris actor de reparto. También necesitaban exhibir el poder de su nuevo juguete, que había costado muchísimo dinero y el concurso de las mentes más brillantes de la ciencia de la época. Además, al volar en pedazos a Hiroshima y Nagasaki le dejaban claro a la URSS quién iba a mandar en el mundo de la posguerra. Habían decretado el inicio de la Guerra Fría.

Al inaugurar la era atómica, EEUU presionó a la URSS a acelerar sus propios planes para la construcción de bombas nucleares, y obligó al resto mundo a entrar en una carrera armamentista demencial, pues ya no habría guerra mundial, pero sí muchas conflagraciones largas y sangrientas a más no poder, las llamadas guerras delegadas (proxy) entre las superpotencias, todo ello en beneficio de la industria militar y, por tanto, de la economía estadounidense.

La URSS consiguió equilibrar el juego de las amenazas de una forma tal que ya para los años 60 comenzó a hablarse de la destrucción mutuamente garantizada: si una potencia nuclear atacaba a otra con armas de esa naturaleza, esta contraatacaría y no quedaría nada de ninguna de las dos, ni del resto del planeta. Cuando desapareció la federación socialista, en 1991, comenzó un período que muchos creyeron el final de la Historia, en el que EEUU sería, para siempre, la superpotencia unipolar. Pero, es obvio, administraron mal su hegemonía y hoy son una potencia en declive que debe compartir el poder global con varios renovados actores, principalmente con China y Rusia.

Es en este contexto complejo en el que surge la figura de Trump tratando de resetear el sistema (expresión que le oí hace unos días a un agudo lector, Luis Fagúndez), volver a iniciarlo tal como estaba en 1945, cuando, con la exclusividad del arma atómica, EEUU dio ese par de bestiales manotazos en la mesa.

Por supuesto que la situación general es muy distinta. Ya no está la URSS, pero Rusia tampoco es la de los años 90 (cuando la dirigía el beodo Yeltsin), ha cobrado una fuerza notable, a pesar de que se pretendió doblegarla con medidas coercitivas y con la guerra de Ucrania; China es ya una superpotencia económica y se perfila igualmente en el ámbito militar; y hay unas pocas, pero muy tercas naciones que no están dispuestas a permitir los arranques de un imperio venido a menos.

La situación de Europa tal vez sea la más parecida a 1945, lo cual no deja de resultar paradójico. Al final de la Segunda Guerra Mundial estaba en ruinas físicas; hoy pareciera estar en ruinas morales. La obsecuencia ante las directrices de Washington da pena ajena. Eso de ver al secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Mark Rutte, llamando “papi” a Trump fue una de las cosas más alocadas de estos días locos, por más que venga de un holandés que cuando era primer ministro iba a su despacho en bicicleta.

Rutte, no contento con el apelativo, tampoco escatimó en lisonjas sobre la acción armada de EEUU en Irán. «Sr Presidente, querido Donald, felicitaciones, y gracias por su acción decisiva en Irán, fue algo verdaderamente extraordinario, y algo que nadie más se atrevió a hacer. Hace que todos estemos más seguros. Esta noche, usted vuela hacia otro gran éxito en La Haya», escribió el jefe de la OTAN, antes del inicio de la Cumbre de La Haya.

El detalle farandulero del “papi” no es lo más extravagante de las relaciones del género sadomaso de Trump con Europa. En la referida reunión, todos los países, excepto España, estuvieron de acuerdo en dedicar 5 % de su Producto Interno Bruto a los gastos militares. Por haber estado en desacuerdo, al presidente español, Pedro Sánchez, lo trataron como al paria de la familia y Trump, fiel a su costumbre de este segundo período, amenazó con aplicarle aranceles a la economía del país ibérico hasta que se doblegue y haga la voluntad del verdadero rey de Europa.

La vergüenza por esta sumisión no ha sido sólo de quienes miran desde fuera. Desde el corazón de Europa, el medio alemán DW tituló así su nota sobre la reunión de La Haya: “Diplomacia con Trump en cumbre de la OTAN: adular y callar”. No se diga más.

Amigo de “Bibi”

Sigamos con las locuras que deben ser analizadas con cabeza fría. Trump lanza elogios al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, a quien, de cariño, llama “Bibi”. Dice que trabajó coordinadamente con él y pide a dios que lo bendiga y lo proteja.

