Teodoro Petkoff era un hombre de gran inteligencia. Él se sabía (y, sobre todo, se creía) muy inteligente. Lo conocí en los años ochenta y siempre me dio la impresión de que, por sus dotes intelectuales, se consideraba a sí mismo sobrado de lote en este humilde país. Tal vez por eso andaba siempre como de mal humor.

Bueno, repito, era solo una impresión personal, aunque sé que en ella coinciden otros que lo conocieron antes y más a fondo.

En fin, parto de esta remembranza porque hoy quiero hablar de los cambios drásticos de opinión y Petkoff fue un gran cambiador de opinión.

Pasó de ser un guerrillero come niños en los sesenta a izquierdista moderado entre los setenta y principios de los noventa. Luego, en la segunda mitad de ese decenio, se convirtió  en estrella del neoliberalismo fondomonetarista privatizador y ya en este siglo fue editor de un diario cuyo único objetivo era (y es) acabar con la Revolución Bolivariana. Como parte de las infames coaliciones de la derecha desplazada del poder en 1998, “el Catire” llegó a extremos tan extravagantes en materia de valoración de la capacidad intelectual. Baste recordar cuando afirmó que Manuel Rosales era “un candidatazo”. Bueno, la inteligencia da para todo.

Para justificar los virajes que Petkoff dio hasta se publicó un libro titulado: Solo los estúpidos no cambian de opinión. De esa manera justificó sus mutaciones  ideológicas y políticas y, a la vez, reforzó su idea de ser muy docto e instruido, es decir, no-estúpido.

El libro, en rigor, debió llamarse Cómo negarse usted mismo sin lucir tan feo. Pero, bueno, quien escribe un libro (o quien se lo hace escribir), tiene derecho a titularlo como le venga en gana.

Trataré de no seguir divagando (perdonen ustedes): no es que me haya levantado, de pronto, con ganas de escribir sobre este personaje ya histórico de la política venezolana y sus alrededores (en especial, el periodismo). Lo que pasa es que en estos días hay mucha gente por ahí aplicando este truco petkoffiano para un cambio de opinión que no suene a traición ni tampoco a reconocer que se estuvo gravemente equivocado. La idea es, por el contrario, dejar la impresión de que quien ejecuta el giro es una persona sumamente brillante. ¿No es genial?

Como ejemplo tenemos todo el segmento de dirigentes políticos de la oposición pirómana y de su periferia, que han aparecido en escena llamando a votar en las elecciones de alcaldes, concejales, gobernadores y consejos legislativos, luego de varios años de un contumaz abstencionismo llorón.

Lo significativo en este caso no es que hayan cambiado de opinión (lo cual puede ser digno de aplauso), sino que no se sienten obligados ni a reconocer los errores cometidos en su anterior postura ni tampoco a explicar  el cambio en términos prácticos. Se limitan a asumir la doctrina teodorista de que, “ultimadamente, chico, solo los estúpidos no cambian de opinión y yo no soy nada estúpido”.

El problema es que ese principio tal vez funcione para la gente corriente. Pero los líderes políticos, incluso los tapa amarilla, tienen responsabilidades más allá de su propia historia personal. La tienen desde el momento en que llevan a otra gente hacia las posiciones que ellos asumen. Y cuando modifican su ubicación suele ocurrir que dejan a sus pobres seguidores como quien está pintando en las alturas y le quitan la escalera: guindando de la brocha.

En otras civilizaciones o culturas, un cambiazo de estos ameritaría un harakiri o, cuando menos, una petición pública de disculpas, de rodillas y en rueda de prensa. En un escenario más apropiado a nuestra idiosincrasia, tales dobles mortales atrás con triple tirabuzón exigirían explicaciones muy razonadas. Pero nuestros opositores (son nuestros, nadie nos los puede arrebatar) no se sienten obligados a pedir perdón ni a explicar sus tumbos y vuelcos. Ellos son así.

Que el jefe político de uno lo induzca a asumir un determinado enfoque teórico y, pasado un tiempo, él mismo lo reniegue ya es bastante incómodo. Pero es peor si ese jefe político ha llevado a sus huestes por ciertas rutas escabrosas, peligrosas, violentas, criminales, fatales… y un buen día aparece en televisión pretendiendo ser un émulo de Gandhi o  de la madre Teresa de Calcuta.

Esa fue una de las razones por las cuales los inteligentísimos cambios de opinión de Petkoff y otros exjefes guerrilleros de los sesenta y setenta cayeron tan rematadamente mal en la izquierda dura. La aventura de la lucha armada costó muchas vidas en más de un sentido (muertos en combate, muertos en centros de tortura y en cárceles; y gente que volvió  con vida, pero nunca pudo recuperarse de lo sufrido). Por eso fue especialmente inicuo ver a los “comandantes” aliarse con la misma derecha que mató a los combatientes en todas esas formas.

En el caso de la oposición pirómana, guardando las distancias que haya que guardar, pasa algo similar. Estos dirigentes llevaron a sus bases a ejecutar toda clase de locuras y depravaciones: desde envasar sus propios excrementos para arrojarlos en las manifestaciones, hasta quemar vivo a otro ser humano en nombre del derecho a pensar distinto. Todo ello bajo la premisa de que la ruta del voto era fraudulenta. Ahora salen los mismos tipos, poniendo cara de grandes estrategas políticos, a decir que vamos todos a votar para vencer a la dictadura.

