Tal vez sea el momento de crear una acepción adicional a la palabra posverdad, que se puso de moda hace algunos años, agregándole la de la verdad dicha tardíamente.

El significado de posverdad ya conocido es el de un relato en el que más que los hechos privan las opiniones personales, las creencias y las posturas emotivas del emisor y, sobre todo, del receptor de la información.

El nuevo sentido que se asoma podría incluso acercarse más a las raíces etimológicas, pues el prefijo pos equivale a posterior, a después de. Entonces, una manera de ejercer la posverdad es mentir durante un período determinado y luego reconocer la verdad, pero a destiempo, cuando ya la versión falsa surtió efectos en la vida real, cuando ya “el ojo está afuera” y, por tanto, “no vale Santa Lucía”.

O quizá sea mejor inventar otro término para no confundir más a las audiencias, y decir, que la maquinaria mediática maneja astutamente la “después-verdad”, como una forma de lavarse la cara y a veces unas manos ya manchadas de sangre o de otras sustancias fisiológicas.

Si alguien quisiera ahondar en esta idea con fines de investigación académica encontraría un fértil terreno rebosante de ejemplos. El que está actualmente sobre la mesa es el de las “revelaciones” del pérfido asesor John Bolton sobre la mano del gobierno de Estados Unidos en todo lo malo que nos ha pasado y en las cosas peores que pudieron pasarnos, de no haber reaccionado a tiempo. Muchos medios y periodistas, incluyendo algunos de la oposición más rancia, han tomado el libro de Bolton como un ánfora de novedades sorprendentes, cuando en realidad no hace más que confirmar hechos que fueron denunciados oportunamente por otros medios y otros periodistas, hechos que la maquinaria mediática negó, ocultó o intentó banalizar. 

También entran en este ámbito de la “después-verdad” las noticias tardías de The New York Times acerca de la falsedad criminosa del informe presentado por la Organización de Estados Americanos sobre un supuesto fraude en las elecciones bolivianas.

Ya es irreversible el daño causado por ese documento, intencionalmente forjado por el incalificable Luis Almagro, para justificar la violencia y forzar la renuncia de Evo Morales. Las muertes, las lesiones, las persecuciones, los excesos racistas cometidos por la camarilla golpista no tienen reparación posible. El retroceso económico de Bolivia tardará años en resarcirse, lo mismo que los perjuicios causados a la integración latinoamericana. En ese contexto, la “después-verdad” del NYT tiende a sonar como una burla o, al menos, como un ejercicio bastante inútil. 

Venezuela, crisol de “después-verdades”


En Venezuela tenemos varios ejemplos de alto calibre, todos ellos relacionados con hechos que estaban destinados a causar cambios políticos profundos y violentos, y que han sido objeto de la técnica de la “después-verdad”.

En los sucesos de agosto de 2018, cuando se produjo el magnicidio frustrado contra el presidente Nicolás Maduro y prácticamente todo el alto mando civil y militar de la República, la maquinaria mediática nacional e internacional al servicio del capitalismo hegemónico global se dividió entre los que negaron los hechos y lo que se los atribuyeron a un autoatentado para reforzar la represión. Meses después, CNN en Español publicó un trabajo reconociendo la veracidad del grave intento de asesinato en masa.

El otro gran caso ocurrió en febrero de 2019, cuando toda la prensa de la derecha afirmó en perfecto coro que el gobierno venezolano había quemado los camiones de la “ayuda humanitaria” en la frontera colombo-venezolana. Varias semanas después, The New York Times publicó un reportaje investigativo para demostrar que los vehículos pesados fueron quemados del lado colombiano de la frontera, por las bombas molotovs arrojadas por manifestantes violentos opositores.

Un aspecto clave a considerar en el análisis de estos dos casos es que en ambos hubo, desde un principio, suficiente evidencia disponible si no para asumir la versión favorable al gobierno venezolano, al menos para presentarla como alternativa. Pero no lo hicieron, sino que se sumaron a la manada rabiosa.

De hecho, medios como Telesur, VTV, LaIguana.TV y algunos independientes colombianos mostraron la versión de lo ocurrido que luego CNN y NYT darían por cierta. Una demostración de que no hacía falta una larga y especializada investigación para entender lo que había pasado.

De hecho, tanto en el caso del magnicidio como en el de los camiones quemados, el gobierno presentó toda clase de indicios y testimonios, confesiones y delaciones de los implicados, material de inteligencia y otros elementos que proyectaban clara luz sobre los autores materiales e intelectuales de los hechos. Todos fueron desechados por ser “información sesgada”. Pero esa misma precaución no se tomó respecto a las afirmaciones y acusaciones del lado opositor nacional y del infame gobierno de Colombia.

Peor aún fue el caso del diario El País, de Madrid, que solo publicó una suerte de rectificación siete meses después de la aclaratoria del NYT y lo hizo a instancias de una persona que requirió la intervención del Defensor del lector. Lo que nunca hizo este medio, en realidad, fue rectificar seriamente. Si lo hubiese hecho tendría que haber reconocido su grave error cuando, al día siguiente de los hechos publicó un editorial (pieza que representa la opinión del medio de comunicación como tal), en el que, de manera ominosa afirmó que “el régimen ha dejado al descubierto su cara más miserable al quemar algunos camiones cargados de medicinas y alimentos”. Bajo un riguroso sentido de la ética, al reconocer que la información era falsa, debieron pedir perdón a la parte difamada e, incluso, decir que quien mostró su cara más miserable fue la oposición. Pero era demasiado pedir.

En comparación con los que no lo hacen nunca y, por el contrario, siguen repitiendo la mentira, los medios que rectifican, aunque sea de manera incompleta y ladina, lucen como paladines de la ética periodística, pero todo indica que se trata de una especie de treta para que al menos una de las piezas de la maquinaria mediática salga bien parada, una forma de lavarse la cara para poder afirmar más tarde que “nosotros rectificamos”.

Según el periodista español Pascual Serrano, estas extemporáneas admisiones de equivocación tienen otra función: dar por cerrado un caso y así tener licencia para pasar a la próxima mentira.

Y ahora, el libro de Bolton

La técnica de invocar a Santa Lucía cuando ya el ojo está sacado, se consolida con la ristra de “revelaciones” del criminal de guerra Bolton en su libro La habitación donde ocurrió. Al menos en lo que toca a Venezuela, esos relatos no hacen más que confirmar lo que la prensa oficial e independiente ha dicho durante todos estos años acerca de los alevosos esfuerzos de EEUU para imponer en Venezuela un gobierno lacayo, empeños fracasados, algunos de ellos en forma estrepitosa, salvo en lo que se refiere al saqueo de los activos, reservas y cuentas bancarias del país.

Tras la difusión de los “bombazos” de Bolton, son muchos los medios que le han dado el carácter de verdad a aquello que tantas veces negaron, ocultaron o pretendieron ridiculizar. Es la “después-verdad” con desparpajo, con descaro, con cara de cemento.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)