“¿¡Terroristas nosotros!?”, exclaman, muy ofendidos, los dirigentes políticos de la ultraderecha venezolana, siempre posando como blancas palomas de la paz.
Tal ha sido uno de sus juegos más reiterativos en lo que va de siglo: planificar actos atroces, perpetrarlos a través de autores materiales —pagados o manipulados—, y luego decir que son sufridos líderes democráticos y pacíficos, perseguidos por una dictadura, tan sólo por “pensar distinto”.
Tras la bien documentada revelación del ministro de Interior, Justicia y Paz, Diosdado Cabello, en torno al atentado que se estaba desarrollando en la zona de plaza Venezuela, la reacción automática es la misma de siempre: afirmar que se trata de montajes del “régimen” para justificar la represión de los adversarios políticos.
Pero, cuando se pasa revista a los hitos de la historia reciente se encuentran numerosos eventos que califican como actos de terrorismo o, al menos, de extrema crueldad, todos protagonizados por una oposición con nefasta y perniciosa tendencia a la violencia. Observemos.
Sucesos del 11 de abril. Aparte de su esencia de putsch de élites empresariales y altos mandos militares, patrocinado por Estados Unidos (es decir, un golpe clásico), tuvo su componente terrorista. Contratar francotiradores, llevar a miles de personas al lugar donde habían sido emplazados para que los sicarios pudieran matar a discreción, y así acusar al gobierno, fue un acto de una vileza extrema que calificaría como terrorista bajo muchas legislaciones especializadas. Propiciar el enfrentamiento de dos grupos humanos con ánimos muy enconados, y disparar contra ambas masas son delitos que trascienden lo particular y afectan lo colectivo, la paz y la estabilidad psicológica de los habitantes del país en su conjunto.
[Todos los implicados en esa trama deberían haber sido juzgados y condenados a largas penas. Sólo unos pocos lo fueron. El de mayor jerarquía entre los ejecutores materiales, Iván Simonovis, se hizo el enfermo terminal para obtener el beneficio de casa por cárcel, luego huyó del país y ahora, con aparente plena salud, se dedica a conspirar para llevar a cabo actos igual de sangrientos y perturbadores, al estilo del fallido atentado de la plaza de la Victoria. La impunidad, ya lo advertía Bolívar, genera más delitos y, al final, ya el castigo no basta para reprimirlos].
El paro-sabotaje petrolero y patronal. Ese mismo año, 2002, los autodenominados “meritócratas” de Petróleos de Venezuela sabotearon las instalaciones de extracción, transporte y refinación, así como la parte informática, que estaban en sus diestras manos. Si alguien hace eso en, digamos por caso, Estados Unidos, el castigo sería mucho más severo que un despido.
No contentos con eso, los jefes del paro llevaron un tanquero repleto de gasolina y lo atracaron frente a Maracaibo. Los medios de comunicación de ese entonces, empatados en una de crear terror (hasta música incidental escalofriante les ponían a las noticias), dijeron que, de un momento a otro, el buque podía explotar y que nadie, salvo los capitanes conjurados —muy meritócratas ellos— sabían cómo moverlo de allí. Si eso no es terrorismo, se parece igualito.
[El rescate de este barco y su conducción a puerto seguro fue el momento icónico de la derrota de la infame huelga. Pero ese es otro tema].
Atentados explosivos. En 2003, derrotado el paro-sabotaje petrolero y patronal, se produjeron los atentados explosivos contra delegaciones diplomáticas de España y Colombia y la sede alterna del Consejo Nacional Electoral. En este último edificio se reunía la Mesa de Diálogo que encabezaba el secretario general de la Organización de Estados Americanos, César Gaviria.
La intención de estos atentados fue crear un ambiente de zozobra colectiva y la sensación de un Estado fallido, incapaz de garantizar la seguridad del personal diplomático y consular extranjero y de los mediadores de la OEA. Fue terrorismo de manual.
Los responsables están identificados y se encuentran protegidos por Estados Unidos, el mismo país que le declaró la guerra al terrorismo esté donde esté. Uno de ellos es José Colina, quien aparece como influencer, dirigente del exilio venezolano en Miami y perseguido político.
El caso Daktari. También en 2003 estuvo a punto de llevarse a cabo el plan de asalto paramilitar a Miraflores. Es el caso de la finca Daktari, que pudo generar un auténtico baño de sangre. En ese acontecimiento se aprecia con claridad la mano del paramilitarismo colombiano.
La Guarimba. El año 2004 marcó el nacimiento de las primeras guarimbas, tierna denominación (sacada de juegos infantiles) para actos de terrorismo urbano destinados a generar miedo y rabia en la población, según su bando político. Alcaldes opositores en municipios de clase media propiciaron las supuestas protestas cívicas.
Atentado contra Danilo Anderson. Ese año fue también el del atentado contra el fiscal del Ministerio Público Danilo Anderson. Los autores materiales colocaron un explosivo C-4 (plástico) debajo del piso de su camioneta y, cobardemente, accionaron el dispositivo con un teléfono celular, con premeditación, alevosía, ventaja y nocturnidad.
