Es duro admitirlo, pero la humanidad es cada vez más inhumana. El tinglado de normas internacionales que se montó como fruto de las terroríficas experiencias de la Segunda Guerra Mundial apenas ha funcionado en una que otra ocasión, y eso solo ha ocurrido después de inenarrables oprobios. En la actualidad, no funciona en absoluto. 

El ataque a la población civil y la devastación física de Gaza es una prueba en tiempo real de esto. 
 
El derecho humanitario de guerra se inventó con un propósito realmente complejo: poner orden en el caos de los conflictos armados. Uno de los aspectos fundamentales de esto es evitar los ataques contra la población civil. 
 
Las primeras leyes internacionales aprobadas en ese sentido, en el siglo XIX y comienzos del XX, no lograron evitar que las dos guerras mundiales fueran conflagraciones especialmente sangrientas y depravadas.  
 
Tras la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 1945, mucha gente quiso creer que el ser humano (como concepto genérico) por fin había aprendido y que vendría una etapa de paz duradera. Puras buenas intenciones. Puro cuento. Pura paja. 
 
Los Acuerdos de Ginebra de 1949 sentaron, en teoría, las bases jurídicas de un mundo mejor en el que si hubiese otra guerra -algo que se intentaría evitar a toda costa-, sería bajo estrictas normas sobre aspectos fundamentales como tipo de armas, trato a los vencidos y, sobre todo, respeto a la población civil, a los no combatientes. 
 
Pero, casi 75 años después de la aprobación de esta batería de leyes mundiales, vemos cómo la gente desarmada e indefensa es, cada vez más, el principal objetivo de las acciones militares. 

En 1999, el Consejo de Seguridad de la ONU reconoció que las acciones militares estaban causando gravísimos daños a los no combatientes, es decir, que los Acuerdos de Ginebra eran letra muerta. En consecuencia, asumieron un compromiso, emitieron una declaración. Pero, obviamente, no hicieron nada para cambiar la situación, entre otras razones porque tres de los cinco miembros permanente del Consejo (Estados Unidos, Francia y Reino Unido) aparecen de manera recurrente en cuanto conflicto armado hay en el planeta.  
 
El hecho actual de que, ante un ataque ejecutado por un grupo calificado como terrorista por la contraparte, se haya ordenado la destrucción total de ciudades y pueblos, la aniquilación de la población civil es una prueba contundente de que el Derecho Internacional Humanitario es una entelequia o un chiste de muy mal gusto. 
 
La impunidad con la que opera un actor muy peculiar, el Estado de Israel, en coyunturas como la que empezó el sábado 07 de octubre es la expresión más acabada de la absoluta inutilidad de la ONU y sus acuerdos septuagenarios. Pero no es un asunto episódico ni exclusivo del atrabiliario Medio Oriente. 
 
Ataques en guerra y en «paz»

La agresión de la élite sionista contra la población civil palestina es de larguísima data y ocurre constantemente, en tiempos mal llamados «de paz». 

En un informe de Amnistía Internacional de 2019 se denuncia esta continuada agresión a los no combatientes:  

«Israel ha atacado reiteradamente a civiles y bienes civiles durante operaciones militares efectuadas en Gaza desde 2008, causando gran destrucción y pérdida de vidas humanas. Entre marzo de 2018 y marzo de 2019, Israel utilizó fuerza letal contra manifestaciones palestinas, matando al menos a 195 personas, entre las que había profesionales de la salud, periodistas y niños y niñas».  
 
El informe habla de 2008, pero la operación de borrado del mapa comienza desde que los ganadores occidentales de la Segunda Guerra Mundial resolvieron implantar al nuevo Estado de Israel en el territorio de Palestina, por entonces colonia de Gran Bretaña. 
 
Es alegórico que un Estado parido por la ONU haya sido uno de los principales violadores de la normativa que el mismo foro mundial aprobó. Por supuesto que para que eso haya sido así, Israel ha tenido que contar con el amparo y la complicidad de Estados Unidos y su comparsa europea. 
 
Lo más patético es que esas acciones se han normalizado. El mundo tiene años viendo como los militares y policías israelíes asesinan a palestinos de todas las edades, golpean y detienen a niños, ancianos y personas con discapacidad. Y no pasa nada.  
 
