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domingo, 15 / 09 / 2024

¿Qué se hace cuando se llega al final de una calle ciega? (+Clodovaldo)

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“Devolverse”, dirá cualquier persona, si le preguntan qué puede hacer alguien que ha llegado al final de una calle ciega. A menos que el propósito haya sido quedarse a vivir en la última casa de la vía. O si el callejón termina en un precipicio, siempre queda la opción de lanzarse a ver qué tan hondo y escabroso es. 

Los hechos de estas últimas semanas hacen pensar en callejones sin salida y en actores políticos que se empeñan tercamente en darse topetazos contra el vallado en el que termina una ruta equivocada. 

No es algo nuevo. Ha sido esa una de las características de la oposición teledirigida por el poder imperial desde hace ya un cuarto de siglo. A vuelo de pájaro, revisemos qué fue el 11 de abril de 2002 sino la primera calle ciega en la que se metió “la sociedad civil y democrática” de entonces (que es, más o menos la misma de ahora).  

Eufóricos, creyeron haber encontrado la vía rápida para abortar el proceso político iniciado por el comandante Hugo Chávez, apenas tres años antes, en 1999, pero a la vuelta de pocas horas estaban entrampados en las breñas de un barranco. Su arrogancia, el menosprecio del adversario, los llevó a ejecutar un pésimo golpe de Estado que contradijo todos y cada uno de los principios que, en teoría, estaban defendiendo. 

El callejón (repetido) del fraude 

Una de las vías sin retorno (de esas de las que sólo se sale metiendo el retroceso) más repetidas por las fuerzas opositoras en este tiempo ha sido la denuncia infundada de fraude electoral. El primer episodio de esta novela ocurrió en agosto de 2004, hace casi exactamente 20 años, cuando se realizó el referendo revocatorio del mandato del presidente Chávez.  

Ya es parte del anecdotario que un grupete de políticos malencarados y amanecidos, con Henry Ramos Allup en son de vocero, cantó “¡fraaauuudeee!”, con ese tono estentóreo tan característico del veterano acciondemocratista. El portavoz prometió que en 24 horas presentarían las pruebas irrefutables del “¡fraaauuudeee!”, pero resulta que han pasado, a ojo de buen cubero, 175 mil 320 horas y de pruebas no se ha visto nada. 

Las denuncias de trampa electoral afloraron luego en varios procesos, siendo el más notorio el de abril de 2013, en las elecciones sobrevenidas por la muerte del comandante Chávez. El candidato derrotado, Henrique Capriles Radonski, se negó a reconocer la victoria de Nicolás Maduro y, en cambio, convocó a sus huestes a “descargar la calentera” (o algo parecido), gesto de niño malcriado que le costó al país 14 vidas.  

[La justicia nunca le ha pedido cuentas a Capriles por este irresponsable capítulo de la vida electoral venezolana. Pero, ese no es el tema de hoy]. Lo cierto del caso es que el comando opositor fue incapaz de probar las irregularidades que denunció. Por lo contrario, incurrieron en la estupidez (perdón, pero no hay una palabra más precisa) de impugnar mesas de votación en la que el candidato opositor había ganado. 

En 2018, Henri Falcón, valientemente, había desafiado la estrategia de boicot electoral dictada por Estados Unidos y ejecutada por los capos de los partidos opositores más grandes. Se postuló como candidato presidencial e hizo campaña. Pero el día de las elecciones, a media mañana, ante lo que era una victoria cantada del presidente Maduro, optó por el expediente del fraude, sin presentar la más mínima prueba. 

Y así llegamos a 2024, cuando los mismos partidos que condenaron a Falcón por participar hace seis años, decidieron que esta vez iban a competir en las elecciones. Podría verse como un cambio radical de estrategia, pero no lo fue tanto porque desde mucho antes de la jornada electoral, ya estaban cantando fraude. 

Previsiblemente, entonces, se metieron de nuevo en la calle ciega, esta vez aprovechando los problemas técnicos del Consejo Nacional Electoral (CNE), generados, según han denunciado las autoridades, por poderosos, consistentes y nada casuales ataques cibernéticos.  