Los autores intelectuales “hicieron una vaca” (colecta, en jerga venezolana) para pagarles a los asesinos. Todos eran investigados por Anderson por su participación en el golpe del 11 de abril. Los medios de comunicación le dieron al fiscal una segunda muerte, al difundir contenidos orientados a justificar su asesinato.
La escena del vehículo parcialmente quemado y estampado contra un edificio, hizo sentir a Caracas como la Medellín de Pablo Escobar. Evidentemente, la idea fue amedrentar a cualquiera que en el sistema judicial pretendiera hacer algo parecido a lo que intentaba hacer Anderson. Les ha dado resultado, pues los autores intelectuales siguen impunes, luego de casi 21 años.
Crímenes selectivos. Siguiendo con los asesinatos con saña y sevicia de figuras de la Revolución, diez años después de Anderson, en 2014, ocurrieron los homicidios de Eliécer Otaiza y de Robert Serra y su asistente, María Herrera.
La calentera. En 2013, Luego de la muerte del comandante Hugo Chávez y de la segunda derrota en seis meses de Henrique Capriles Radonski, este llamó a sus seguidores a “descargar la calentera” (o algo así) y, como consecuencia de ello, hubo violencia callejera de nuevo. Once personas fueron asesinadas, incluyendo tres niños. En este caso apareció una de las características notables del terrorismo: el ataque al símbolo del adversario. Fueron asediados 35 centros de salud de la Misión Barrio Adentro, 3 sedes del PSUV, 7 sedes del CNE, 18 medios alternativos de comunicación social y 39 centros de la red de distribución de alimentos Mercal, PDVAL y Casas de Alimentación.
[Aparte del llamado del candidato presidencial derrotado, en la exacerbación de los ánimos influyó de manera determinante una noticia falsa difundida en forma viral por el comunicador Nelson Bocaranda, quien aseguró que, en Centros de Diagnóstico Integral de Maracaibo, se estaba ocultando material electoral. “Informan que, en el CDI de La Paz en Gallo Verde, hay urnas electorales escondidas y los cubanos de allí no las dejan sacar”. Cuando fue citado por la Fiscalía para declarar sobre esa “información”, las organizaciones no gubernamentales especializadas en medios de comunicación dijeron que se trataba de otro atentado contra la libertad de expresión].
Guarimbas “la Salida”. En 2104, el ala más violenta se apoderó del timón de la oposición y lanzó la campaña llamada “la Salida”. Eran las mismas llamadas guarimbas de 2004, pero repotenciadas con más ingredientes de los instructivos de la CIA para los golpes suaves. Las huestes encabezadas por Leopoldo López llegaron hasta la sede del Ministerio Público, quemaron varios vehículos del CICPC y destrozaron la plaza Parque Carabobo.
La violencia foquista siguió por varias semanas. En esta “temporada” se puso en práctica por primera vez el sistema de colocar guayas en la vía pública para degollar motorizados, perverso invento del general retirado Ángel Vivas, que costó la vida a Edwin Durán, de 29 años de edad. Junto a López lideraron esta acción María Corina Machado y Antonio Ledezma.
Guarimbas de 2017. La versión de este año del terrorismo urbano fue aumentada y perfeccionada en su objetivo de causar malestar, desasosiego e ira. Durante los cuatro meses que se prolongó, hubo diversos tipos de linchamientos, incluyendo la quema de personas en plena calle y otras barbaridades.
En su última jornada, hubo ataques a centros electorales y a votantes en los comicios para la Asamblea Nacional Constituyente.
Magnicidio frustrado. En 2018, la violencia opositora escaló otro nivel con el atentado mediante drones explosivos contra el presidente de la República y los altos mandos político y militar, en el centro de Caracas.
Apagones nacionales. En 2019, en medio del clima enrarecido por el extravagante artilugio del gobierno interino, se produjeron los grandes apagones de alcance nacional. Las autoridades aseguraron que hubo un ataque de pulso electromagnético y otras acciones de sabotaje contra Guri. Este es otro clásico del terrorismo: causar daño a instalaciones estratégicas y de servicios públicos básicos.
Operación Gedeón. En situación de confinamiento por la pandemia, en 2020, la oposición ejecutó una invasión con mercenarios estadounidenses, paramilitares colombianos y con el apoyo de malandros locales. Fue la Operación Gedeón, que contaba incluso con un “contrato de trabajo” entre la empresa estadounidense Silvercorp, de Jordan Goudreau. Pese a lo chambona que resultó, esta acción califica sin duda como terrorista porque su intención era dar de baja a todo el que se atravesara en su propósito de derrocar o matar al presidente Maduro.
La fiesta de Caracas. En 2021 se debeló un plan de la extrema derecha llamado “la Fiesta de Caracas” en el que iban a participar las principales bandas delictivas de la ciudad, que previamente habían dado demostraciones de fuerza y poder de fuego. Terror en estado puro.
