Una ciudad en llamas es un caso apropiado para la explicación clínica de ese concepto clave del análisis politológico que se ha dado en llamar la “narrativa”, entendido como la forma en que los hechos reales se cuentan y de la manera predominante en que, en consecuencia, son percibidos.

El caso referido es tan ilustrativo porque la ciudad que ha estado en llamas es una de las capitales históricas y emblemáticas del llamado Primer Mundo, del Norte Global o el Occidente Colectivo, como uno prefiera llamar al conjunto de países que han ejercido la hegemonía capitalista durante varios siglos. Se trata de la culta, refinada y hasta respingada París.

Veamos en qué consiste el asunto de la narrativa comparando lo ocurrido en la capital de Francia (y en varias ciudades de ese país) con lo que ha pasado en otros lugares del planeta; y cotejando también la forma en la que unos y otros hechos han sido “narrados” al resto del mundo.

Partamos de lo más simple de la comparación: si algo como lo que ha ocurrido en París hubiese pasado en La Habana, Managua, La Paz, Brasilia, Bogotá o -¡por supuesto!- Caracas, los encargados de narrar los hechos habrían consensuado la idea de que el gobierno del respectivo país debía renunciar de inmediato. En caso de negarse, la comunidad internacional tendría que entrar a saco en dicha nación e imponer el orden con el argumento irrefutable de la Responsabilidad de Proteger, una doctrina establecida para pisotear la soberanía y la autodeterminación de las naciones débiles.

La defensa del capitalismo

Otro aspecto de la comparación es el referido al modelo económico. Si en una carretera de Venezuela, como ha ocurrido, se accidenta un camión cargado de alimentos o bebidas y la gente de las localidades cercanas lo desvalija, los narradores globales dicen que es una evidencia del fracaso rotundo del socialismo. En París se han producido saqueos (también en Estados Unidos, por cierto), pero los narradores nunca acusan de eso al capitalismo reinante, sino que le atribuyen la culpa a las hordas de desadaptados, casi todos inmigrantes ilegales que no saben vivir bajo reglas civilizadas.

Las razones de este tratamiento diferenciado son múltiples. La más sencilla es que Francia forma parte del concierto del poder hegemónico. Ciertamente es una potencia subalterna, rol subrayado desde que Estados Unidos le impuso su agenda a toda la Unión Europea, bajo el pretexto de luchar contra Rusia. Pero aun en ese papel secundario (o segundón) tiene privilegios notables. Así que el gobierno puede alegar a su favor que es una nación desarrollada y, por tanto, no tiene por qué ser disciplinada por los organismos internacionales.

Hay, además, un motivo geohistórico de esa prerrogativa: Francia ha sido y es una potencia colonial que expandió su poder y ha saqueado territorios en todos los rincones de la Tierra. Esa condición le otorga “méritos” entre sus pares colonialistas y saqueadores. Solidaridad de villanos.

Por otro lado, Francia tiene parte del poder mediático del sistema hegemónico, expresado en agencias de noticias, periódicos, televisoras, emisoras y sus correspondientes desarrollos digitales. Todos esos son cañones, misiles, obuses y drones en la guerra semántica.

Además, Francia (y, en particular, París) vive de su bien añejado prestigio como centro mundial de actividades culturales, académicas y artísticas. Durante muchos años, gente de todo el planeta se impuso el objetivo de ir a París a estudiar o a tratar de destacar en esos campos del saber humanístico, incluso si ello implicaba el sacrificio de pasar hambre y frío y trabajar en oficios menores que no habrían desempeñado en sus propios países. Hasta la élite estadounidense, tan arrogante y autosuficiente en otros aspectos, le ha rendido culto al arquetipo francés como expresión suprema de lo docto, lo sabio, lo erudito, lo ilustrado.

En la esfera política, Francia ha logrado mercadearse en todo el orbe como país-ícono de la paz, la democracia y los derechos humanos, apoyándose en los principios que guiaron su revolución, hace más de dos siglos y un cuarto. No importa que luego de dicho avance en materia de libertad, igualdad y fraternidad, esa nación haya protagonizado toda clase de retrocesos internos y haya sido una potencia expansionista colonial genocida, opresora y expoliadora para pueblos del resto del mundo, desde la misma Europa, hasta Oceanía y Antártida, pasando por América, el Caribe, y con énfasis en Asia y África. Un colonialismo, dicho sea de paso, que no se acabó con los procesos de independencia política de los años 60, sino que se mantiene hoy, de manera oprobiosa en varios países africanos, a través del pillaje de recursos naturales y la rapiña de las deudas externas.

¿Quiénes más logran “buenas narrativas”?

Ahora bien, la experiencia indica que Francia no es el único país que puede contar con un trato benévolo de los narradores oficiales del mundo. Las otras naciones europeas también ostentan ese privilegio, así como todos aquellos gobiernos sumisos al poder hegemónico. Que lo digan Sebastián Piñera, Lenín Moreno, Iván Duque, y las dictadorzuelas Jeanine Áñez y Dina Boluarte.

