OPOSI-CI-C.jpg

Las quejas de la oposición desde hace quince años tienen un denominador común: no quieren aceptar que siempre gane la gente que tiene más respaldo popular en las elecciones que tan a menudo se realizan. De manera implícita o explícita proponen  reglas para que sea la minoría la que decida, mientras la mayoría acata.

 

Analicemos todas las pataletas que han armado los opositores desde que el presidente Chávez  triunfó por primera vez, en 1998, hasta los episodios de las últimas horas, relativos a la escogencia de altos funcionarios de los poderes no sometidos al voto popular directo (Poder Ciudadano, Poder Electoral y Poder Judicial) y comprobaremos que tienen un elemento coincidente: el empeño de las fuerzas opositoras en que debería hacerse la voluntad de los que tienen menos escaños en la Asamblea Nacional, no la de los que tienen más.

 

No es locura, aunque parezca. No lo es porque  en estricto sentido, así funciona la democracia en los países que la oposición venezolana tiene como ejemplos. En esas naciones que siempre no están dando clases de libertad y democracia, la mayoría no toca ningún pito, bien  por el sistema electoral que se aplica (en Estados Unidos, la elección presidencial es de segundo grado, por solo poner un ejemplo) o bien porque el electorado está tan domesticado y  sojuzgado que son los grupos de presión y los lobbys los que toman las decisiones más trascendentales, ayudados por portentosas maquinarias mediáticas.

 

Además de esa referencia internacional, para la derecha venezolana  hay un punto de apoyo histórico. También en Venezuela ese era el modo natural de funcionar hasta que llegó el comandante y mandó a parar. Por algo destacados politólogos (lejos de ser chavistas, por cierto) denominaron a aquella manera de hacer política como el “modelo de conciliación de élites”. Todo estaba diseñado para que los jefes de los grandes partidos, del empresariado, del sindicalismo (controlado por los grandes partidos de la derecha), de la iglesia y de otros grupos corporativos se mantuvieran en una perenne negociación de cuotas de poder (y de dinero), mientras el pueblo era convidado apenas a emitir un voto cada cinco años, en medio de brutales manipulaciones. Aquel era el mundo ideal para estos que hace quince años viven de queja en queja, de llanto en llanto. En esa etapa dorada de sus vidas, pese a formar parte de una insignificante minoría, decidían hasta quién iba a ser el policía de la esquina. Con razón extrañan tanto esa época.

 

(Por Clodovaldo Hernández /[email protected])