¿Qué se oculta tras el significante narcoestado? Desde los dispositivos del imperialismo mediático y sus maquinarias de guerra simbólica, que integran un arsenal de dominación, el epíteto de narcoestado ha sido resignificado, instrumentalizado. No se trata simplemente de una categoría que describe una forma de gobierno penetrado por circuitos de narcotráfico, sino que ha sido reconfigurada como arma semiótica estratégica.
Lo que se acusa como narcoestado en contextos democráticos, populares y antimperialistas responde a una arquitectura de manipulación en la que el signo, el símbolo y la semiosis son utilizados para justificar desestabilización, intervención o aniquilación política.
No se trata de negar la existencia del narcotráfico ni de ocultar sus vínculos con estructuras estatales. Se trata de no permitir que el imperialismo convierta ese fenómeno complejo en un arma de transferencia y ocultamiento de sí. No se puede enfrentar sólo con argumentos, sino con organización política, formación crítica y batalla simbólica.
Esa operación no nace de un análisis riguroso ni de una voluntad real de lucha contra el crimen trasnacional, sino de la dictadura geopolítica y comunicacional del imperio interesado en fabricar enemigos funcionales. Es una categoría cuya performatividad no reside sólo en su contenido empírico, sino en su capacidad de operar efectos en la subjetividad pública: instalar la sospecha, deslegitimar gobiernos populares, justificar bloqueos económicos, promover sanciones internacionales y allanar el camino a golpes blandos, duros o híbridos.
Tal uso del epíteto narcoestado nos exige desmontar sus estructuras de producción, circulación e interpretación. Este signo no es un reflejo pasivo de una realidad; es una construcción activa, intencionada, fundada en relaciones de poder. Se trata de una forma ideológica mediada por intereses de clase que intervienen en la producción simbólica; rentablemente, es un negocio que también disputa sentido.
Entendamos que la burguesía imperialista no sólo produce mercancías, controla mercados y fija precios; produce también conceptos, imágenes, narrativas: produce significados. Y el narcoestado es uno de ellos. Su construcción semiótica obedece a necesidades concretas del capital financiero trasnacional en su fase decadente, desesperada por controlar territorios, recursos naturales y subjetividades.
La ofensiva semiótica narcoestado no flota en un vacío ideológico. Su significado está determinado por la posición desde la cual se emite y por la finalidad que persigue. Cuando esta categoría es activada por centros de poder como Washington, la OTAN o conglomerados mediáticos trasnacionales, no designa sólo un fenómeno criminal objetivo e inducido, sino un blanco político. Es una semiotización de la guerra, que es negocio imperial.
Es una guerra semiótica que acusa a Venezuela, Bolivia, Nicaragua o incluso a México de ser narcoestados. No están motivadas por una pulcritud legalista, sino por una ingeniería semiótica bélica, para justificar invasiones. Se trata de generar un “consenso fabricado” (Chomsky) en el cual los estados que se resisten a la hegemonía imperial aparezcan como entidades criminales, fallidas o directamente mafiosas.
Tal estrategia se funda en una mutación semántica y se despoja al concepto de narcoestado de su complejidad histórica y de los hechos concretos que no dejan de existir, pero se le vacía de contenido material. Nunca se transparenta el financiamiento del narco. Así, el signo se vuelve flotante, disponible para ser pegado a cualquier gobierno que moleste al capital.
De este modo, la semiosis imperial funciona como una máquina de adhesión significante: el significante narcoestado puede aplicarse a quien sea, basta con un informe sin pruebas, un testimonio fabricado, una noticia amplificada. Una escena fake prefabricada y multidifundida. La fabricación del enemigo semiótico responde a una lógica de polarización: de un lado, los “estados democráticos y civilizados” que luchan contra las drogas; del otro, los narcoestados populistas que las promueven. Esta dicotomía, con base empírica amañada, reconfigura la cartografía política del continente.
Una ofensiva semiótica narcoestado no sólo intoxica con prejuicios al mundo entero, también performa. Tiene efectos materiales terribles: permite congelar activos, bloquear cuentas, impedir acuerdos comerciales, prohibir vuelos, justificar invasiones. El imperio no describe una realidad, la instituye. Construye un mundo en el cual la acción coercitiva aparece como legítima.
El fetiche narcoestado es una mercancía semiótica lista para el consumo masivo. Tiene envolturas mediáticas, distribución trasnacional y consumo garantizado. Y una semiósfera de todos los morbos violentos recalentada largamente en los fogones mediáticos serviles al imperio.
Su plan incluye inyectar miedo, desconfianza hacia sus propios líderes, desmovilización, fragmentación de la conciencia colectiva. Desarticular el lazo simbólico entre pueblo y Estado, entre proyecto nacional y voluntad popular.
En este sentido, el narcoestado es también golpe de estado simbólico, ayudados por súbditos del signo imperial disfrazados de “informes de derechos humanos”, reportajes periodísticos, documentales, redes sociales, memes. Son los canales por donde circula el significante. Infestan todo con datos falsos manipulados, testimonios de desertores, listas de sanciones, informes “técnicos” sin rigor metodológico. Dispositivos de anclaje para dar veracidad al montaje.
Nunca se aplica a Estados Unidos, el mayor consumidor y vendedor de drogas del planeta y uno de los principales lavadores de dinero sucio por medio de sus bancos, además del trafico de personas y de infestar con armas al planeta. ¿Por qué no se llama narcoestado al Estado que diseñó el Plan Cóndor, al que organizó el Irán-Contra? ¿Al que protegió a Los Zetas, entrenó paramilitares, financió cárteles para desestabilizar gobiernos?
En la era de la guerra cognitiva, el signo es el primer campo de batalla. Debemos construir epistemologías que desenmascaren las estrategias del narcoestado y desenmascarado como maniobra.
Eso es tarea urgente de toda revolución comunicacional y de conciencias que sea capaz de asumir, con seriedad científica, el estado actual de las agresiones imperiales, y sea capaz, también, de ver con objetividad cómo la ofensiva mediática, contra toda soberanía, tiende a empeorar.
Y mientras hay algunos excelentes comentaristas del desastre que se avecina. ¿Nos quedaremos quietos?
(Fernando Buen Abad)
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