Está de moda hablar de «la narrativa». Esto significa que lo que ocurre no es tan importante como la forma de contarlo. No es una idea nueva, en realidad, pero en estos tiempos de medios digitales y de redes sociales, la pelea tiene sus características peculiares.

Una de las particularidades es que en esa forma de contar los acontecimientos tienen un rol protagónico los influencers, es decir, las personas que cuentan por miles, decenas de miles o centenares de miles sus seguidores en las redes.

Pues bien, en la Venezuela de este fin de 2019 hay varias batallas por controlar las narrativas. Una de ellas se refiere a si el país ha logrado o no una cierta recuperación dentro de su profunda y prolongada crisis económica.

Los grandes influencers de la oposición se han concentrado en «la narrativa de la desesperanza» para tratar de convencer al país de que el incremento en la actividad comercial, en el tráfico de  vehículos, en el número de espectáculos artísticos o faranduleros y, en general, la mejora del estado de ánimo de la gente en la calle son puro invento del rrrégimen o pura apariencia.

Es un empeño que a muchos les puede parecer raro, pero que en el contexto de nuestra reciente historia tiene bastante sentido. El antichavismo furibundo tiene que demostrar que el país no solo está mal, sino que cada día está peor y cualquier síntoma que se oponga a esa convicción debe ser negado, interpretado al contrario, explicado de otra forma o, para decirlo en jerga actual, sometido a otra narrativa.

Esta semana, los influencers de la desesperanza tuvieron trabajo extra. Como dicen los narradores de fútbol, debieron sudarse la camiseta. Y todo fue, paradójicamente, por culpa de unos inventos muy propios del discurso capitalista neoliberal que ellos mismos defienden, como lo son el Día de Acción de Gracias y el Viernes Negro o, para decirlo como a muchos de ellos les gusta, el thanksgiving day y el black friday… ¡Oh, yeah!

En fin, la narrativa que debía haberse impuesto en estos días era que en Estados Unidos y en los países que le son fieles, receptores de la diáspora venezolana, centenares de miles de felices y prósperos ciudadanos fueron a aprovechar las generosas ofertas de las corporaciones capitalistas, mientras en la arruinada y sombría Venezuela socialista, todos sus habitantes, famélicos sobrevivientes de la hambruna, lloraban por los rincones.

Pero, por razones que cada analista se esfuerza por explicar, la realidad se mostró tercamente contradictoria: el thanksgiving day sorprendió a varios de los vecinos en medio de grandes oleadas de descontento social, salvajemente reprimidas por sus gobiernos, mientras en el país de la crisis humanitaria, del que (según el relato sostenido durante años) huyen millones de harapientos y perseguidos políticos, gente de todas las apariencias se abalanzó a centros comerciales y locales de todas las categorías a gastar un dinero que, en teoría, no debería tener.

Una parte de los influenciadores fatalistas se decantó por una explicación muy bien orquestada con el resto de su «narrativa»: toda esa gente desaforada que plenó los malls, desde los más ultrasifrinos del este del este hasta los más chusmáticos del oeste del oeste, todos sin excepción, eran (o son, porque la cosa no paró el viernes, sino que siguió el fin de semana) enchufaos chavistas o cómplices de la tiranía.

Claro que esa tesis les trajo problemas a los opinadores de red social, sobre todo con algunos de sus muchos seguidores porque resulta que ellos y ellas (los seguidores) estaban también entre los desaforados y se sintieron ofendidos en grado sumo de que los calificasen de enchufaos.

Otro segmento de los generadores de tendencias optó por una interpretación más sociológica y pretendidamente actuarial. Dijeron que los frenéticos consumistas son apenas 5% de la población que tiene obscenos ingresos, mientras el 95% pasa roncha. La observación empírica en las calles parecía indicar algo muy distinto. Cosas de narrativa.

Un tercer grupo se lanzó por la ruta de advertir que todo es una burbuja de ilusiones que explotará y dejará a la gente peor que antes. Bueno, estos seguramente tienen bastante razón, pero que alguien diga ¿cuándo no ha sido así la Navidad?

Un cuarto bloque se dedicó a desmentir la mejora diciendo que sí, había bastante gente esperando el viernes negro en los centros comerciales, y hasta en las tiendas más majunches que se sumaron a la moda (“¡Es que somos tan parejeros!”, decía mi madrina Ina), pero, ¡ojo!, eso no tiene nada que ver con los buenos tiempos, cuando los sambiles estaban abiertos hasta las 12 de la noche y los compradores empezaban a botar la plata desde principios de noviembre, en lugar de un solo y enloquecido viernes.

 

Uno de los influencers hasta le aplicó un modelo matemático al flujo vehicular para concluir que en las calles de Chacao se hizo cola porque el estacionamiento del Sambil tiene varios pisos clausurados debido a la ruina en la que se encuentra sumido el país por culpa de Maduro, no porque haya ido mucha gente con carro. 

En fin, en la colección de enfoques plañideros hubo para todos los gustos, incluyendo los que dijeron que esa ola de falsa prosperidad fue planificada en la misma reunión del Foro de Sao Paulo en la que se organizaron las revueltas populares de Ecuador, Chile y Colombia.

Por lo que puede pulsarse en las redes y en algunos lugares del mundo real, estos influencers han logrado imponer su narrativa de la desesperanza. La prueba es que incluso a alguna gente que hace cola en los restaurantes y centros nocturnos carísimos y dolarizados de la capital venezolana se les puede escuchar hablando de lo mal  que está no solo el país, sino ellos mismos. ¡Pobrecitos! 

Sin embargo, es evidente que la narrativa catastrofista prendería más eficazmente si estuviésemos tan mal como los estrategas de la hiperinflación, la guerra económica, el bloqueo y las medidas coercitivas unilaterales habían previsto que estaríamos a estas alturas. El hecho de que estemos ligeramente mejor (o menos peor) no es, obviamente, algo para declararse en rumba permanente. Pero está claro que la optimista esencia venezolana prefiere aprovechar cualquier pequeño respiro para ponerse en una onda de «la vida es bella». Deberíamos felicitarnos por eso.

Unos cuantos de esos influencers solo cumplen con su labor en el plan mayor ya mencionado. Por cada tuit lastimero reciben su comisión (en dinero, en nuevos seguidores o en “me gusta”, es decir, en caricias al ego), pero otros han hecho un esfuerzo tan sustantivo para «imponer su narrativa» que han terminado por creérsela. Entre ellos hay varios que, mientras toman vino en algún lugarcito para gente chic, se quejan de lo mal que les ha ido en estos últimos años… y ya no le caben los sellos en el pasaporte. Ojalá que en 2020, Dios y la virgen los ayuden a ser felices o, al menos, a intentar otra “narrativa”.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)