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De tanto jugar con fuego; de tanto banalizar la muerte; de tanto hacer apología de la violencia; de tanto regar semillas de odio contra el adversario ideológico, las élites opositoras han colocado a sus seguidores en estado de guerra civil. Significativamente, el estallido de esta confrontación no se está dando entre ricos y pobres -como tantas veces se ha pronosticado-, sino entre gente de las clases medias que se cuece en su propio caldo.

 

Vamos a estar claros, de entrada: no hay que llamarse  engaño respecto a lo que ha pasado hasta ahora, pues, como suele suceder en todos los choque bélicos, siempre es el pueblo pobre el que pone la mayoría de las víctimas, pero es conveniente prestar atención también a las señales que se están presentando en el interior de los estratos medios, donde la oposición de derecha domina ampliamente.

 

Las escenas que fueron difundidas a través de las redes sociales durante la actividad principal de la Mesa de la Unidad Democrática en la semana que concluye no son algo que deba tomarse a la ligera. En primer lugar por la carga de violencia física y verbal que aflora en estos episodios cada vez más frecuentes; en segundo término, por la ausencia absoluta de autoridad que rodea estos actos, en los que los vecinos que ejercen algún tipo de “liderazgo” se convierten en los pranes de unas cárceles muy peculiares, las que se impone a sí misma una parte de la “sociedad civil” que supuestamente lucha contra una dictadura.

 

Veamos el primer aspecto. El plan de llevar a cabo un supuesto paro general, basado en el cierre forzoso de las salidas de las urbanizaciones y de calles y avenidas de zonas neurálgicas de las ciudades, es parte de la maniobra general para que una minoría violenta haga ver al mundo que el pueblo en general se opone a la Asamblea Nacional Constituyente y quiere derrocar al presidente Nicolás Maduro. Sin embargo, la ejecución de ese plan implica muchas molestias, principalmente para las personas que habitan en las zonas de clase media y media alta, pues quedan convertidas en rehenes de sus propios vecinos radicales.

 

Muchas personas que participan de buena fe en esas trancas no aprecian el componente violento de esa forma de protesta. Consideran que es una manifestación legítima y pacífica, que merece respeto, como se oyó decir a alguien que observaba el incidente entre un individuo que obstaculizaba la vía y otro que intentaba pasar con su camioneta (“¡Respeta la tranca!”, le gritaba). Puede decirse que, en general, hay consenso en estos sectores en que las guarimbas son una forma de protesta válida… hasta que por cualquier razón, alguna persona tiene que movilizarse o queda atrapada en un lugar distinto al que le conviene. Entonces se rompe el consenso y arde Troya.

 

La violencia ejercida contra los vehículos es un material altamente explosivo y muy simbólico. No hay que perder de vista lo que el automóvil significa para los estratos medios de la sociedad. Quien haya reflexionado un poco sobre eso (sobre todo si lo hace introspectivamente) puede entender que un ataque deliberado contra el carro de alguien es casi como si se hiciera contra un integrante de su familia. En algunos niveles sociales, el vehículo es la representación patente del estatus económico, un emblema del llamado “ascenso social” o la barrera que separa a su propietario de los bajos fondos, donde están los pobres. Allí radica uno de los detonantes de la “guerra civil de la sociedad civil”: es muy posible que comience con algo como lo que vimos el miércoles, un “¡Maldito, me escoñetaste mi carro!”.

 

Aprovechemos esta referencia para pasar ahora al punto de la violencia verbal que hierve como un caldero de aceite en estos lugares. Estudiemos los “insultos” que estas personas intercambian. Eliminemos los más habituales en nuestra jerga de toda la vida y subrayemos el señalamiento político como forma de exponer a una persona a la violencia física perpetrada por una turba. El sujeto que “coordinaba la tranca” en un lugar del llamado este del este de Caracas, luego de abollar el automóvil conducido por una señora (en el que, además, iba un niño), y ante las repetitivas maldiciones de ella, opta por decirle “¡chavista!”, un agravio tremendo en esos ambientes, que ya le ha costado la vida a varios infortunados en Altamira y sus alrededores.

