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Una especie de traducción de un texto antropológico, combinado con una crónica, para problematizar y darle otra visión al carnaval, sin pretensiones de juzgar a nadie porque todos celebramos y disfrutamos nuestra válvula de escape.

 

Introducción

 

Según la información que se puede consumir rápidamente, es decir, sin remontarse y buscar profundamente en archivos históricos, fiestas similares al Carnaval se realizaban en distintas civilizaciones hace más de 5.000 años para homenajear distintas cosas según las creencias del lugar en donde se hiciesen. Por ejemplo, las fiestas en honor a los dioses romanos realizadas en aquel imperio. Esto quizás nos defina al Carnaval como fiesta previa al cristianismo pero que después se recupera como parte de su liturgia: posterior a la Navidad y previo a la Cuaresma, “Carnaval” proviene del italiano y se traduce como “el abandono de la carne”. Ya incorporado dentro de la liturgia cristiana, ya formando parte de una institucionalización, comienza su recorrido —mutaciones incluidas— hasta lo que conocemos hoy.

 

Desde el punto de vista antropológico que plantea Javier Marcos Arévalo, antropólogo español, el Carnaval, pese a sus supuestas raíces paganas, no deja de ser acogido perfectamente por el cristianismo. Este, que ideológicamente imperaba en aquellos entonces, se apropió de la fiesta, dándole nombre y significado, para así formalizarla. Ya no va a ser una festividad que se plante frente a lo preestablecido sino que, ahora, ese desastre que sucede en las calles, esa algarabía, ese irrespeto a la norma, a los espacios y a lo políticamente correcto, va a estar legislado por las normas cristianas. Esa institucionalización de la que habla Arévalo sirve nada más y nada menos que para el mantenimiento del orden social, del statu quo, del sistema, para ser más claros.

 

Esto funciona gracias al mecanismo de “inversión social’’ que tiene el Carnaval. Es decir, en esta fecha los papeles se invierten: el expoliado, el siempre legislado y golpeado por los entes represivos del poder, ahora tiene una cuota de libertad, un pequeño pedazo de tiempo para seguir las pulsiones instintivas y drenar los cúmulos de frustraciones que deja la vida programada, legislada y totalmente vigilada. Ahora sale, juega, se burla del jefe, de la autoridad, bufonea a los poderes. En Caracas, la gente sale, se moja, se llena de huevos, de pintura, de orina y hasta de excretas. Sirve entonces, el Carnaval, como una válvula de escape, como una forma de olvidar el día a día. Válvula controlada, claro. Válvula que es, al final, otra forma evolucionada y perfeccionada de control, ya que tras toda la locura y el desborde de emociones atarugadas en los cuerpos explotados, después de las colas, los atracos, la tardanza, el caos, los precios… después de todo, por el agotamiento que deja la fiesta, el funcionamiento de los habitantes vuelve a la normalidad y toda la maquinaria del sistema se reinicia con nuevas energías e ímpetus.

 

Dice Arévalo: “La supresión de normas y tabúes, durante el ritual y la fiesta, y su corolario de libertades, protestas y caos, de crítica a la estructura social vigente, tentativas para que las cosas se transformen, etc., son en realidad expresiones encaminadas a preservar e incluso reforzar el orden social establecido”.

 

Sin embargo, explica el antropólogo que estos festejos tienen dos lecturas: una oficial y una no oficial. En el caso del Carnaval, la oficial sería el espectáculo y la no oficial sería la fiesta. El espectáculo es cuando el pueblo solo mira lo que le ofrecen los poderes; cuando es espectador, pues, y se limita a sentarse en una silla a presenciar o a prender la televisión. La fiesta, en cambio, a pesar de seguir inscrita en la institucionalidad, se produce cuando “la gente protagoniza la calle, cuando se culturizan y cargan de contenidos y significaciones sociales los espacios abiertos, rituales, públicos, nunca privados’’ para así “afirmar, en términos simbólicos, la identidad social y la propia existencia diferenciada del grupo’’.

 

José Roberto Duque, en un artículo del año 2012 sobre el Carnaval, escribe algo relacionada con lo que exponemos, pero logrando ejemplificar con las tradiciones de la comunidad caraqueña: “Cosa que sí es viable y factible con esperpentos ajenos a nosotros como pueblo tipo carrozas, reinas del Carnaval, bailes, conciertos. Jamás verá usted una pancarta de Polar que anuncie: ‘Este sábado 8, gran bañada de pintura y guerra de bombas de agua contra los tontos que pasan’. No, siempre es más ‘culto’ y susceptible de financiamiento coronar a una ‘reina’ que lance caramelos y papelillos’’.

 

A través de manifestaciones como esas, entonces, la identidad de las comunidades se va consolidando.

 

Crónica

 

Caminamos por el centro y nada parece estar fuera de lo normal. Uno, que se ha acostumbrado desde hace algunos meses a no observar tienda alguna ni con el rabo del ojo para evitar daños cardíacos, no se percata de que, de hecho, el tema de las tiendas cambió. Ya aquellas que venden de todo según lo que coyunturalmente se necesite han adquirido algo de color. Las jugueterías y piñaterías, las casas del plástico, también han cambiado sus adornos. Ahora solo hay máscaras de distinto tipo y disfraces de niños. ¿Qué pasa? Pues que se acerca el Carnaval, continúa el consumo y la gente o se adapta o no come.

