La expulsión de Donald Trump de Facebook y Twitter, criticada como «problemática» por la canciller alemana, Angela Merkel, ha reabierto un interesante debate sobre el poder y el alcance de estas redes sociales globales convertidas en un preocupante oligopolio tecnológico y digital.

Retirarle al presidente de Estados Unidos el potentísimo ‘megáfono’ que suponían ambas marcas ha sido toda una noticia bomba que ha supuesto el final del primer acto del trumpismo. Ocurrió el 8 de enero y a consecuencia de dos tuits que, vistos de forma aislada, resultaban bastante inocuos, teniendo en cuenta el grado de provocación y falsedad que destilaban los comentarios de Trump de un tiempo a esta parte. La empresa del pajarito azul que pía justificó su dura decisión argumentando que el acceso del jefe del Estado a su cuenta personal podía incitar aún más la violencia, después de la marcha al Capitolio del 6 de enero, incitada por él, que terminó degenerando en un asalto en el que murieron cinco personas.

Además de defenestrar a Trump, Twitter también prohibió las cuentas del exconsejero presidencial Michael Flynn y de la abogada Sidney Powell, dos de sus más estrechos simpatizantes. Así mismo, fueron vetadas 70.000 cuentas dedicadas a QAnon, una enloquecida pero resistente teoría conspirativa que sostiene que Estados Unidos está dirigida por una cábala de pedófilos satánicos.

Todas estas suspensiones representan las acciones más drásticas que estas empresas de redes sociales han tomado hasta ahora para hacer cumplir sus reglas sobre lo que se puede y no se puede decir en sus plataformas digitales, que tienen millones de usuarios y manejan miles de millones de mensajes al día.

Twitter y Facebook toman medidas

Tanto Twitter como Facebook habían dicho anteriormente que los políticos estarían sujetos a estándares más bajos que los de los usuarios comunes, argumentando que sus declaraciones, incluso las que son incendiarias o falsas, como el caso de Trump, eran de interés público. Más recientemente, habían comenzado a etiquetar o a bloquear un mayor número de publicaciones falsas o potencialmente dañinas. Twitter, por ejemplo, había rechazado algunas de las afirmaciones más descabelladas del todavía presidente norteamericano sobre las elecciones de noviembre de 2020 al agregar avisos a algunos de sus tuits, diciendo que su contenido era discutible. Pero las prohibiciones absolutas demuestran que los jefes de empresas de tecnología como Jack Dorsey de Twitter y Mark Zuckerberg de Facebook han acabado con este trato privilegiado.

Los republicanos acusan a las redes sociales de censurar a los conservadores; los demócratas, de permitir que las mentiras y las amenazas proliferen sin control. Ambos partidos han amenazado con tomar enérgicas medidas regulatorias. Tras perder las elecciones, y con los demócratas a punto de tomar el control de las dos cámaras del Congreso, Trump es un ‘pato cojo’. Está muy debilitado por las consecuencias de la insurrección contra el Capitolio. Por tanto, el coste de silenciarle en las redes ha sido más bajo de lo que nunca nadie hubiera imaginado.

Twitter considera que el veto fue un paso correcto porque las circunstancias que lo rodearon fueron «extraordinarias e insostenibles» y porque está demostrado el daño que el mundo digital provoca en el mundo real. Pero, consciente de las complicadas ramificaciones que tiene el asunto, Dorsey, uno de los fundadores de Twitter, reconoce que «una prohibición es un fracaso» de un mecanismo creado precisamente para promover conversaciones «saludables».

Debates

La prohibición ha generado grandes divisiones no solo porque implica una limitación a la sagrada libertad de expresión sino también porque ha generado un «peligroso precedente», considera Dorsey, con respecto al inmenso poder que una corporación o varias tienen sobre la opinión pública global. ¿Quién controla a estas plataformas? ¿Quién vigila ese poder que atesoran no sólo Facebook y Twitter sino también otras como Snapchat o Instagram? ¿Qué responsabilidades recaen sobre ellas?

Es evidente que los usuarios pueden cambiar de aplicación y utilizar otra red social o servicio de mensajería. Pero esa opción también quedó limitada cuando varios proveedores de herramientas básicas de Internet decidieron suspender su colaboración con aquellas plataformas que consideran peligrosas. Es fue el caso de Parler —una alternativa a Twitter— que perdió el soporte de Apple, Google y Amazon y sencillamente dejó de funcionar.

Parler ha sido el refugio de muchos internautas de extrema derecha o de quienes defienden posiciones racistas, xenófobas o conspirativas. ¿Fue una acción coordinada? Es bastante posible, pero también es probable que cada una de esas tres empresas tecnológicas llegara a la misma conclusión por separado o que se atrevieron a adoptar esa decisión al comprobar que otras ya lo habían hecho antes que ellas.

En consecuencia, el debate se ha extendido más allá de los derechos y libertades fundamentales y ha alcanzado las inconsistencias de las redes sociales, culpables (in)voluntarios de incentivar los daños y amplificar el ruido de fondo. Estos servicios necesitan más transparencia y más control no solo a la hora de filtrar/censurar contenidos potencialmente agresivos o peligrosos sino también a la hora de regular su propia gestión. Y ese control debe ser externo.

Cambios necesarios

El modelo debe cambiar. Ya hay propuestas, por ejemplo, para que los tuits sean más largos, se eviten las quejas y los ataques, las listas numeradas… El ciberespacio bulle con ideas, algunas descabelladas; otras, razonables.

Todo esto viene a confirmar que Facebook y Twitter han alcanzado un punto de no retorno. La inquietud por su influencia desmesurada ha traspasado fronteras. Así, Reino Unido, Australia, Singapur, Brasil o la Unión Europea (UE) han aprobado o están discutiendo nuevos marcos jurídicos para regular las redes sociales.

Además, esta práctica de censura ya aplicada a Trump puede darse en otros escenarios, en otros países como Irán, India o Filipinas, donde Twitter publica declaraciones muy controvertidas y polarizadas.

Entre los críticos a la actuación de esta plataforma destaca la líder alemana, para quien el cierre de cuentas afecta a un «derecho fundamental». El límite para interferir debe estar en la letra de la ley y no en el juicio de un ejecutivo de Silicon Valley. Otras voces se sumaron al parecer de Merkel y denunciaron la toma de decisiones sin control legítimo o democrático. Especialmente interesantes fueron las declaraciones del ministro francés de Economía, Bruno Le Marie, quien enfatizó que la regulación digital «no puede ser realizada por la propia oligarquía digital». Esa paradoja esconde grandes retos y obstáculos.

(Sputniknews)