En fin, que a la hora de montar la narrativa, los encargados de ese trabajo (gobierno imperial, gobiernos satélites, gobiernos lacayos, entes multilaterales, corporaciones mediáticas, medios subordinados, influencers, ONG y otros factores) tienen muy en cuenta si el gobierno es de derecha o de izquierda (dicho a grandes rasgos) y si es obsecuente con el poder omnímodo o si, por lo contrario, tiene algún nivel de rebeldía o soberanía. 

Dependiendo de esto se desarrolla una narrativa laudatoria o condenatoria, según el caso. Insistamos en algo que se ha dicho por acá en ocasiones anteriores: la narrativa es lo que permite que principios que supuestamente son universales se apliquen estrictamente en unos casos y se ignoren en otros.

Recurramos de nuevo al caso clínico actual: en las manifestaciones de Francia, algunos participantes han utilizado morteros de fabricación artesanal para disparar fuegos artificiales explosivos (vulgo: cohetones) contra la policía. En el relato impuesto por los grandes medios y el resto del aparato narrativo, eso ha sido reprobado enérgicamente y se ha utilizado como pretexto para el escalamiento de la represión, número de efectivos policiales participantes, detenciones y lesionados. En las guarimbas venezolanas de 2014 y, sobre todo, las de 2017, los medios aplaudieron el uso de estas armas y convirtieron en mártires a algunos manifestantes, entre ellos un adolescente, que murieron por accidentes ocurridos mientras manipulaban estos dispositivos, bajo la mirada cómplice de los “líderes” políticos de la insurrección. 

La diferencia en la manera de contar los hechos tiene uno de sus ejes en el tratamiento “periodístico” (debo poner comillas a esta palabra, porque, en realidad, es pseudoperiodístico) que se da a las autoridades. Si el gobierno es aliado de lo que podríamos llamar el poder narrativo hegemónico, se le trata con consideración y respeto, se le concede legitimidad a sus acciones. Si es enemigo, se le trata con agresividad, cuestionamiento y mofa.

Por ejemplo, Emmanuel Macron, presidente de derecha de Francia, puede darse el lujo incluso de pedir que se regulen los contenidos violentos de las redes sociales que han influido en la expansión de las protestas en París. Pero si lo hiciera Nicolás Maduro, la maquinaria narrativa diría que el dictador pretende censurar la única vía de comunicación que le queda a un pueblo oprimido para lanzar su desesperado clamor al mundo.

Hay quien dice que lo importante son los hechos y que todo ese debate acerca de las narrativas es una mera distracción. Pero, al hacer una revisión histórica, eso nunca ha sido así. Existen dos niveles: la realidad y la forma como la asimilamos, derivada de nuestra percepción y de la forma en que nos ha sido contada. Siempre ha tenido más peso la forma cómo se cuenta lo ocurrido, que el acontecimiento mismo. Desde la Antigüedad hasta hoy se han tejido leyendas doradas y leyendas negras sobre un mismo hecho, y cada una tiene sus defensores acérrimos. Esa tendencia se ha acentuado en los tiempos que corren, dadas las enormes transformaciones que han traído en el ámbito de las comunicaciones de rango masivo la digitalización de los grandes medios de comunicación, el surgimiento de las redes y de las plataformas de streaming.

Parapetos comunicacionales

La posibilidad de crear narrativas políticas a la medida de sus necesidades geopolíticas y corporativas es lo que justifica que los más acaudalados magnates y grupos de inversionistas sigan sosteniendo compañías que, en muchos casos, han terminado por ser ruinosas, no autosustentables, como lo son las empresas periodísticas.

La propiedad de los medios de comunicación se ha concentrado en las manos de los que también son dueños de todo lo demás, es decir, de los sectores bélico, energético, alimentario, farmacéutico, bancario, del entretenimiento y del comercio digital. Desde esos parapetos periodísticos (algunos son ya corazas vacías, solo les queda el nombre) pueden imponer puntos de vista respecto a las guerras, el uso de la energía, la nutrición, la medicina, las finanzas, la cultura y los artefactos que necesitamos para vivir la vida. Es el periodismo utilizado para potenciar las ventas de industrias mucho más lucrativas, pero no únicamente mediante la publicidad, sino tejiendo tramas supuestamente informativas.

Y cuando el sistema que sustenta todo ese poder queda en entredicho –como lo evidencia la ola de violencia en Francia-, esos bastiones del poder comunicacional recurren a sus viejos y nuevos mecanismos de manipulación, tergiversación, distracción y silencio para ganar lo que el filósofo mexicano Fernando Buen Abad llama “la disputa por el sentido”. 

Si usted tiene alguna duda sobre esto, revise las “noticias” sobre la Ciudad Luz de este sábado y se convencerá de que lo más importante no es que París haya estado en llamas, sino el impactante look de Shakira en la Semana de la Moda. C´est la vie.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)