Hay expertos en sociología, antropología y ramas afines que aseguran que el pueblo de Estados Unidos se encuentra irreversiblemente estupidizado.

Es un duro señalamiento que quizá parezca motivado por el odio o la envidia. Pero cuando se observa lo que puede ocurrir en ese país sin que la mayoría reaccione, cualquiera se siente inclinado a darles la razón a los especialistas.

Un ejemplo actual y escalofriante es el del accidente del tren cargado de químicos letales en el estado de Ohio, un desastre apocalíptico que ha sido comparado con la catástrofe nuclear de Chernobyl, en la Ucrania soviética de los años 80. Ese gravísimo acontecimiento, cuyas consecuencias podrían ser fatales para millones de personas a lo largo de un tiempo muy prolongado, fue escamoteado al público estadounidense mediante unos mecanismos de distracción que solo pueden funcionar si la audiencia es mayoritariamente imbécil.

Uno de los mecanismos utilizados fue –aunque usted no lo crea- el avistamiento de presuntas naves extraterrestres, un recurso que se utilizaba con mucho éxito en épocas más candorosas, como cuando Orson Welles, en 1938, generó histeria colectiva mediante una transmisión de radio acerca de un ficticio desembarco de alienígenas en Nueva Jersey.

Entonces, de una manera sorprendente, en pleno siglo XXI, en el país imperial de un mundo hipertecnológico, la gente empezó a mirar al cielo, embobada, buscando objetos voladores no identificados, mientras allí abajo, la tierra, el agua y el aire de una extensa región de Estados Unidos quedaban envenenados tal vez para siempre.

Previamente se había alimentado otro punto de distracción colectiva con una trama acerca de globos chinos invasores que fueron derribados utilizando poderosos aviones caza. En este caso, el relato épico y cinematográfico ha guardado el formato de los tiempos iniciales de la Guerra Fría, cuando el fantasma de un ataque atómico de la Unión Soviética contra la población civil era utilizado para desviar la atención de cualquier asunto trascendente.

En este punto es justo hacer dos precisiones. La primera parece netamente retórica, pero es de contenido. No hablamos de pueblos estúpidos, sino estupidizados, igual como no ha habido nunca pueblos esclavos, sino esclavizados.

La segunda es que ese proceso deliberado de estupidización colectiva ha sido replicado en el mundo entero, igual como lo han sido otros elementos del modo de vida  de Estados Unidos. En nuestras naciones, afecta principalmente a los sectores sociales que abrigan el llamado “sueño americano”, es decir, a las clases medias. Pero, dada la hegemonía ejercida por el aparato cultural (el cine y la televisión, sobre todo) el atontamiento también abarca al resto de los estratos.

La estupidización del pueblo estadounidense es tal vez el punto en el que la élite dominante gasta más recursos y dedica mayores esfuerzos porque es un proceso permanente y multifactorial que les permite eternizar su dominación. Esta estrategia perversa ha hecho posible que facciones de la misma clase política “se alternen” en el poder por más de dos siglos a través de un duopolio partidista.

Los aparatos ideológicos funcionan orquestados para este fin: la religión, la escuela, los medios de comunicación, la publicidad, la propaganda y el mercadeo son las voces fundamentales de ese coro. Entremezclados aparecen factores como la industria de las drogas (legales e ilegales) y el culto por las armas.

Esa fábrica genera la paradoja de que el país que ha maravillado al mundo en los campos de la ciencia, la tecnología y las artes sea, a la vez, una de las naciones más ignorantes y manipulables, como queda demostrado a cada paso, en episodios casi humorísticos de globos chinos y ovnis.

La capacidad de anular los atributos de razonamiento de amplias masas ha hecho posible que la población apruebe (o, al menos, tolere) la participación de Estados Unidos en “guerras” (invasiones, en realidad) en países desconocidos para la mayoría, bajo el pretexto de luchar por la libertad de terceros y de evitar amenazas a su propio modo de vida, cuando el más sencillo análisis permite ver que se trata de asegurar el dominio geopolítico y grandes negocios corporativos.

Para garantizar que los aparatos ideológicos funcionen a cabalidad, la camarilla gobernante (el Estado Profundo, le dicen) cuenta con el respaldo de un sistema jurídico y policial que tritura a los disidentes, obviando incluso los supuestos valores básicos de la sociedad estadounidense. Para seguir con el ejemplo en caliente de la actualidad, los pocos medios y periodistas que se salieron del redil en torno al tema del accidente ferroviario que derivó en catástrofe ecológica y humana, han sido disciplinados represivamente.

El éxito en la manipulación de las masas de su propio país y de la gran parte del mundo que se encuentra bajo su hegemonía, le permite a la élite de Estados Unidos incurrir en extremos actos de cinismo y caradurismo, como posar de adalides de la libertad y la paz, mientras promueven golpes de Estado, magnicidios, guerras e invasiones.

Llegan a tal punto que ya no consideran necesario ocultar sus operaciones criminales, incluso cuando los perjudicados son los pueblos de países aliados. Verbigracia, se ufanan sibilinamente de haber volado los gasoductos rusos Nord Stream (un acto terrorista, a todas luces), dejando sin el recurso energético a Alemania y otras naciones de Europa para que se vean obligadas a comprar el producto estadounidense más caro y escaso.

En la actualidad, con el auge de internet y las redes sociales, podría pensarse en un mundo con intensos flujos de conocimiento y deliberación constante. Pero las sectas que gobiernan al ahora denominado Occidente global han logrado el objetivo orwelliano de un lenguaje cada vez más limitado a unas pocas palabras, con predominio de la imagen y de la banalidad temática. En fin, la estupidización galopante que hace posible este milagro al revés de un colectivo que deja de fijarse en un desastre ecológico de gran escala y otea el cielo en busca de globos chinos o de ovnis.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)