Aquello de que el comunismo es un fantasma que recorre el mundo es, casi con toda seguridad, la idea marxista más querida por los ideólogos capitalistas: siempre usan el comunismo como un espanto para meterle miedo a la gente.  

Como en una de esas bobas películas de zombis, los pueblos se olvidan de los vivos que los explotan, y pretenden escapar de los muertos vivientes. 

En el mundo hay casi 200 países. De ellos, menos de diez son proclamadamente socialistas o comunistas. El más importante de ese grupo, China, lo es en el plano político, pero en lo económico (si hacemos un análisis descarnado y dialéctico) es tan ultracapitalista como lo era Inglaterra en plena Revolución Industrial o como lo era Estados Unidos cuando ahorcaron a los sindicalistas en Chicago.  

La hegemonía, además, no es reciente. El capitalismo, en sus primeras fases, data del siglo XVI, se consolida a finales del siglo XVIII. Durante un breve período (desde la Revolución Rusa de 1917 hasta 1991) se disputó el dominio con el socialismo. Pero es el sistema dominante y casi único a escala global desde hace ya 30 años, cuando Estados Unidos le ganó la Guerra Fría a la Unión Soviética, y el temible país de Lenin y Stalin pasó a ser dirigido, primero por un menchevique de nuevo cuño y luego por un bailarín beodo. 

A pesar de esa aplastante mayoría de países capitalistas y de que los mecanismos y las reglas del mercado gobiernan el planeta entero, las élites políticas, económicas, intelectuales, académicas y mediáticas siempre se las arreglan para culpar de los males del mundo a algo que y solo existe en el plano de las utopías. O de las películas de zombis. 

La paradoja es hiriente: revise usted lo que dicen políticos de todo el mundo, reputados filósofos de moda, analistas cotizados por los grandes medios de comunicación y, por contagio, la gente de las clases medias cuando se les pregunta por qué el mundo es tan desigual, tan inequitativo; por qué hay tantos niños muriendo de hambre, no solo en los países del sur, sino también -de manera creciente- en las sociedades del norte, y todos responderán: es culpa del comunismo, de la izquierda, de las ideologías adversas a esa maravilla, esa piedra filosofal indiscutible e inescapable que es el libre mercado y la iniciativa individual. 

Lo más irónico es que, mientras enarbola este discurso, el capitalismo en fase neoliberal ha desmontado todas las conquistas no digamos ya del comunismo ni del socialismo, sino incluso las modosas reformas gestionadas por los movimientos de corte socialdemócrata y hasta socialcristiano que ayudaron a forjar los Estados de bienestar de Europa, los cuales fueron calcados con mayor o menor éxito en regiones como Nuestra América. Los salarios son cada vez más precarios, las pensiones y jubilaciones están en vías de extinción en todo el planeta y la tendencia es a privatizar la salud y la educación, lo que genera más y más exclusión, ya no solo de los segmentos en pobreza crítica, sino también de las clases medias. 

De resultas, hoy 88% de la riqueza mundial la concentra menos de 1% de la población, una superélite de multimillonarios, una plutocracia mundial; mientras el restante 99% nos la arreglamos con el 12% de la riqueza, también –para remate- desigualmente distribuida. Según estudios que se publican todos los años, el grupo de los megasuperarchimillonarios, que no llega a 70 personas, tienen más dinero que la mitad de la población mundial, es decir, que más de ¡4 mil millones de seres humanos! 

Pero la culpa, según el discurso mineralizado en la sociedad, no es del sistema que ha regido por siglos y, en particular, que ha tenido tres décadas de preminencia casi sin contención (salvo enemigos inventados). La culpa es del comunismo, del socialismo, de la izquierda o de una especie de espantapájaros al que se ha denominado populismo, una categoría en la que cae cualquier política pública que tenga algún sentido social. Ni un solo gramo de responsabilidad es del inmaculado capitalismo. 

¿Cómo lo hacen?

La pregunta es cómo logra el capitalismo hegemónico librarse de culpas y endilgárselas a otro sistema que en la práctica ya no existe, un muerto viviente. 

De entrada, digamos que lo consigue porque invierte una parte de sus fabulosas “ganancias” (plusvalía extraída del trabajo de millones de personas, en rigor) en mantener en funcionamiento un aparato ideológico, religioso, político, cultural, comunicacional, académico, tecnológico y, por supuesto, militar y policial para darle carácter de verdad absoluta a una tesis a todas luces carente de sustento en la realidad. 

Con tan formidable panoplia, el sistema dominante puede darse el lujo de desplegar varias estrategias. Una de ellas es calificar como comunismo o socialismo (incluso como terrorismo) todo aquello que no sea un capitalismo radical y fanático.  

El año pasado lo pudimos apreciar -de un modo ya caricaturesco- cuando Donald Trump y sus seguidores caracterizaban a Joe Biden como un peligroso espécimen de izquierda radical, algo definitivamente estúpido. Unas semanas de mandato han sido suficientes para demostrar que Biden está a la derecha de Trump si se aplica una escala de medición neoliberal porque es un globalista delirante y belicoso. (Claro, la diferencia es que no actúa como demente o, para ser más precisos, su tipo de locura es otra, la senil, pero no nos desviemos del tema). 

