No es motivo de burla que un diario con larga historia cierre su edición impresa. Mucho menos lo es que eso deje sin empleo a un grupo de trabajadores especializados y que entristezca a honestos colegas periodistas que han hecho su carrera bajo la presión y los choques de adrenalina generados por una rotativa que debía encenderse a cierta hora.

 

No es motivo de burla, reitero, pero pretender atribuirle ese hecho a una supuesta represión dictatorial no es más que otra gran manipulación por parte de una empresa periodística que ha hecho de eso (la manipulación informativa) su perversa especialidad.

 

Si la industria periodística se aplicara a sí misma las recetas que forman parte de sus manuales de estilo, y si los periodistas pusieran en práctica, para cubrir este tipo de noticias que los involucran, los mandatos de sus códigos de ética, tendrían que exponer ante el público la gama completa de razones por las cuales cierra un diario impreso, en lugar de tratar de vender como  única causa la vileza gubernamental.

 

Hagamos acá un ensayo. Esa gama de razones puede resumirse en una triple crisis: la del modelo de negocios de la prensa impresa; la del paradigma del periodismo profesional; y la del rol de los medios en el sistema político. Todas ellas, como suele suceder, tienen como sustrato los grandes cambios económicos y tecnológicos de los últimos 30 años. Todas son globales, con sus manifestaciones peculiares en nuestro ámbito.

 

Crisis del modelo de negocios

 

Los diarios impresos tenían, hasta hace unos pocos años, un modelo de negocios suyo en su género, pero relativamente simple. La idea era vender muchos ejemplares cada día, aunque esas ventas, por sí mismas, no reportaban ganancias, pues el dinero pagado por el comprador del ejemplar casi nunca cubría el costo de producción y distribución del producto físico.

 

El detalle era que si se lograba llegar a una determinada cantidad de lectores, las agencias de publicidad o las personas por su propia cuenta decidían insertar avisos, que eran la fuente real de ingresos de un diario o revista. Bajo ese modelo, los periódicos que lograron grandes circulaciones fueron excelentes negocios durante décadas. 

 

También hubo periódicos que se esforzaron por tener un perfil comercial, estableciendo en el imaginario de la sociedad la idea de que quien quisiera hacer algún negocio, comprar o vender algo, buscar empleo, etcétera, debía adquirir ese diario y, como consecuencia natural de ello, le llovían los anunciantes. En Caracas, esa función la desempeñó El Universal por casi una centuria.

 

Recuerdo que en los años 80, siendo yo estudiante de Comunicación Social, en una rueda de prensa en la planta de General Motors en Valencia, escuché al ya veterano periodista Carlos R. Chávez decir, orgullosamente: «Yo trabajo en el único periódico, desde el Río Grande hasta la Patagonia, al que le hacen cola para ponerle avisos». Era verdad, y lo seguía siendo años después, en los 90, cuando tuve la suerte de trabajar en ese gran diario. Pude ver con mis propios ojos como los vigilantes cerraban las puertas y dejaban afuera a un montón de personas decepcionadas. «Vuelvan mañana», les decían.

 

La mina de oro de El Universal tenía una especie de sucursal llamada Estampas, una revista en la que si usted quería poner un aviso tenía que pasar en lista de espera hasta un mes o dos porque siempre estaba «hasta los tequeteques».

 

Parecía ser un modelo de negocios inexpugnable, algo que seguiría produciendo dinero a manos llenas por generaciones y generaciones. Pero los grandes cambios que comenzaron en los años 90 con la televisión por cable, los canales de noticias y, fundamentalmente, la masificación de Internet, pusieron a ese modelo en acelerado declive. Ya en el siglo XXI, las innovaciones tecnológicas han reducido al mínimo la cantidad de usuarios de los medios impresos y, en consecuencia (esa es la lógica del modelo) el interés de los anunciantes por poner publicidad en ellos. Sin ingresos publicitarios, el negocio no funciona porque –hay que repetirlo- solamente el fajo de papel, incluso sin contenido alguno, es mucho más costoso que el precio al que podría venderse, suponiendo que hubiese gente dispuesta a comprarlo.

 

Un asunto global

 


En un reportaje de Antonio Lucas y Josetxu Piñeiro, publicado en el diario español El Mundo, se dibuja el carácter global de  la crisis del modelo de negocios.