 

La primera tienda visitada nos recibe con muchísimos disfraces apiñados. Llegan hasta el techo y forran toda la pared. Están todos bien acompañados, agarrándose de las manos y frotándose las nalgas. Están el ratón Mickey, está el Capitán América, está Batman, el Hombre Araña, Superman y algún otro de la patota más acorde al consumo televisivo de los niños contemporáneos de cuyos nombres no quiero acordarme. Más abajo, en otra tienda, monstruos inmensos y repugnantes, brujas que no nacen en Caracas sino en algún lugar de Europa y personajes de la muerte, con la hoz en la mano, llenan la mayoría de las repisas. Obviamente, todo a precio muy alto: entre 7.000 y 10.000 bolívares los disfraces y entre 2.000 y 5.000 las máscaras de goma. A Michael, otra vez, le preguntaron qué hacía accionando ese artefacto de la demanda, ese instrumento de difamación que llaman cámara. Él explicó todo. Qué lindo es el Carnaval. Fecha caracterizada, además de las fiestas, por el alto consumo que se produce en la calle, cosa que es fácil de notar por el súbito cambio en la oferta de los comercios, como mencioné ya. Nos impresionamos. Mientras más uno mira a su alrededor, más se hace notorio el efecto de la globalización y de la transculturización en una cosa que, como antes se había dicho, podría caracterizar nuestra identidad. Pero no, eso no. Si de algo forma parte es del espectáculo, de lo institucional, porque ¿a qué obedece todo esto, esta vuelta al consumo cuando apenas salimos de una apretada Navidad? ¿a quién beneficia? Pues al poder económico, me puedo responder en ese instante, al orden de lo establecido.

 

El consumo se alebresta, pero ¿aún en estas épocas en que la gente necesita cortar el derrame monetario? El encargado de La Casa Mágica, tienda de La Hoyada, dijo que estos carnavales estaban pobres, que casi nadie compraba, que ya no valía la pena vender las cosas en comparación con otros años. Eso quiere decir que la venta ha bajado por causa de la situación económica. Pero las ofertas siguen siendo las mismas. Los objetos de la obsesión común siguen respondiendo a lo que la industria de la cultura produce. Todo lo que queremos pagar ya lo pagamos con tiempo sentados frente al televisor mientras tratamos de olvidar la vida cotidiana. Es normal. Seguimos caminando. Estamos estresados. Al parecer, no nos gustan mucho las tiendas y menos aquellas que, acordadas con la temporada, no dejan espacio ni para respirar.

 

Unas muchachas vestidas de colores le dicen que no al artefacto de Michael. Ninguna quiere salir en la imagen hasta que le decimos que dicha imagen saldrá en una revista. Son todas lindas. Sonríen, posan, buscan a las que faltan, hacen muecas. Una, la más linda, ladea el cuerpo y asesina con los rulos y los dientes enmarcados en una sonrisa. Nos explican que trabajan todo el año en la misma esquina de la misma plaza. Trabajan en eventos y, ahí, le pintan la cara a los niños. “150 bolos’’, especifican, “pero en Carnaval cobramos más caro’’.

 

Continuamos y llegamos a otras tiendas. No creo que haya más nada que decir. Todas ofrecen lo mismo. Una tiene un disfraz de Simón Bolívar rodeado de personajes de Marvel. En su entrada, un Mickey Mouse gigante saluda a los niños y los emociona: dame la mano, tonto, y camina conmigo por la dulce experiencia de la compra. Michael vuelve a pedir permiso. El miedo a las cámaras es una cosa impresionante. En otro comercio lo que impera son disfraces de tipo Halloween. No veo trajes pavorrealísticos como los de las fiestas de por estas zonas. En cambio, hay cuchillos pequeños, cuchillos medianos y cuchillos grandes. En la última, una mujer nos explica que la selección de disfraces se debe a lo que la gente demanda. Es eso, nada más. Trata de hacerme notar una autenticidad dentro de sus ofertas y solo podemos asentir.

 

Final

 

Estamos frente a algo desconocido. El mercado ha penetrado tanto que convierte el Carnaval citadino en un anhelo de ser de otra cultura. Los efectos de tal globalización permean de forma inclemente y nos quedamos ahí quietos, mirándolo todo y sin entender cómo es posible que se consuma eso en un país que, al mismo tiempo, tiene una fiesta tan importante como el Carnaval de El Callao, o el de Carúpano, o el de las coñazas de Sabana Grande, que, por más bárbaras y despiadadas, representan algo…o el de las bombas de agua —abstenerse, por favor: la sequía. Allá, al lado de Brasil, tenemos a las madamas, tenemos los desfiles y los bailes, los cantos de calipso y los festejos hasta el amanecer. Allá tenemos la fiesta, y acá también la tenemos, cómo no, quizás escondida en algún lugar en donde los niños sigan corriendo y se lancen alguna cosa inofensiva, en donde bailen, en donde los disfraces parezcan cosas de por estos lados y no tengan ese rojiazul encima del corazón. Ahí está la verdadera razón del Carnaval. Está en las fiestas. No lo está en las tiendas y en los disfraces, en las princesas ni en los shows. Está en la participación del pueblo en su tradición, en la vida activa dentro de ella, en la construcción de su esencia y en la reconstrucción de su pasado: “La globalización, la modernidad y su lógica de la racionalidad y el mercado todavía no han ganado la batalla a la cultura popular. Transformado, reactivado o recuperado, el Carnaval de nuestros días resiste, como lo ha hecho durante siglos por otras razones, los embates de la urbanización, la secularización y las agresiones de las fuerzas que propalan la uniformidad cultural’’, afirma Arévalo. “La fiesta implica, pues, la continuidad de las generaciones y los grupos sociales locales (…)’’.

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(Por Ander de Tejada / Ciudad Ccs)