Qué cosa tan sospechosa es el antimilitarismo de ciertos personajes venezolanos que, a la vez, simpatizan abierta o sigilosamente con una invasión extranjera y coinciden de manera inequívoca con los valores de la democracia que Estados Unidos pretende exportar al resto del planeta. 

Así, pues, nuestros civilistas montan una alharaca quejumbrosa porque un político y maestro de escuela como Aristóbulo Istúriz, ministro de Educación, se presentó en un acto oficial con su uniforme de miliciano. Pero, al mismo tiempo, los civilistas impulsan a un pretendido presidente encargado que tiene como su principal aval, el apoyo de la potencia militar más agresiva y destructiva de la historia de la humanidad, cuyos nefastos voceros nos amenazan cada dos por tres con unas tales opciones que están sobre la mesa, entre las que se encuentra la guerra. Y lo hacen, por cierto, con el tono gangsteril propio de quienes ya han destruido un montón de países.

Leo sus artículos, sus análisis o sus tuits (algunos no pasan de un tuit, no porque sean muy modernos sino porque el tuit es perfecto para los argumentos cortos) y trato de entender su punto. Ellos se dicen civilistas y por eso rechazan a Bolívar y a la historia patria en general, porque aquellos tiempos fueron de una peleadera de nunca acabar, una sucesión de batallas, tiros, espadas y barbarie.

 

También, claro, rechazan a todo el que haya reivindicado a Bolívar y a sus gestas, empezando, adivinen por quién… claro, por Chávez, que en la versión de de la historia contemporánea propalada por estas personas fue el perverso caudillo que nos sacó de nuestro camino de democracia casi escandinava y nos devolvió al de las armas y esas cosas feas.

Es por esa vía que estos compatriotas también lanzan sus proclamas antimilitaristas enfocadas en la milicia, a la que consideran una perversión, una afrenta contra su cosmovisión .

Okey. Podría entender a esta gente si de verdad fueran pacifistas antimilitares, comeflores, hippies, fans de John Lennon… qué se yo. Pero no me la ponen fácil. Porque muchos de ellos son gente que, en una especie de bipolaridad política, tripea con otro tipo de militares y tiene estremecimientos de emoción pensando en que vengan los Marines. ¿Entonces, cómo es la vaina?

En buena medida, parece que  el civilísimo de nuestra actual derecha es un civilismo despechado, consecuencia de  haber perdido el control del estamento militar que la democracia puntofijista alcanzó eficazmente durante un largo tiempo.

 

En términos más inmediatos, el despecho es producto de no haber podido perforar la coraza de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Cabe sospechar que si  hubiesen funcionado las exhortaciones, las amenazas, los chantajes y las extorsiones mediante las cuales han pretendido que los altos mandos se sumen al golpe orquestado en Washington, hoy esos civilistas tendrían un discurso muy distinto. 

Lucubremos: si John Bolton, Marco Rubio y CIA hubiesen encontrado al Pinochet que andan buscando, mucho sospecho que esos civilistas hoy estarían rindiéndole honores o pidiéndole un autógrafo, como hicieron las doñitas fashion con los führer de pacotilla de la plaza Altamira en 2002.

 Lo malo es que hasta ahora tan solo han podido cuadrarse al «Pollo» Carvajal (a quien luego han hecho preso) y a ciertos «altos oficiales» cuyo gran mérito militar han sido robarse hasta los clavos de la cruz en los organismos públicos donde han sido ubicados, en mala hora.

Pensando maliciosamente, uno podría sospechar que a los civilistas de la derecha lo que les corta la nota (y lo que están tratando de impedir) es que Venezuela tenga un cuerpo de milicia que podría hacerles difíciles las cosas a un ejército invasor, por más que venga con los mejores armamentos, soldados y mercenarios nacidos para matar. No sería la primera vez, por cierto, que los gringos salieran aporreados por un pueblo militarmente inferior. La historia muestra varios casos, algunos bastante recientes.

Más allá de la coyuntura actual, en cualquier momento, el colmo de un antimilitarista es ser proestadounidense, porque si hay un país militarizado hasta los tuétanos, ese es EEUU. 

Primero exterminaron a los pueblos originarios con el argumento de que eran salvajes, luego se enfrentaron entre norte y sur porque unos eran de derecha y los otros de ultraderecha, y de allí en adelante se dedicaron a inventar guerras bien lejos de su territorio, a meterse en las guerras ajenas y a poner a otros a hacer la guerra, para venderles armas.

Nuestros antimilitaristas progringos (¡vaya contrasentido!) se olvidan de que fue un presidente militar, el superhéroe Dwigth Eisenhower, el que acuñó el término «complejo industrial-militar» para explicar quién manda de verdad-verdad en Estados Unidos, al margen de si en la Casa Blanca está un señor respetable como James Carter (por encontrar un ejemplo escaso), un criminal de guerra, como cualquiera de los Bush o un payaso como ustedes saben quién.

 

La mayoría de los integrantes de la élite política estadounidense, tanto republicanos como demócratas, le deben sus carreras políticas a ese complejo industrial-militar, y es por eso que todos los presidentes (hasta el bonachón Carter) siempre terminan haciendo una guerra nueva o continuando la que han heredado. Algunos hasta se han creado su propia guerra para salir de algún brete en el que se han metido, como Clinton después de su affaire con Mónica Lewinsky.

Si lo caricaturizamos un poco, solo con fines pedagógicos, podemos decir que sube el telón y aparece un almirante estadounidense, con su portentoso uniforme de la Navy, y dice que «si Maduro sigue en pie para diciembre», habrá una intervención militar directa de EEUU para derrocarlo. El público, integrado por los civilistas criollos, lo aplaude a rabiar. Baja el telón. Luego, sube el telón y aparece el ministro Istúriz con su modesto uniforme de la Milicia Nacional Bolivariana. El público de civilistas lo abuchea, lo amenaza con procesarlo por delitos de lesa humanidad y le lanza tomates podridos, a pesar de que están carísimos.

¿Cómo se llama la obra? 

(Clodovaldo Hernández / La Iguana.TV)