 

En esa palabra, este sector social resume numerosos defectos: ignorancia, primitivismo, ordinariez, violencia política, irrespeto a la democracia y paremos de contar. ¿Pero de qué han sido las demostraciones que estas mismas personas han dado en estos casi cuatro meses de locura generalizada? ¿Faltó algo de eso, por ejemplo, en las ya referidas escenas de los conductores que se rebelaron contra los trancazos ejecutados por sus propios correligionarios políticos y vecinos?

 

Revisemos ahora el aspecto de la falta absoluta de autoridad en las zonas donde se realizan estas protestas. Baste decir que en condiciones normales, estos incidentes tendrían consecuencias penales. Quienes colocan cadenas y candados en portones de uso común, impidiendo la salida de las personas incurren claramente en del delito de secuestro, sobre todo si alguien intenta traspasar la barrera y se le intimida con armas, se le golpea o amenaza o se le causa daño a sus propiedades. En los territorios dominados por la oposición donde esto ocurre, no es extraño que los sucesos sean presenciados impasiblemente por agentes policiales municipales o estadales.

 

La falta de autoridad se ha hecho más contundente en esta oleada de violencia política, al sumarse la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, a la estrategia insurreccional opositora. La línea asumida por el Ministerio Público ha sido la de perseguir e imputar únicamente a los funcionarios de seguridad del Estado que presuntamente han cometido excesos en la contención de las manifestaciones violentas. Frente a los desmanes y hasta crímenes horrendos que han perpetrado los manifestantes, como el apuñalamiento, paliza y quema de Orlando Figuera, la Fiscalía se ha limitado a decir que investiga los hechos y hasta se ha adelantado a negar que pueda tratarse de crímenes de odio, una actitud que ha favorecido la reiteración de tales delitos, los cuales ya se están haciendo moneda corriente, como se evidenció esta misma semana en Anzoátegui y Caracas.

 

En lo que respecta a los enfrentamientos entre ciudadanos, provocados por los cierres ilegales de calles y avenidas, la inacción ha sido la respuesta del despacho encabezado por Ortega Díaz. Hasta ahora, que se sepa, ni siquiera se ha abierto alguna investigación al respecto. Al que le abollaron su carro, abollado se quedó. Demás está advertir que esta impunidad solo puede favorecer la toma de la justicia en propias manos y la aparición de rencillas entre particulares. En nuestros barrios, azotados por bandas criminales, saben mucho de eso.

 

Al sentirse guapos y apoyados, cubiertos por el manto de la impunidad, los líderes locales que controlan los puntos de cierre de vías han mostrado el lado más perverso que, al parecer, todo ser humano tiene. Como si se tratase de una nueva versión del Experimento de la prisión de Stanford, los vecinos que encarnan el rol de carceleros se transforman en crueles esbirros de sus propios conciudadanos, a pesar de que en su mayoría son también copartidarios en el plano político. Para agregarle un detalle muy siglo XXI, más que como carceleros, estos jefes de tranca se comportan como los pranes de estas prisiones. Y, tal como ocurre en las cárceles, el puesto de líder negativo está siempre en disputa, pues se conquista a punta de ser el peor de todos, de sembrar el terror.

 

En estos días depravados, muchos hemos podido observar en persona a estos pranes en acción. Ahora, el país entero los ha visto en videos virales. Una señora de servicio doméstico que transitaba caminando a duras penas entre peñascos, cachivaches, cuerdas, alambres de púas, manchas de aceite y miguelitos, por los lados de Horizonte, en El Marqués, lo dijo todo: “Si así se portan siendo oposición, ¿cómo serán cuando estén en el gobierno?”.

 

Al día siguiente del tal paro “cívico”, que fue más bien un secuestro con algo de autosecuestro, las calles de los municipios Chacao, Sucre, Baruta y El Hatillo parecían zonas de guerra. Y conste que no habían ocurrido enfrentamientos con la Policía Nacional Bolivariana o la Guardia Nacional Bolivariana. Solo en algunos lugares puntuales había actuado la fuerza pública, cuando ya la situación era grave (como fue el caso de las inmediaciones de Venezolana de Televisión). En la mayor parte de las calles y avenidas de las urbanizaciones de clase media y media alta, esos destrozos, esa desolación, esa destrucción solo puede explicarse como una guerra doblemente civil: una que está surgiendo entre civiles que se precian mucho de su civilidad.

 

(Clodovaldo Hernández / [email protected])