¿Se han fijado ustedes que muchas de las efemérides recientes no corresponden a hechos que ocurrieron, sino a hechos que fueron abortados o que duraron apenas un rato y que fueron superados por las respuestas recibidas?   

No es un detalle menor en el sentido historiográfico.  

El principal de estos eventos abortados es, sin duda el golpe del 11 de abril de 2002, que hubiera podido ser un «día patrio» (con el perdón de la Patria) en la versión escuálida de la historia, pero que ya se ha conmemorado 18 veces como una fecha de ignominia, preludio del 13, que ha sido siempre el verdadero acontecimiento relevante, único en los anales de la humanidad: que un presidente latinoamericano derrocado por la CIA, la burguesía local y unos generalotes felones volviera en menos de dos días a su cargo. ¡Fin de mundo! 

En aquel año 2002 hubo otro de esos sucesos planificados para ser inscrito en la historia: el paro petrolero y patronal que comenzó el 2 de diciembre y que, según los meritócratas más eminentes, sacaría al comandante Chávez de Miraflores en cuestión de una o dos semanas a lo sumo.  El fracaso de esas delirantes expectativas ha conducido a que desde diciembre de 2003 lo que se celebra es la derrota del sabotaje contra PDVSA, emblematizado en un episodio que tuvo connotaciones épicas, como fue la movilización del buque tanquero Pilín León del lugar donde había sido anclado por unos señores tan prepotentes que creyeron que nadie más sabía manejar un barco como ese, a menos que fuese otro calificado opositor, en cuyo caso estaría también en huelga ¡hasta que el tirano se vaya! 

En 2004, la oposición se preparó a conciencia para que el 15 de agosto fuera el día en que, a punta de votos, Chávez viera revocado su mandato, un capítulo histórico, qué duda cabe. Pero no, tampoco. Ese día es celebrado desde 2005 como la fecha en que el pueblo ratificó a su presidente… Y los programas de sátira rememoran esos momentos por la promesa de Henry Ramos Allup de consignar en las siguientes 24 horas las pruebas de un horrible fraude. Este año, en el décimo séptimo aniversario, habrá transcurrido un poco más de 6 mil 200 días, casi 149 mil horas… y de las pruebas, ¡nada! 

El  recuento podría hacerse interminable si se detallan todas esas fechas en las que nuestra opo (es nuestra, nadie nos la puede quitar) acarició la idea de un antes y un después, como el día de la «calentera» de Capriles (¿o fue otra la palabra?); la jornada del plebiscito (también cosa caprilista); la Salida de 2014; la victoria de diciembre de 2015 y la llegada a la Asamblea Nacional en 2016, cuando empezó una cadena de ultimátum cada uno más amenazante que el anterior; y, para completar, la ola terrorista de 2017.  

Pero vamos mejor a dar un salto hasta agosto de 2018, cuando los que «piensan distinto» pensaron que la paz y la democracia se verían favorecidas si se borraba del mapa, drones explosivos mediante, al presidente, su gabinete, los jefes de los otros poderes públicos y el alto mando militar. Ahora, la fecha se recuerda como otro incidente en grado de frustración que activó la vieja práctica del «yo no fui» en las filas opositoras. Ya se sabe que las derrotas no tienen mamá ni papá. 

Los dos años anteriores han marcado pauta en este punto de los seudoacontecimientos que debieron ser acontecimientos, pero no acontecieron -al menos no como estaban programados- y, en consecuencia, sus protagonistas quedaron acontecidos. 

Uno de los más notables es, por supuesto, la autoproclamación del diputado desconocido, que según las hojas de ruta de los tanques pensantes debió generar una ola de respaldos en todo el país e inaugurado una nueva modalidad de «cambio de régimen».  Dos años después, el lance es recordado en tono anecdótico, aunque en honor a la verdad, ha servido para que un imperio ladrón, sus compinches europeos y sus lacayos locales se llenen los bolsillos con el patrimonio público venezolano. 

Luego vino el día en que la ayuda humanitaria ingresaría al país “sí o sí”, y para ello montaron una parafernalia hollywoodense con presidentes, subpresidentes, secretarios generales, cantantes, filántropos y rastrojos de toda laya, además de una maquinaria mediática que ya hubiera querido tener Ike Eisenhower en el Desembarco de Normandía, dispuesta a todo, principalmente a mentir parejo.  

Sin embargo, ¡nada qué ver! El 23 de febrero es recordado desde entonces como la Batalla de los Puentes, ganada por paliza por la unión cívico militar venezolana y perdida por esa superliga de la derecha fascista que aún hoy, dos años y dos meses después, sigue siendo dejada en evidencia. Un informe de un analista de la USAID «descubrió» (un poco tarde) que aquello no era ayuda humanitaria, sino una excusa para derrocar a Maduro y poner allí a su muchacho de mandados.  