 

«El 26 de marzo de 2016 el diario británico The independent cumplía 40 años de aventura cerrando su edición impresa. El titular de portada era tan luctuoso como exacto: ‘¡Paren máquinas!’. Un grito que antes evocaba exclusivas voraces de última hora y que ahora delata el fin de la expedición. The Independent había alcanzado tiradas de 400.000 ejemplares al día en la década de los 90, pero cuando la crisis económica estiró su zarpa (en 2008) y hasta el día en que abatieron las mariposas de la rotativa llevaba perdidos al 85% de sus lectores en papel. Son cifras desapasionadas. Es exactamente lo que sucede». 

 

Veamos qué ha pasado en esa España, la misma nación cuyos grandes medios quieren hacer creer que la desaparición de El Nacional como diario impreso es un hecho insólito de estos parajes tropicales dominados por una tiranía. Siguen los mismos autores del trabajo ya citado: «El Informe Anual de la Profesión Periodística centrado en 2015 y elaborado por la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) cifra en 375 los medios de comunicación que han cerrado en España desde que se instaló la crisis. Más de 12.000 periodistas perdieron el trabajo». En estos tres años la tendencia ha seguido, pero es necesario ubicar las cifras actualizadas.

 

Agreguemos otro párrafo. «Los datos de la Asociación de Editores de Diarios Españoles (Aede) se agarran a la arteria como el colesterol malo. Las cifras oficiales de difusión controlada indican que se mantuvo en 2016 en 2,1 millones de ejemplares (diarios generalistas de tirada nacional, regionales, deportivos, económicos y regionales). Pero en 2001 la difusión media del mismo sector dejaba la cifra de algo más de 4,2 millones de ejemplares de difusión. En estos 15 años la caída es de más del 50%».

 

¿Y qué pasa en EEUU? Dice El Mundo: «La compañía de medición Nielsen Scarborough detectó una caída del 21% de los ingresos por publicidad en el tercer trimestre de 2016 en tres cabeceras principales: The Wall Street Journal, un 21%; en The Times, un 18%; y en The New York Times, un 18,5%». Es claro que las grandes ligas también están en colapso.

 

La crisis del paradigma del periodismo

 

Aún con su gravedad, la crisis del modelo de negocios podría haber sido superada. A finales de los 90 y en la primera década del siglo  XXI, los dueños de medios impresos y muchos expertos creían que bastaba con un cambio de plataforma, pasar del papel a la versión digital, suponiendo que igual tendrían anunciantes publicitarios. Incluso, muchos pretendieron establecer el equivalente al precio del ejemplar, mediante el cobro de suscripciones. No funcionó ni lo uno ni lo otro. En internet, los diarios deben disputarse la torta publicitaria con una casi infinita variedad de otros actores; y el público no se mostró dispuesto a pagar por algo que puede encontrarse gratuitamente.

 

El desarrollo de los medios nativos digitales y luego, el avance corrosivo de las redes sociales, hizo más profundo el problema de los diarios de papel. Ya no se trata solo del modelo de negocios, sino de la desaparición de la cultura de leer los periódicos, entendidos estos como una recopilación ordenada de noticias seleccionadas y jerarquizadas por una institución que a eso se dedica.

 

El ritual de comprar el diario y sentarse a leerlo en algún momento del día prácticamente ha quedado en el olvido. Se estima que al menos dos generaciones ni siquiera  tuvieron esa costumbre alguna vez: los llamados millenials (que actualmente tienen entre 23 y 38 años, y los posmillenials, que están entre la adolescencia y los 22. Una tercera generación, la llamada X, de los nacidos entre principios de los 60 y finales de los 70, sí vivió la época de los diarios de papel, pero se ha visto obligada a adaptarse a las nuevas tecnologías. Algunos lo han logrado muy eficazmente, otros a medias.

 

A lo largo del siglo XX, los medios de comunicación tenían el monopolio de la información. Los hechos eran tales si se difundían a través de un aparataje manejado por expertos. Hoy hay infinidad de actores sobre el escenario y ya ni siquiera los hechos tienen que serlo para que adquieran esa condición, sino que basta con que se difundan el suficiente número de veces o que se simulen mediante falsos videos y montajes fotográficos.

 

En estos momentos, el papel del periodista profesional en medio de semejante cuadro es complicado, casi absurdo. Equivale al de un médico que pretende ejercer su oficio en una sociedad en la que la gente se hartó de esos profesionales y optó por automedicarse o por consultar a individuos con otros saberes o con ninguno.

