La imagen puede resultar surrealista o, tal vez, como poco sacada de algún capítulo de los Simpson: un candidato presidencial (con estereotípica cara de lunático) brama en la tarima que al llegar al poder va a acabar con los derechos laborales, las pensiones, la salud pública, la educación gratuita y con todo lo que signifique apoyo a los más necesitados. Los asistentes al mitin, aplauden a rabiar, lanzan vivas al candidato y ponen caras de histeria colectiva, como las de las fans enamoradas en el concierto de un rockstar.

Pero, el detalle está en que los partidarios del candidato no son gente acomodada que asiste a una fiesta de alta sociedad; tampoco son autoexiliados de Miami, de esos que dicen que la crisis estadounidense del fentanilo la dejó preparada Fidel Castro. No. Son un montón de trabajadores, campesinos, desempleados, evidentemente pobres, algunos de ellos a nivel desarrapado.

¿Qué está ocurriendo? ¿Cómo es que un segmento significativo de la población excluida demuestra su intención de votar por quien promete excluirlos más todavía? ¿Será que estamos ya en un tiempo distópico en el que las masas desesperadas optan por arrojarse voluntariamente a las llamas del infierno neoliberal?

Hasta ahora había sido una verdad irrefutable que la derecha no podía revelar sus planes de gobierno ante el electorado, pues ello equivaldría a suicidarse políticamente. Al parecer, esto ha cambiado de manera sustantiva. Los candidatos de esta tendencia política, especialmente los más extremistas, con un tremendo desparpajo, están diciéndole al público exactamente lo que harán al llegar al poder. E, inexplicablemente, un grueso sector de los votantes (no todos, por fortuna), les están dando apoyo. Es decir, se trata del suicidio, pero ya no político, sino literal y en masa.

Es un asunto complejo, sobre el que hay que pensar y debatir, más allá de que la primera reacción sea suponer que la gente está loca, loca, loca y, por consiguiente, le da pleno apoyo a un candidato igualmente chiflado (o que se hace el frito).

Una primera conjetura –un tanto banal- es que los votantes le conceden un especial valor a la sinceridad de los candidatos. Eso puede tener algún peso, pero no le quita el componente demencial a la actitud asumida por el segmento del electorado, porque en este caso se trata de la sinceridad de quien anuncia que te va a hacer el mal, que  te va a infligir daño. Ese tipo de franqueza no es tampoco un mérito muy digno de encomio.

Se entiende que alguien vote bajo la coacción de un delincuente violento (“si no votas por mí, te mato”), pero voluntariamente… es difícil de asimilar.

El efecto de la campaña antipolítica

Un punto clave puede ser que la gente tiene la sensación de que “todos los políticos” terminan haciendo lo mismo, es decir, poniendo en práctica políticas públicas contrarias a los intereses populares, con la diferencia de que siempre prometen exactamente lo contrario.

Bajo esa óptica, aquel que anticipe el mal que piensa hacer viene a ser una especie de héroe. No porque el resultado final vaya a ser diferente, sino por la coherencia.

Varias experiencias recientes en Europa y en Nuestra América hacen pensar que cuando los gobiernos de partidos de izquierda o progresistas aplican fórmulas neoliberales, la gente opta por franquearse y votar directamente por la derecha y no por quienes proclaman una cosa y hacen otra.

En todo caso, puede decirse que está rindiendo frutos la estrategia global de descalificación de la política, patrocinada por las derechas más recalcitrantes, con el invaluable apoyo de los dirigentes del resto del espectro (desde la derecha moderada hasta la izquierda dura), que han hecho del ejercicio del poder una actividad de dudosa moral y manifiesta ineptitud.

La llovizna ideológica (a veces convertida en tormenta) ha sido muy bien orquestada por la maquinaria mediática global y sus sucursales nacionales. El mensaje machacado día a día, hora a hora, minuto a minuto es que los políticos son una plaga y, por tanto, hay que exterminarlos, y junto con ello, es preciso borrar todo vestigio del sector público, del Estado, salvo aquellos entes que le son útiles a los intereses del capital.