Netanyahu es un criminal de lesa humanidad, responsable (nada más en la tanda que se inició en 2023) de la muerte en Gaza de unas 65 mil personas, en su inmensa mayoría no combatientes, buena parte de ellas niños, niñas y mujeres. Relacionarse con alguien así no parece ser nada recomendable, pero Trump lo hace, no porque esté loco, ni porque “Bibi” sea su amigo, sino porque está cumpliendo con el rol que se le asignó a Israel desde que fue implantado forzosamente en tierras palestinas, también en aquellos años postraumáticos de la década de los 40.

El magnate anaranjado se refiere a Irán como “el matón del Medio Oriente”, obviando que ese título corresponde, por mucho, a su querido “Bibi”. Y es que para el loco Trump —y para las élites estadounidense y europea que posan de sensatas—, esas muertes no ocurrieron porque esas personas no debieron existir. ¿Todos son psicópatas? Un politólogo llamado Brian Klass, parafraseando a Hanna Arendt, ha hablado de “la banalidad de la locura” que Trump encarna perfectamente, pero que —acotamos por acá— generaciones completas de líderes también han practicado y, hoy más que nunca, practican.

Quien se oponga, la pagará

Vemos otra de las conductas enajenadas de Trump, que, en realidad, son expresiones de la misma política imperialista de EEUU a lo largo de la historia, y del estado actual de su menoscabada hegemonía. Se trata de su actitud cuando sale a la luz alguna versión que contradice los relatos oficiales.

En este caso, el mandatario montó en cólera porque de las mismísimas oficinas de la presidencia se filtraron datos sobre un informe según el cual, su “maravillosa, monumental, espectacular y nunca vista” (palabras de Trump) operación para destruir los supuestos embriones de las bombas nucleares iraníes fue un fiasco.

Como si fuera el conserje de un edificio viejo y muy descuidado, Trump les ha declarado la guerra a las filtraciones. Si se llega a descubrir quien fue la fuente anónima de la Casa Blanca que le metió el chisme a los periodistas sobre el informe, lo más probable es que termine tras las rejas. Sería un exabrupto de Trump, pero de ningún modo el primero que ocurre en EEUU. Para solamente mencionar algunos casos recientes, basta mencionar a Edward Snowden, Chelsea Manning y Jack Teixeira.

En su afán de luchar contra la fuga de informaciones ultra-archi-recontasecretas, Trump también lanzó bombas —por suerte para ella, solo verbales— contra la periodista Natasha Bertrand, al exigirle a CNN que la “bote como a un perro” por mentirosa y traidora a la patria. De nuevo, parece el acto de un líder trastornado, pero es la manera de reaccionar del poder político estadounidense ante el periodismo cuando revela sus vergüenzas. Que lo diga Julián Assange. 

Para Trump es prioritario detectar quiénes se esfuerzan en empañar su muy autopublicitada victoria, una que, según lo declaró, lo hizo sentir tan guerrero que piensa cambiarle el nombre al Departamento de Defensa para restaurarle su vieja denominación: Departamento de Guerra.

A través de su red social Truth Social, Trump gritó rabiosamente (al escribir en mayúsculas y con signos de exclamación): ¡Los periodistas de noticias falsas de CNN y The New York Times deberían ser despedidos inmediatamente! ¡¡¡Mala gente con malas intenciones!!!”

[Y pensar que EEUU ha recibido a unos cuantos comunicadores venezolanos que cumplen con esa descripción… Pero ese tampoco es el tema].

Colofón: el Premio Nobel

El cacareado éxito militar de Trump, en el que dio un giro de parte beligerante principal a procurador del cese el fuego y un acuerdo entre Irán e Israel, lo ha llevado a postularse al Premio Nobel de la Paz.

Una vez más, parece una locura, pero, ¿acaso no lo ganó Theodore Roosevelt, el mismo de la Doctrina del Gran Garrote? ¿No es cierto que lo ganó Henry Kissinger, artífice de los golpes de Estado y las sucesivas dictaduras en Chile, Argentina y Uruguay, y del terrorífico Plan Cóndor?;  Y, más recientemente, ¿no se lo otorgaron a Barack Obama, quien mantuvo a EEUU en las guerras de Afganistán e Irán y se lanzó contra Libia, convirtiendo al país más próspero del norte de África en un archipiélago de facciones rivales y un mercado de esclavos?

¿Verdad que visto en esa retrospectiva histórica, la idea de que el presidente de Locolandia reciba el Premio Nobel de la Paz no luce tan disparatada?

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)


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