Claro que si lo tratan así y no reclama coherencia, usted tiene una parte importante de la culpa. Reconózcalo.

Además, en el caso de nuestra oposición la cosa tiene ciertos rasgos que llegan a ser cómicos. Por ejemplo, los exiliados-perseguidos políticos que habían huido del país o se habían refugiado en embajadas porque corrían gravísimos peligros y tal… Pues, están regresando sin problemas (y también sin pena ni gloria) y empezando a desarrollar sus nuevos planes políticos, sin explicar nada, sin admitir siquiera que “tal vez exageré un poco”, como si todo lo anterior no hubiese ocurrido.

A veces, estas operaciones de lavado de pasado son convenientemente validadas por el lado revolucionario. Se impone el pragmatismo, el realismo político: si alguien quiere regresar al espacio del diálogo y el voto, hay que facilitarle el trago amargo. No es pertinente recriminarle nada ni mucho menos presentarlo ante el público como quien vuelve con el rabo entre las piernas (bueno, el presidente Maduro es bueno en eso; Diosdado, en cambio, no se aguanta).

En todo caso, la de no meter el dedo en la llaga suena como una conducta sagaz, incluso maquiavélica, y abona a favor siempre y cuando uno no se trague la tesis de que el adversario cambio realmente de actitud. Eso está bien la primera vez, pero no la enésima.

Esto último vale para la luna de miel del Gobierno con un empresariado que supuestamente está estrenando posicionamiento político, liderazgo y hasta imagen corporativa, pero que tampoco ha considerado necesario manifestar arrepentimiento ni ofrecer explicaciones respecto a su larga ristra de errores e infracciones.

Como dice un amigo, “¡así la vida es un jamón!”: Fedecámaras se pasa dos décadas conspirando, aupando salidas golpistas, haciendo la guerra económica, financiando lidercitos de pacotilla, impulsando olas migratorias para luego denunciar la crisis humanitaria y ahora, sin un acto de contrición digno de semejante historial, los capitanes de empresa aparecen convertidos en la mata de la conciliación y el espíritu democrático. Y cuando alguien (del extremo derecho) les reclama a los dirigentes patronales, estos pelan por el argumento teodorista y dicen: “Es que solo los estúpidos no cambian de opinión”.

Reflexiones domingueras

Los disparos al pie del periodismo de investigación. Cuando pasen algunos años y podamos ver lo actual en perspectiva, se observará con claridad el nivel de degradación al que ha llegado cierto periodismo debido a la ofuscación política de algunos de sus ejecutantes y al lamentable hecho de que tenemos unos medios supuestamente libres e independientes, que dependen  casi al 100% del financiamiento de gobiernos imperiales y sus sucursales y franquicias.

Mención especial merece aquí la distorsión a la que se ha llevado al periodismo de investigación, convertido en arma por excelencia de los sectores más poderosos del capitalismo mundial, justamente bajo el disfraz de ser un mecanismo antipoder, el célebre perro guardián de la sociedad libre.

Las agencias gubernamentales de Estados Unidos y Europa han colonizado las estructuras del periodismo de investigación de todo el mundo, tanto las que nacieron en los medios convencionales como las que han crecido en la modalidad del emprendedurismo digital.

Es una estrategia que rinde frutos por partida doble. Por una parte, evitan que el periodismo de investigación ponga sus focos sobre esos gobiernos y las corporaciones que los sostienen (y si alguno lo hace, la paga caro, como bien lo sabe Julián Assange); por la otra, lo convierten en pieza de artillería para las guerras multidimensionales y asimétricas contra países con gobiernos y pueblos rebeldes.

Pero el asunto se vuelve tan poco sutil que a veces el mismo aparato mediático global es el que pone en evidencia las tremendas deficiencias técnicas y éticas de los periodistas de investigación. Por ejemplo, el diario El País (que suele actuar como caja de resonancia de las “investigaciones independientes”) dejó con el culo al aire (una expresión muy española, a mí no me culpen) al superperiodista de investigación colombiano Gerardo Reyes.

A Reyes le preguntaron si había pruebas concluyentes de que Alex Saab sea testaferro del presidente Maduro, y él, que escribió no una noticia ni un reportaje, sino ¡un libro entero! sobre el personaje en cuestión, hizo algunas piruetas retóricas para terminar diciendo esto: “La razón por la cual digo que no hay una prueba definitiva de que él sea un testaferro es porque la fiscal de Venezuela que lo bautizó así [Luisa Ortega Díaz] no me dio ninguna evidencia contundente que pudiera probar ese mote o ese delito que le estaba atribuyendo ella. No sé si Estados Unidos tiene esa prueba, pero dentro de lo que yo busqué, Saab parece más interesado en multiplicar su fortuna que en hacer de testaferro”.

Luego, el periodista (profesor de muchos de los que se dedican al periodismo de investigación en América Latina) ha tratado de remendar el capote. Pero es evidente que se dio un tiro en el pie con su pistola mediática. El caballero dice que para hacer el libro realizó nada menos que 120 entrevistas, pero la mejor de sus fuentes es Ortega Díaz y ni ella le dio nada que pueda llamarse una prueba. ¡Qué pena!

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)