 

Claro que, en buena medida, ese fenómeno es consecuencia de la reiterada mala praxis de muchos comunicadores sociales universitarios, incluyendo las figuras de mayor relieve profesional. Pero ese es un tema para otro largo artículo.

 

La crisis del rol de los medios

 


Un tercer componente de la debacle (de seguro hay muchos más) es la crisis que ha experimentado el rol de los medios de comunicación en los sistemas políticos a lo largo de las últimas cuatro décadas. Durante buena parte del siglo XX, fueron lo que se conoce como agentes de presión, es decir, entes que no ejercían directamente el poder político, pero sí procuraban influir en él. En buena medida, eran voceros de la sociedad ante los representantes políticos de esta. También hacían valer los intereses de determinados grupos económicos, casi siempre bajo la apariencia de la neutralidad.

 

Pero, a partir de cierto momento, identificable con el ascenso del neoliberalismo y la caída del mundo socialista, muchas empresas periodísticas tradicionales, que habían estado en manos de familias dedicadas por generaciones a esa actividad, comenzaron a cambiar de manos. En países como EEUU, pasaron a estar bajo control directo de la banca, la industria armamentística y la del entretenimiento. Su rol como voceros de la sociedad empezó a desdibujarse aceleradamente.

 

En Venezuela ocurrió algo similar, con la peculiaridad de que a partir de 1999, la casi totalidad de los medios privados de comunicación (impresos, radiales y televisivos) renunciaron ya de manera abierta a su rol de grupos de presión y mutaron a partidos políticos cuyo único objetivo era derrocar o derrotar al gobierno de Hugo Chávez. Al hacerlo, solo podían ser voceros de una parte de la sociedad: la oligarquía y la radicalizada clase media antichavista.

 

Miles de usuarios de los medios impresos dejaron de leerlos en 2002, luego de presenciar sus oscuras conductas en los sucesos de abril y durante el paro petrolero. Los periódicos se hicieron un gran daño a sí mismos cuando decidieron sumarse a la huelga patronal mediante la reducción de su número de páginas y tiraje. Algunos diarios nunca se recuperaron de esas extrañas aventuras de autoflagelación.

 

Más allá de la posición política de los usuarios, resultó evidente que habían roto su pacto con la verdad, su compromiso de buscarla. Las líneas editoriales -que además eran concertadas sin embozo por los dueños y directivos de medios que supuestamente eran competidores- redefinieron el periodismo para mal, lo llevaron a un punto en el que el único objetivo era destruir al enemigo político. Con esa oferta de contenido solo podían aspirar a la lealtad de los fanáticos. 

 

Ese pésimo enfoque del periodismo, caracterizado por una desvergonzada tendencia a la manipulación y la mentira, condujo al desprestigio de la profesión. Los no periodistas pensaron, con mucha razón, que si eso que hacían los comunicadores universitarios era periodismo, cualquiera puede hacerlo. ¿Quién es capaz de discutírselo?

 

Infortunadamente, la respuesta a esas deformaciones por parte de los medios públicos ha sido muchas veces de la misma calidad.

 

Hasta la muerte del comandante Chávez, la prensa en general, y los periódicos impresos en particular estuvieron en permanente degradación, afectados por este y por los anteriores factores mencionados. Conscientes de la situación que se avecinaba, varios grandes grupos editores optaron por vender sus empresas, como una manera de sacarles el último provecho y deshacerse de ellas antes de que entrasen en bancarrota. Lo hicieron como hacen estas cosas los capitalistas, sin miramientos ni resquemores. Varias de las operaciones realizadas fueron totalmente opacas con respecto al lado del comprador y aún lo son, a pesar de que han transcurrido varios años. En todo caso, quienes compraron esos «carros usados» han empezado a encontrar sus daños ocultos, pues los tomó por asalto la triple crisis de los medios impresos.

 

El Nacional no estuvo entre los medios comprados por misteriosos capitalistas. Por ello, sus dueños y directivos se presentan a sí mismos como un bastión de la resistencia contra un gobierno al que tachan de dictadura. Por eso se atreven a afirmar que dejan de circular como medio impreso debido a la persecución de un autócrata. Eso forma parte de la polémica política. Ojalá que quienes creen en esa tesis a rajatabla le dediquen un poco de tiempo a investigar y reflexionar y se pregunten hasta qué punto es esa la verdadera causa y hasta qué punto influyen un modelo de negocios fracasado; un modo de hacer periodismo que se cae a pedazos; y ese distorsionado rol de partido político que la prensa tradicional venezolana asumió hace casi veinte años.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)