Los “Comanditos”. En 2024, luego de las elecciones presidenciales, salieron a las calles los llamados “comanditos” del maricorinismo. En un gesto típicamente terrorista, se enfocaron en atacar a los dirigentes de base del Partidos Socialista Unido de Venezuela, módulos policiales y bienes públicos. En los asesinatos de líderes comunales hubo especial inquina. También se dirigieron los ataques a lo simbólico: monumentos del comandante Chávez y radios comunitarias.
Y así llegamos a la plaza de la Victoria
Después de este largo recuento (no es mi culpa: el expediente es así de gordo), llegamos por fin al atentado frustrado de la plaza de la Victoria, llamada por algunos “la plaza nueva” y por otros, “la plaza roja”, que estuvo a punto de perpetrarse el pasado fin de semana.
En este caso, el peso de lo simbólico es notable. Se iba a volar la plaza de la Victoria, recientemente inaugurada para conmemorar los 80 años de la entrada triunfal del Ejército Rojo en Berlín, hecho que decretó la derrota del nazismo. Dañar esa plaza, o borrarla por completo, quedaría como un éxito del anticomunismo fanático de la extrema derecha.
Por otro lado, el estallido iba a ocurrir en las mismas narices del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN), cuya sede es aledaña a la plaza. Se pretendía mostrar la vulnerabilidad del aparato de inteligencia del gobierno, para reforzar el mensaje que se emitió machaconamente (aunque sin mucho poder de convencimiento) sobre la supuesta Operación Guacamaya.
Se buscaba demostrar poder y capacidad organizativa, algo fundamental para generar la sensación de un liderazgo capaz de golpear al gobierno, luego de las derrotas políticas que sufrió la ultraderecha por negarse a participar en las elecciones de mayo y julio.
Un acto como ese podría, según los planes de sus perpetradores, disparar reacciones en cadena entre la población opositora y en grupos desclasados.
La espectacularidad propia del terrorismo
Todos los estudios sobre el terrorismo apuntan hacia una característica muy propia de este tipo de actos: deben ser espectaculares. Mientras más se difundan las imágenes de lo ocurrido, mayor impacto emocional y social tendrán.
Según la opinión de conocedores del tema, la abortada explosión de la plaza de la Victoria podría haberse potenciado con el gas que fluye bajo el monumento para alimentar un pebetero que mantiene encendida una llama perenne delante del monumento. Esto habría permitido una mayor espectacularidad del acontecimiento.
El estallido, casi seguramente, afectaría al Metro de Caracas en su estación más importante, Plaza Venezuela, donde se conectan las líneas 1,2 y 3 del subterráneo. También es una zona de alta afluencia de personas y vehículos.
Una explosión allí generaría uno de los efectos innatos del terrorismo: desconfianza, inestabilidad emocional y miedo de la colectividad en sus actividades cotidianas. Con eventos de esa naturaleza, la percepción de seguridad pública, resultaría menoscabada por el trauma psicológico sufrido por los presentes y difundido de manera viral por las redes sociales.
[Uno de los obstáculos que enfrenta la oposición en este tiempo es que la situación de la seguridad ciudadana ha ido mejorando, lo que favorece el clima de estabilidad política. El objetivo es romper esa tendencia y volver a tiempos superados, en los que su mensaje pueda germinar].
Hoy en día, los planificadores de este tipo de actos cuentan con su difusión viral. Si en 2002 fue la televisión (que desobedeció la cadena nacional para difundir imágenes manipuladas de los sucesos de Puente Llaguno), en estos tiempos se apuesta por las omnipresentes redes. Cada persona con un teléfono en las cercanías del lugar se habría convertido en corresponsal de guerra.
La violencia opositora no es cuento
Con la revisión rápida de estos hechos, que recorren todo lo que va de siglo, hasta la más caliente actualidad, es válido afirmar que la oposición extremista venezolana ha recurrido constantemente a formas de violencia que encajan dentro del concepto de terrorismo, pues pretenden causar muerte y destrucción física, provocar miedo, rabia, inseguridad, inestabilidad política y también intentan golpear los emblemas, los íconos, las imágenes, las insignias del adversario.
La guerra actual, esa que tiene tantos apellidos (híbrida, de quinta generación, multimodal, integral), mezcla la fuerza bruta con formas más sutiles. En el caso de las acciones terroristas —componente por excelencia de los conflictos asimétricos—, nadie puede dudar de su violencia intrínseca. Pero casi todas las acciones terroristas tienen, además, un componente emocional. El terrorismo de la ultraderecha se propone provocar daños físicos en lugares que encarnen algún valor del socialismo, el marxismo, la lucha colectiva de los pueblos, los intentos por descolonizarse y la igualdad social y racial.
Han procurado hacerlo desde inicios de siglo y a estas alturas continúan empeñados en ello. No tienen la menor intención de ceder en sus planes ni de aprender de sus errores. Al parecer, como habría dicho el ficcional hombre de la etiqueta, “son irrecuperables”.
(Clodovaldo Hernández / Laiguanatv)
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