Chivos expiatorios

Al meter en el mismo saco cualquier disidencia del neoliberalismo, las fuerzas de la derecha se construyen sus chivos expiatorios, es decir, alguien a quien culpar del desastre económico inmanente a un sistema que concentra el beneficio en unos pocos y reparte pobreza a manos llenas.  

En países de América Latina donde jamás de los jamases ha habido nada que se parezca a socialismo, que han estado bajo dominio de las derechas recalcitrantes desde tiempos coloniales, sometidos a fórmulas neoliberales durante al menos dos décadas, y que viven en una deplorable miseria, los líderes de los partidos protagonistas y todos los defensores del statu quo siguen -descaradamente- con el cuento de que los problemas económicos son causados por las malignas ideologías de izquierda. 

Lo mismo ocurre en otras naciones de Nuestra América en las que sí ha habido algún tipo de experiencia socialista o reformista y nacionalista, pero que el Imperio se ha encargado de barrerla del mapa a sangre y fuego o mediante diversos ardides. Aunque tal vivencia haya ocurrido hace varias décadas -y haya sido abortada brutalmente-. El discurso de la derecha en todas sus tonalidades sigue siendo que los males actuales del país son consecuencia de aquello, no de lo que han hecho por años y años los gobiernos neoliberales. 

El colmo de esta variante es que algunas de las experiencias calificables de “socialistas” han sido tremendamente favorables para las mayorías y exitosas desde el punto de vista de los resultados macroeconómicos. Pero la maquinaria del capitalismo dominante insiste en afirmar que fueron desastrosas y, con mucha frecuencia, convencen a los pueblos de que es necesario cambiar de rumbo, es decir, volver al redil del capitalismo y del Fondo Monetario Internacional. Para demostrar este tipo de casos, está recién salido del horno el triunfo del multimillonario Guillermo Lasso en el Ecuador que Rafael Correa sacó de la miseria. 

Esta estrategia ha tenido una variante muy utilitaria desde que el comandante Chávez llegó al poder en 1999 y, sobre todo, en los últimos años. Se trata de la técnica de asustar a las masas de otros países con el demonio de Venezuela. 

Ya los mediocres candidatos del abanico de la derecha no tienen que esforzarse en buscar a un izquierdista interno a quien culpar de las desgracias de su país. Si lo tienen a mano, mejor, pero les basta con amedrentar a sus electores con la horrible perspectiva de parecerse a la Venezuela arruinada por el socialismo. Y si surge un político progresista que parezca capaz de llegar al gobierno, lo atacan con el “mal ejemplo venezolano”. Ya veremos a Pedro Castillo, en Perú, pintado en todos los medios globales y locales como un clásico zombi que quiere comer carne humana. 

(Por cierto, para que el socialismo fracase, la mafia capitalista hace grandes inversiones económicas y derrocha en argucias paridas por tanques pensantes: bloquea, sanciona, amenaza, extorsiona, roba empresas, activos y hasta practica la piratería en altamar. Luego dice que la culpa es de un modelo –el socialismo- que no funciona). 

El sueño de ser millonario

El capitalismo hegemónico tiene una gran ventaja en esto de culpar al comunismo inexistente y al socialismo marginado y castigado con medidas coercitivas unilaterales. Es el deseo de gruesos sectores de la población de creer que algún día serán ricos y prósperos.  

Para reinar en el mundo, el neoliberalismo cuenta con la apuesta individual de cada ser humano de llegar a ser uno de esos privilegiados de la plutocracia global o, al menos, alguien de la clase media alta. Son burgueses aspiracionales.  

En eso, el capitalismo se parece mucho a las religiones que prometen el cielo y la vida eterna. El humilde individuo prefiere creer que sufriendo mucho en este valle de lágrimas puede llegar a vivir en el paraíso si cumple las reglas del dios del dinero. 

Daría material para otro artículo, pero apenas mencionaremos por acá que esa fe ciega de la gente pobre en el capitalismo es sustentada por un aparato colosal de lavado de cerebros que comienza en la escuela, pasa por todo el sistema educativo; es cultivado (valga de nuevo la mención) por ciertas religiones; germina en los medios de comunicación y florece en la industria cultural, la publicidad y el mercadeo. Pensemos en este asedio intenso y permanente la próxima vez que culpemos a alguien que –como dice cierto amigo de las redes sociales- nunca ha tenido nada, pero defiende el derecho a Jeff Bezos a tener 133 mil millones de dólares de patrimonio personal porque “él se lo ha ganado trabajando”. 

Una razón más -la del estribo- es irónica, paradójica y amarga: cuando los gobiernos socialistas o con algún sentido social logran sacar a grandes masas de la pobreza y hacer que vivan dignamente por primera vez en muchos años (a veces, por primera vez en la historia), como ocurrió durante los primeros años del siglo XXI en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador, una porción de los beneficiarios terminan por metamorfosearse en pequeñoburgueses anticomunistas rabiosos, tal vez porque se cumple aquella otra premisa de Marx que también les gusta a los ideólogos de la derecha: el ser social determina la conciencia social. ¿A alguien le resulta conocido? 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)