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Mi politóloga predilecta, Prodigio Pérez, afirma que la falta de un verdadero líder es el factor clave en la conducta errática de la oposición venezolana.

  

Esa orfandad de un dirigente principal es la explicación, según ella, del fenómeno que hemos presenciado: una alianza política que gana unas elecciones legislativas de manera contundente, pero luego, cuando entra en lo que debería ser el remate de la faena, se empantana de una manera casi increíble y termina lo que pudo ser su año estelar convertida en una fierecilla vociferante a la que nadie –ni seguidores ni adversarios– parecen hacerle mucho caso.

 

Eso nos lleva de vuelta a un viejo dilema: ¿en la política es importante o no tener un líder central, principal, alfa, con tendencia a ser el único, el indiscutible o el papá de los helados, como se dice de un tiempo a esta parte?

 

Si se le pregunta esto a alguien que presuma de “moderno” dirá que no, que esas son debilidades de las democracias populistas, de los sistemas caudillescos, rémoras de las épocas de los caciques y de las montoneras. En fin, cosas atrasadas y peligrosas, que ya deberíamos superar. En esto, dicho sea de paso, la derecha ilustrada suele coincidir plenamente con la izquierda intelectual.

 

Como sea, el punto es que las realidades parecen demostrar que el factor líder alfa es fundamental, sobre todo en situaciones en las que las fuerzas políticas están más o menos parejas y las decisiones dependen de pesos que inclinen la balanza.

 

En el caso venezolano, la derecha siempre cuestionó el “exceso de liderazgo” del presidente Chávez. Cuando lo tildaban de dictador populista pretendían descalificar su ascendencia sobre las masas y compararla negativamente con la supuesta modernidad de los “líderes serios” de otras naciones, como Estados Unidos, Colombia o España. No es algo casual que el prototipo del empresario, encarnado en Pedro Carmona Estanga, y el modelo del gerente, hecho patente en los meritócratas de la Pdvsa huelguista, hayan sido las contrafiguras del comandante en sus primeros años de gestión.

 

Está claro que ante Chávez los liderazgos opositores nunca vieron luz, y la mejor prueba es que el único momento en que lo desplazaron fue, por malas artes, en abril de 2002 y, en ese momento, la reacción popular casi inmediata lo que hizo fue atornillarlo en el poder.

 

Chávez impuso su liderazgo hasta las postrimerías de la vida y fue capaz incluso de endosarlo, en diciembre de 2012, para garantizar la continuidad de la Revolución. ¿Habrá una mejor prueba del dominio de un genuino líder que esa capacidad de proyectarse más allá de su propia existencia terrenal?

 

Los analistas políticos ponderaron la situación derivada del fallecimiento de Chávez y estimaron, razonablemente, que al perder el chavismo su líder alfa se produciría de inmediato un nuevo balance de poder con la oposición, que llegaría el tan ansiado equilibrio. No fue tampoco por casualidad que la campaña electoral de la derecha en 2013 se basó en la premisa de que “Maduro no es Chávez”.

 

A lo largo del gobierno de Maduro, la oposición ha hecho todo lo posible para remarcar la ausencia de Chávez, hasta el punto de que algunos de sus dirigentes y militantes
–pisoteando sus propios dichos y hechos del pasado–, se han proclamado admiradores secretos del comandante, tan solo con el fin de dejar mal parado al sucesor.

 

Sin embargo, el presidente Maduro, a pesar de no ser Chávez, ha demostrado capacidad para mantener el enfoque de liderazgo centralizado, cuestión en la que ha sido clave el respaldo del resto del liderazgo del chavismo.  Todo ello ha ocurrido así, a pesar de las profecías de los analistas opositores que hablaban y siguen hablando de divisiones y zancadillas.

 

¿Por qué la falta de liderazgo central no afectó a la oposición en los comicios para elegir a los integrantes de la Asamblea Nacional, celebrados en diciembre de 2015?  La doctora Pérez considera que la sólida victoria de la MUD fue posible porque cada bando votó por sus candidatos, por su cuota de poder electoral, sin que estuviera en juego decidir quién era el principal, el jefe, el capo. El liderazgo disperso resultó ser una ventaja en esas elecciones. El problema surge cuando la confrontación llega de nuevo a la hora de la verdad, que es la dirección política del país, centrada en la figura del presidente, que necesariamente es una persona, un individuo, un líder.

 

La incertidumbre se focaliza en el punto de quién puede ser el dirigente principal de un proceso tan complejo como sería desmontar una revolución con 18 años de rodaje. Los resquemores se potencian cuando los dirigentes llamados a desempeñar el rol protagónico comienzan a competir abiertamente entre sí. Queda demasiado en evidencia que ninguna de esas personas logra reunir todo el apoyo del antichavismo. Y, al menos desde la distancia, parece evidente que sus contradicciones son profundas, más allá de la superficial rivalidad por ser el candidato presidencial y, eventualmente, el presidente.

 

Para demostrar su conjetura de que la falta de un líder alfa ha sido la razón principal de lo que le ocurre a la oposición, Prodigio propone una aproximación por vía del supuesto negado. Plantea imaginar lo que podría estar ocurriendo si la oposición contase con un líder “vergatario”, para decirlo con una palabra chavista. Ella se refiere a algún demagogo de alto rango, como los que tuvieron alguna vez los grandes partidos de la IV República (Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez, Jóvito Villalba, Rafael Caldera, por ejemplo) o si tuvieran un cuarto bate actual, del estilo Álvaro Uribe. Ella ofrece respuesta a su propia hipótesis: “Si tuvieran un liderazgo aglutinante, yo te cuento un cuento…”. 

 

(Por: Clodovaldo Hernández / [email protected])