Festejar un fatal accidente mediante una tormenta de tuits puede parecer una señal de locura colectiva. Sin ser especialista en las ciencias de la conducta humana, cualquiera puede decir que lo es. Sobre todo porque -contrario a lo que algunos comentaristas quieren creer para tranquilizar sus conciencias- no es un signo nuevo ni tampoco producto de un contagio del otro bando político.

 

El pasado fin de semana ocurrió nuevamente, esta vez con respecto a un siniestro aéreo. La avioneta procedente del estado Bolívar se estrelló cerca de su destino, en el aeropuerto de Charallave. De inmediato se manifestó el trastorno: centenares de trinos llovieron para celebrar lo ocurrido, bajo el pretexto de que los ocupantes de la aeronave eran chavistas o enchufados que traían consigo un cargamento ilegal de oro.

 

Como suele ocurrir, la insania fue adquiriendo la velocidad de un torbellino. Se dijo que entre los pasajeros estaban una cuñada de Diosdado Cabello y la novia de uno de sus hijos. Estos «datos» le dieron rienda suelta a las pasiones más rastreras. La mayoría de los mensajes eran de celebración, de aplauso, de chiste macabro, de pretendida ironía.

 

Luego de una etapa inicial de desenfreno necrofílico, algunos empezaron a mostrar signos de contrición, algo así como el feo ratón después de una gran borrachera. Hicieron llamados a tener misericordia con los muertos y algunos analistas e influencers repitieron una vieja creencia: los opositores no son así, esa no es su conducta habitual. Por eso, no faltaron los regaños del tipo «se están comportando como si fueran chavistas».

 

La verdad histórica no respalda esa visión. Los opositores de todos los niveles vienen incurriendo en ese extravío hace unos cuantos años. Quien tenga porciones borradas en el disco duro, puede investigar lo que se dijo a propósito del extremadamente vil asesinato de Danilo Anderson, en 2004, hace ya 15 años. Aunque todavía no era época de redes sociales, los comentarios por correo electrónico y mensajes de texto fueron a parar directamente a la antología universal de la infamia.

 

La lista de personas cuyas muertes han sido vitoreadas es larga. En ella se cuentan Luis Tascón, Lina Ron, Willian Lara, Clodosbaldo Russián, Eliézer Otayza, Robert Serra, Carlos Escarrá y, por supuesto, el comandante Hugo Chávez.

 

En lo personal siempre me ha impresionado la forma como este tipo de sentimientos extremadamente deformes, monstruosos, sale del coto de los individuos más disociados y toma cuerpo, como un incendio forestal, en las mentes de gente normal y corriente, personas decentes que hasta son practicantes de alguna religión o de una creencia mística.

 

Siempre recuerdo a una compañera de trabajo que se distinguía por su altruismo y su disposición permanente a recoger perros callejeros, llevarlos a su casa y cuidarlos. Así de buena persona es. A la mañana siguiente del atentado contra Anderson, otro compañero se topó con ella en el ascensor y, como todo el mundo ese día, tocaron el tema. Ella sentenció:»¡Se lo merecía!», y dejó a su interlocutor con la boca abierta.

 

Cuando murió la dirigente comunitaria Lina Ron, le dediqué la columna semanal que tenía entonces (2011) en el diario El Universal. Se tituló “Pachanga por una mujer muerta”, y se refirió a los festejos que hubo y a las copas que se entrechocaron en esos días (ocurrió cerca del asueto de Carnaval) entre gente de bien. Algunas de esas personas, luego de alegrarse con la desaparición física de la aguerrida mujer, fueron el Miércoles de Ceniza a que el cura le estampara su cruz en la frente. Bipolaridad moral, podríamos decirle.

 

Cuando murió accidentalmente el colega periodista Willian Lara, fue célebre el «chiste» que hicieron los presentadores de un espectáculo que se estaba presentando en el Celarg y que luego fue replicado (el chiste, digo) por las redes con morbosidad. «Hasta aquí me trajo el río», fue la frase referida a que el vehículo del entonces gobernador de Guárico fue arrastrado por un torrente. Por cierto, cuando el Celarg, en respuesta a esa actitud ruin, suspendió el espectáculo, los opositores dijeron que había sido un acto inaceptable de censura.

 

Con Eliézer Otayza y Robert Serra, otros dos líderes revolucionarios cobardemente asesinados, se ensañaron los heraldos negros, para decirlo como César Vallejo. Fotos de sus cadáveres y escabrosos detalles de los terribles tormentos a los que fueron sometidos, se difundieron ampliamente, para fruición de cultores de la muerte.

 

Russián y Escarrá partieron de este mundo por enfermedades, pero no se salvaron de las aves de rapiña digital que intentaron devorarlos después de muertos.

 

Naturalmente, lo peor de lo peor ha estado reservado para el comandante Chávez. Con respecto a él, las ovaciones a la muerte comenzaron desde que se supo que padecía una grave enfermedad. Germinó en Venezuela aquella frase con la que otra derecha recalcitrante, la argentina, aupó el fin de la existencia física de Evita Perón: ¡Viva el cáncer!

 

En los días en que falleció el gran líder bolivariano, muchos opositores se aguantaron las ganas de bonchar. Sintieron que una provocación de ese calibre no iba a quedar sin respuesta por la gran porción del pueblo que lloraba. Pero, poco a poco fueron tomando su nivel y aún hoy es frecuente que los antichavistas furiosos hablen de «el Mortadelo». Cuando los oigo o los leo decir ese tipo de cosas, pienso que tal vez sean personas que nunca van a morir y a las que nunca se les ha muerto un ser querido… o un líder.

 

Del humor al odio: un paso

 

No falta quien se escude en el humor para justificar sus aplausos a la muerte de personajes públicos (como en los casos comentados) o de personas no tan conocidas pero que previamente han sido etiquetadas con algún epíteto que incita al escarnio.

 

En el caso de la avioneta del pasado fin de semana, el argumento salió a relucir. Se pretendió disfrazar de talento para la sátira la difamación postmortem de nueve personas, con efectos colaterales sobre sus familiares, amigos y allegados. Las víctimas del accidente fueron rematadas moralmente, sin que, por supuesto, tuvieran la menor posibilidad de defenderse. Cuando algunos de los autores de esos mensaje abyectos fueron citados a declarar por las autoridades, hicieron lo que siempre hacen: victimizarse y decir que los están persiguiendo «por escribir un tuit».

 

En privado –porque este mal parece ser incurable- siguen diciendo, como la excompañera benefactora de los perros callejeros: ¡Es que se lo merecían!

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)