El mundo tiene años viendo como los «colonos» israelíes, apoyados por militares y paramilitares, sacan a familias palestinas y demuelen sus casas. Y no pasa nada.  
 
El mundo tiene años viendo cómo se destruyen incluso edificaciones religiosas de los palestinos. Y no pasa nada.  

Incluso, un mundo tan preocupado por los asuntos ambientales tampoco hace naca cuando ve como los “colonos” israelíes inyectan concreto a manantiales para que los palestinos no tengan acceso al agua para su consumo y para el riego de los cultivos. 
 
Entonces, ¿por qué habría de causar alguna reacción que, tras un sorpresivo ataque de Hamás (que, en cambio, indignó a mucha gente), Israel decrete que va a desaparecer a esos «animales humanos», refiriéndose a toda la población palestina? ¿Por qué habría de sorprender que, en medio de su ira, solo en los primeros cinco días, Israel haya destruido más de 22 mil viviendas, 10 hospitales y 48 escuelas en Gaza? 
 
Todos lo hacen

Israel viene siendo como el hijo consentido de papá y mamá que tiene licencia para hacer lo que le dé gana porque siempre lo van a exonerar de culpa. Pero de ninguna manera es el único que actúa impunemente contra las personas y los bienes civiles. 

«Las grandes potencias militares se jactan cínicamente de hacer guerras de ‘precisión’ y ataques ‘quirúrgicos’ que distinguen entre combatientes y civiles. Pero la realidad presente sobre el terreno muestra que es habitual atacar a civiles allí donde viven, trabajan, estudian, rezan y buscan atención médica. Las partes en los conflictos armados matan ilícitamente, mutilan y obligan a desplazarse a millones de civiles mientras los líderes mundiales eluden su responsabilidad y cierran los ojos ante los crímenes de guerra y el enorme sufrimiento causado», expresó Tirana Hassan, directiva de Amnistía Internacional, en un informe presentado en 2019, cuando los Acuerdos de Ginebra cumplieron siete décadas. 

La lista la encabeza, como cabe suponer, Estados Unidos (el papá del niño consentido), que viene cometiendo atrocidades contra los Acuerdos de Ginebra desde la guerra de Corea, en la que los bombarderos estadounidenses lanzaron más de 32 mil 500 toneladas de napalm, destruyeron cinco represas para causar mortales inundaciones en ciudades y campos, con la finalidad de provocar una hambruna. 

En Vietnam, Camboya y Laos, las fuerzas estadounidenses comenzaron a ufanarse de hacer ataques de precisión exclusivamente sobre objetivos militares, sin afectar las zonas pobladas. Pero no era más que propaganda totalmente falsa. Las meras cifras demuestran que fueron ofensivas brutales, desproporcionadas, de tierra arrasada. Se estima que Estados Unidos arrojó 7 millones de toneladas de bombas sobre estos países, es decir, tres veces más que las 2,1 millones de toneladas lanzadas por las fuerzas norteamericanas en Europa y Asia durante Segunda Guerra Mundial y más de diez veces las lanzadas en Corea.  

Medio millón de toneladas cayeron en Camboya y cinco millones sobre Vietnam. Contra Laos se dispararon 2 millones de toneladas lo que le dio el insólito primer lugar entre las naciones más bombardeadas de la historia en términos per cápita, con poco menos de una tonelada de bombas por cada habitante. 

Los estudios posteriores indican que alrededor de 80 millones de los artefactos lanzados no estallaron y han permanecido por décadas en el suelo de este país asiático. Unas 20 mil personas han fallecido o sufrido graves mutilaciones y quemaduras por explosiones ocurridas luego del fin de la guerra, hace ya 48 años. 

En materia de civiles muertos, heridos y desplazados, la historia oscura de Estados Unidos no ha cesado nunca, pues todas las guerras protagonizadas o impulsadas por su complejo industrial-militar compiten por el liderazgo: las dos invasiones a Irak, Yugoslavia, Somalia, Afganistán, Libia, Siria y Yemen, además de los múltiples conflictos armados africanos, atizados por la CIA. 