Ahora, los ejecutantes de esta estrategia, están atrapados en un callejón que termina en la esquina de Dos Pilitas, donde se ubica la sede del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), ante cuya Sala Electoral tendrán que presentar pruebas válidas de su impugnación mediática de las elecciones. 

Hasta ahora, el candidato-tapa, Edmundo González Urrutia, se ha negado a concurrir ante el TSJ, mientras los partidos que respaldaron su candidatura dijeron no saber nada de las actas que, supuestamente, demuestran las irregularidades en los números oficiales del CNE.  

Parece claro que cuando la Sala Electoral del TSJ se pronuncie, estos factores del antichavismo estarán justo al final, como los presagiaba el eslogan publicitario. Y allí surge la pregunta inicial: ¿qué se hace cuando se llega al último metro de una calle ciega? 

La calle de la violencia 

Pero si hablamos de rutas truncas, que no conducen a ninguna parte, en el laberinto de la derecha venezolana hay otra colección de ellas. Son los caminos de la violencia. 

¿Cuántas veces han transitado por ellos? Tantas que ya deberían haber renunciado a intentarlo. No ha sido así, como quedó demostrado el 29 de julio pasado, cuando de nuevo pretendieron incendiar el país por los cuatro puntos cardinales. 

Violento fue el plan urdido en abril de 2002 para causar un baño de sangre, culpar al gobierno y justificar su derrocamiento. Violentas han sido las olas guarimberas de 2004, 2014 y 2017. Violenta fue la maquinación de los paramilitares en El Hatillo, en 2004; violentos fueron los disturbios de abril de 2013, causados por la pataleta del señorito Henrique. Violento fue el magnicidio frustrado de 2018. Violento fue el intento de invadir al país desde Cúcuta, con la excusa de la ayuda humanitaria. Violento fue el fallido golpe de los plátanos verdes, en 2019. Violenta fue la tentativa de invasión con mercenarios, paramilitares y desertores, la Operación Gedeón, en 2020. Violentos eran los planes en conjunto con megabandas, en julio de 2021. Y violentas han sido todas las confabulaciones forjadas en los tres últimos años para tumbar al presidente Maduro o para asesinarlo. 

Para la oposición, en especial para su sector extremista, la violencia es el final de la ruta. Siguiendo con la metáfora de la calle ciega, estos líderes creen que, si uno llega al final de un sendero bloqueado, lo que corresponde es dinamitar todo lo que esté atravesado hasta crear un camino nuevo.  

A todos los eventos enumerados anteriormente hay que sumar los llamados abiertos a que Venezuela sea invadida por Estados Unidos o por una fuerza multinacional, invocando retrógrados instrumentos como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) u otros, más “modernos”, como la Responsabilidad de Proteger. 

Desde abril de 2002 hasta julio de este año, el modelo ha sido el mismo: generar disturbios que sean respondidos por los cuerpos de seguridad, preferiblemente con personas fallecidas, para denunciar excesos represivos y actos genocidas. De esa manera se legitima un golpe de Estado o una intervención internacional. 

Esta vez no fue diferente. Como se señaló arriba, empezaron a cantar fraude semanas antes de las elecciones, lo hicieron durante la jornada de votación e inmediatamente después, tras el primer boletín del CNE. De inmediato estallaron las protestas violentas, que incluyeron amenazas de muerte y linchamientos de dirigentes y militantes del gobierno, que dieron como resultado la muerte de al menos dos personas (ambas mujeres, en El Callao y Turmero); ataques a sedes del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), a obras emblemáticas de la Revolución y a símbolos de este proceso político.  

El objetivo era desestabilizar al país, caotizar las ciudades y pueblos y forzar a los órganos policiales y militares a dar una respuesta de grandes proporciones. Afortunadamente, la mecha del estallido fue demasiado corta, no tuvo el respaldo popular que esperaban sus promotores y rápidamente degeneró en vandalismo y delitos de odio. 

Hoy por hoy, esa facción opositora está varada en su calle ciega, sin capacidad para dinamitar, obligada a retroceder, victimizándose o declarándose “en la clandestinidad”. 

En el conjunto de la oposición, en particular entre los no alineados con la línea violenta, están viendo el momento como la oportunidad de dejar el lastre del ala pirómana y declarar canceladas, de una buena vez, las calles ciegas del fraude y la violencia. ¿Podrán? 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV) 


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