Y más que a los políticos tradicionales o al aparato estatal, lo que se quiere borrar del mapa es toda forma de organización popular, de comunidad, de acción colectiva. Se quiere atomizar a la sociedad (más de lo que ya lo está), reducirla a un cúmulo de individuos jugando al sálvese quien pueda.

No es algo nuevo, en realidad. Viene asociado con la aberración neoliberal desde sus albores, cuando Estados Unidos trituró la economía chilena para darle paso al experimento sangriento de Pinochet; desde que Margaret Thatcher les robó a los ingleses pobres lo poco que tenían (lo que habían conquistado en materia de seguridad social, mediante largas luchas) y se lo dio a los ricos.

[En Venezuela, en los años 80 y 90, había un señorito de bigotes de manubrio que se proclamó líder de la generación de relevo que iba a derrotar al Estado omnipotente. Todavía anda por ahí rumiando esas ideas, aunque ya no es señorito. Pero ese es otro asunto].

Contra toda evidencia

La manipulación generalizada de que hay que acabar con el ámbito de lo público y darle la máxima fuerza a la iniciativa privada es tan poderosa que ha sobrevivido incluso a la evidencia dejada por la pandemia de COVID-19, cuando se demostró de una manera irrefutable que a la hora nona, el Estado es el que saca la cara por todos los ciudadanos, incluyendo los que se creen ricos por mérito exclusivo de ellos mismos.

Y se hizo evidente que, en esas circunstancias, la empresa privada es la primera en correr y dejar a la gente en la estacada.

En este punto radica la supermentira, es decir, la falsedad estructural de los candidatos ultraderechistas que posan de sinceros. Y esa es la supermentira de que a las oligarquías y burguesías les huele mal el Estado. En realidad lo aman, solo que su propósito es siempre vivir de él sin tener que repartirle nada, ni siquiera migajas, al resto de la sociedad.

Revisemos lo que ha pasado en las crisis bancarias como las que hubo aquí en los años 90 y las globales, ya en este siglo. El Estado, como si fuese un cuerpo de bomberos, salió a enfrentar el desastre, entendido como rescatar el negocio de los banqueros y, si queda algo, reponerles una parte de sus depósitos a los clientes, no porque les preocupe su ruina, sino para que no incendien las agencias.

Los estudios serios sobre el modo de producción capitalista (desde sus primeros pasos hasta la actual etapa hegemónica) demuestran que las clases sociales de los grandes propietarios siempre han vivido del Estado. Es mentira que lo aborrezcan porque creen en la libertad de mercado y de competencia. El mejor emblema de esa falsa aversión  es el llamado “Estado Profundo” de Estados Unidos, camarilla de ricachones que, en última instancia, gobierna ese país a través de sus burócratas del bipartidismo dominante hace dos siglos y medio.

La culpa del comunismo

En tiempos de la Guerra Fría, el discurso capitalista tenía mucha pegada porque se trataba de comparar el mundo supuestamente próspero y feliz del capitalismo (rascacielos, centros comerciales, carros gigantes, oportunidades para todos) con el oscuro mundo socialista (“detrás de la cortina de hierro”, decía la propaganda gringa). Pero el socialismo quedó prácticamente erradicado del planeta a partir de los años 90. Únicamente países como Cuba o Corea del Norte siguieron en el empeño. China, después del viraje de Deng Xiaoping, siguió siendo comunista, pero sólo en su estructura política, pues en lo económico se lanzó al ruedo con tal fuerza que ahora es la mamá de los helados en el escenario del hipercapitalismo.