En cada una de esas “guerras” (en realidad, casi todas fueron simples invasiones) Estados Unidos ha destruido totalmente la infraestructura de ciudades enteras, razón por la cual ha matado directamente a cientos de miles de civiles (más de un millón en Irak); e indirectamente a otros tantos, por las lesiones, enfermedades y crisis humanitarias derivadas de dicha devastación. 

Incluso en operaciones supuestamente quirúrgicas, como la realizada en Panamá para secuestrar al presidente Manuel Noriega (su antiguo aliado), el “bisturí” de alta precisión tasajeó al barrio de Chorrillos, muy lejos de ser un objetivo estratégico.  

Mientras más avanza la tecnología de precisión, más indiscriminados son los ataques en perjuicio de los civiles desarmados. En las guerras de Afganistán, Libia, Somalia, Siria y Yemen los resultados han sido catastróficos. 

El modelo de devastación total y genocidio se ha hecho tan habitual, que los altos oficiales y analistas militares estadounidenses y europeos se han extrañado de que Rusia no haya entrado a saco en Ucrania, destruyendo Kiev y otras ciudades. Es lo que Estados Unidos y sus subordinados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hubiesen hecho de estar en el lugar de Vladímir Putin. 

También en tiempos de “paz”

La maquinaria ideológica occidental (medios de comunicación, redes e industria cultural) hacen ver que estas acciones despiadadas de los países “libres, democráticos y guiados por dios” son siempre reacciones a ataques arteros de los diabólicos enemigos del eje del mal, terroristas y fanáticos. 

También presentan todo como si esas respuestas justificadas fueran sólo excepciones en medio de tiempos de paz. Falso. 

Las agresiones contra la población civil no combatiente son, desde hace largo rato, la principal estrategia del imperialismo y sus aliados en tiempos de “paz”, es decir, cuando no está encendido un conflicto armado propiamente dicho. 

Los bloqueos económicos y las medidas coercitivas unilaterales (mal llamadas sanciones) son la expresión fraudulentamente pacífica de los ataques con armas de destrucción masiva a las personas comunes, incluyendo los más vulnerables: niñas, niños, adolescentes, madres, gente de la tercera edad y con discapacidades. 

Hasta en declaraciones formales de altos funcionarios estadounidenses se hace evidente este propósito de generar sufrimiento, hambre, enfermedad y muerte entre los civiles para forzar a cambios de gobierno o de políticas públicas en terceros países. Las venezolanas y los venezolanos entendemos esto perfectamente. 

En el caso de estas políticas de represalias unilaterales, sus promotores afirman también que son “quirúrgicas”, dirigidas a infligir daño a los jerarcas del gobierno y a los empresarios que colaboren con este. Pero es otro gran embuste, pues los perjuicios son experimentados por la gente más necesitada y vulnerable, la que no tiene dónde refugiarse de esa especie de bombardeo disfrazado. 

Un sistema perverso

Aparte de ser inoficiosos por naturaleza, los mecanismos de regulación de la guerra de las Naciones Unidas esconden la falla de origen de este organismo: es un club donde todos son iguales, pero hay cinco que son “más iguales que otros”.  

El quinteto permanente del Consejo de Seguridad tiene el derecho a veto y de esa manera dispone de licencia para cometer cualquier crimen de guerra o de lesa humanidad sin arriesgarse a ninguna sanción, más allá de las retóricas condenas de la Asamblea General, en esos torneos de oratoria que protagonizan una vez al año los líderes mundiales. 

Los organismos de vigilancia de los derechos humanos se ocupan de analizar con lupas y microscopios a países como Venezuela, mientras Estados Unidos, sus amigos, sus aliados y –en especial- su hijo mimado del Medio Oriente lanzan bombas de racimo, proyectiles de uranio empobrecido o de fósforo blanco, borran del mapa ciudades enteras y aniquilan a los civiles no combatientes, tanto en tiempos de guerra como en los de supuesta “paz”.  

Es el fracaso patente del perverso sistema de Naciones Unidas. Es la mentira de unas normas de Derecho Internacional Humanitario que todos los países están obligados cumplir, excepto los más poderosos y sus hijos consentidos. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)