Llegamos entonces a (lo que debió ser) un magno evento del que acaban de cumplirse dos años: el golpe de los plátanos verdes. Lo que se pensó como una rebelión militar de gran envergadura con generales en jefe saltando talanqueras y grandes masas llevando al príncipe Leopoldo II hasta las puertas del palacio, no pasó de ser una comedia de equivocaciones en la que los supuestos conjurados apagaron los smartphones y dejaron en gris (como se dice en el argot de guasap) a los mismísimos John Bolton y Elliott Abrams. ¡Huy, qué feo!  

Total, que a 24 meses de la asonada platanera, quien se dio el lujo de conmemorar la fecha fue Diosdado Cabello, con un acto patriótico y a la vez humorístico, en el distribuidor Altamira, el propio territorio apache. ¿Puede haber una mayor derrota simbólica? 

De esta manera arribaremos mañana lunes a otra gran efeméride que pudo haber sido y no fue. Se trata de la Operación Gedeón, ejecutada -bajo contrato del «presidente encargado»- por una compañía de matones gringos (perdón por el lenguaje inadecuado para el horario todo usuario; quise decir, de mercenarios estadounidenses), que contemplaba invadir Macuto, tomar el aeropuerto de Maiquetía, subir a Caracas llevándose todo en los cachos, matar a Nicolás y a quien se atravesase y establecer acá un protectorado tal como lo han soñado desde siempre las élites decentes y pensantes de este país, frase de  mi amiga, la diputada Carola. 

El final de ese plan glorioso de la ultraderecha y sus jefazos del norte no pudo ser más anticlímax. Los invasores materiales terminaron siendo correteados por la franja costera, y sometidos por la misma Fuerza Armada a la que ellos venían a someter y por pescadores descalzos -pero bien calzados- en la rítmica y dulce Chuao.  

Mientras tanto, en Colombia, base de operaciones de la fracasada invasión, tuvieron que ponerse a dar carreritas para salvarse del revés y, sobre todo, del ridículo. Como primera medida detuvieron y mandaron para EEUU a Clíver Alcalá Cordones en una deportación que pareció más bien una caravana para despedir a un pana. 

Para colmo, el dueño de la compañía de mercenarios (el matón mayor, pues) demandó al autoproclamado porque no le pagó por sus servicios. 

Al cumplirse el primer año de esa otra página de la historia que no cuajó, los líderes de  la oposición extrema deberían estar celebrando, pero más bien estarán tratando de olvidar o haciéndose los desentendidos, mientras siguen tramando el siguiente plan para dominar al mundo, como le decía el astuto Cerebro al idiota Pinky. 

Reflexiones domingueras

En todos esos hechos históricos fallidos hay varios denominadores comunes. Uno de ellos son los medios y los periodistas.  

Tomemos uno solo se estos episodios para esta reflexión, el de la Batalla de los puentes, y comprobaremos que la maquinaria mediática mintió a propósito o, como dicen los abogados, con premeditación, alevosía y ventaja, al sostener la versión de que el gobierno venezolano había incendiado los camiones que transportaban la ayuda humanitaria.  

No pueden alegar que no estuvieron allí porque ¡vaya que sí estaban! La movilización para esta cobertura fue una de las mayores que se haya hecho en los últimos años en la región. 

No pueden alegar que se confundieron todos a la vez, argumentando que los hechos no estuvieron a la vista, pues entre ojos y cámaras profesionales y amateurs prácticamente no había allí un centímetro cuadrado fuera de toma. 

No pueden alegar que faltó una versión alternativa pues varios medios internacionales, nacionales y locales (de Venezuela y de Colombia) dieron, en vivo, esa otra versión. Basta buscar los reportes y notas de Telesur, Venezolana de Televisión, y de este portal, LaIguana.TV, para encontrar el relato que meses después «certificó como verdad» el diario estadounidense The New York Times. 

Por cierto, si ese periódico no se hubiese salido de la versión unánime (y falsa) de que «Maduro mandó a quemar la ayuda», todos los demás medios y periodistas seguirían plantados en ella, a sabiendas de que fue una fake news. Es decir, que aparte de premeditación, alevosía y ventaja, esta gente engaña con contumacia. 

La inmensa mayoría de estos medios y periodistas (insisto en la responsabilidad individual) nunca ha rectificado sobre el punto. Algunos lo hicieron, a regañadientes, varios meses después y presionados por el desmentido previo de The New York Times. Uno fue El País de Madrid, acicateado por una protesta presentada ante el Defensor del lector.  

Los enviados especiales y corresponsales que hicieron la cobertura de los sucesos se excusaron diciendo que no aclararon nada (incluso después de conocer «la verdad certificada» por NYT) porque tuvieron mucho trabajo y había otros temas urgentes en agenda. Una excusa inadmisible cuando se trata de aclarar una falla sobre un asunto tan serio. 

Peor se ha comportado la dirección del diario, que el día de los hechos ya juzgó y sentenció a Maduro como criminal de lesa humanidad por haber ordenado la destrucción de la ayuda humanitaria. Cuando quedó claro que el autor verdadero del acto perverso fue la oposición violenta, no redirigió sus duras críticas contra  ella ni mucho menos se disculpó con el presidente venezolano. Así es como hacen periodismo la llamada «prensa libre» y sus grandes referentes.  

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)