Al analizar la estrategia de culpar a lo público (entendido no sólo como lo estatal, sino, por extensión, como lo colectivo y lo comunitario) de los males que sufre la gente pobre, se puede observar que esta no consiste en sentarse a esperar que las cosas le salgan mal a los gobiernos socialistas (o, incluso, socialdemócratas y hasta centroderechistas). Nada de eso. Es una estrategia proactiva, ofensiva, en el sentido de que las élites globales y sus socios locales hacen todo lo que está a su alcance para forzar ese fracaso. Allí es donde aparecen como perfectamente coherentes (con su perverso propósito) la guerra económica, las medidas coercitivas unilaterales y los bloqueos.

En suma, los factores neoliberales enfocan sus esfuerzos en que los pueblos de los países con Estados fuertes sufran privaciones y dolores terribles para que luego tengan pertinencia las posturas antiestatistas, según las cuales, se necesita un gobierno de ultraderecha que haga funcionar todo bajo la lógica de la acumulación de capital.

El caso de Argentina es emblemático: los gobiernos neoliberales que azotaron al país sureño hasta comienzos de siglo (Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde) la hundieron en situaciones realmente dramáticas de hiperinflación, retención de ahorros de la población (el “Corralito”), empobrecimiento masivo y una deuda externa desproporcionada. Los gobiernos del ala izquierda del peronismo (Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner), con la ayuda de la Venezuela de Chávez, rescataron a Argentina del desastre, para que el empresario Mauricio Macri volviera a sumergirla en las profundidades del charco del Fondo Monetario Internacional. Ahora, el casi caricaturesco líder actual de la derecha, Javier Milei, dice que él va a salvar a la nación del desastre causado por los “malditos zurdos”. Y un grueso sector del electorado lo ovaciona.

La trampa del sabotaje al Estado

Se intenta demostrar que la iniciativa privada y  su versión light, el emprendedurismo, pueden llenar el vacío que dejaría la eliminación de funciones del sector público, con el alegato de que el Estado las hace mal. Y ese podría ser un planteamiento legítimo si no procediera de personas o grupos que han inducido ese mal funcionamiento mediante acciones ilegales, ilícitas e inmorales.

Las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo han dejado al Estado venezolano prácticamente sin recursos para el funcionamiento del sistema nacional de salud. Y quienes han solicitado y aplaudido esas represalias ilícitas muestran las fallas en los hospitales como una prueba de que la sanidad pública es desastrosa y debe ser privatizada.

La derecha hace colapsar las finanzas públicas mediante las llamadas “sanciones” y luego critica que los salarios de los trabajadores públicos sean tan bajos.

El imperialismo bloquea a Petróleo de Venezuela y hasta llegó al extremo de robar gasolina mediante acciones de piratería en alta mar, y luego dicen que el Estado socialista no garantiza el suministro de combustible al mercado interno.

Y así podríamos pasar un buen rato enumerando situaciones similares.

La supuesta autorregulación

La otra gran falacia de la tesis de la reducción del Estado es que la competencia se encargará de evitar que las empresas presten malos servicios, establezcan precios abusivos o limiten su oferta a productos y servicios rentables, destinados a segmentos de alto nivel adquisitivo.

Sólo los ingenuos perdidos pueden seguir creyendo en esa fábula. La estructura monopólica u oligopólica del sistema capitalista global y de sus expresiones locales destruye cualquier ilusión de autorregulación.

En Venezuela, por ejemplo, ¿cuántas viviendas populares ha construido el sector privado? Un bajísimo número porque su negocio consiste en atender las necesidades de la clase media hacia arriba. 

¿Cuántas clínicas privadas ofrecen servicios al alcance de los pobres? ¿Cuántas escuelas privadas son para niñas, niños y adolescentes de familias de escasos recursos?

Un debate importante debe partir de la pregunta sobre si las fallas de los hospitales públicos y del sistema educativo estatal (que son más que evidentes) constituyen razones para creer que estos sectores deben ser manejados por empresarios. ¿De verdad hay gente que cree que estará mejor sin centros de salud del Estado y sin escuelas gratuitas sólo porque (en el caso de Argentina) se los dice un candidato extravagante que parece haber escapado de un episodio de los Simpson?

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)