Cuando se escriba la historia de 2019, la página de los medios de comunicación social estará plagada de vergüenzas.

 

Tanto los medios tradicionales -la llamada gran prensa- como muchos de los nuevos medios digitales quedaron en evidencia como engranajes de una perversa maquinaria militante al servicio del capitalismo hegemónico global, muy lejos de la función que teóricamente les corresponde: informar veraz y oportunamente a la sociedad.

 

En lo que respecta a la gran prensa, esto no es nada novedoso, pero en las circunstancias cruciales que se vivieron en varios de nuestros países, quedaron más que nunca al desnudo. Este año, sus perversiones fueron particularmente evidentes.

 

El hecho de que en el mismo año hayan ocurrido situaciones conflictivas en Venezuela y Bolivia, por el lado de los gobiernos progresistas, y en Haití, España, Ecuador, Chile y Colombia, por el bando de la derecha, fue el escenario ideal para poner de relieve el marcado sesgo del aparato mediático.

 

Los mismos medios que desplegaron sus espacios y tiempos y pagaron muchas horas de trabajo a sus empleados para darles una cobertura amplia a eventos como los focos de disturbios ocurridos en enero en zonas populares de Caracas (que duraron apenas unas horas) o el orquestado intento de irrupción ilegal, supuestamente humanitaria, en febrero, en la frontera con Colombia, redujeron al mínimo la cobertura de las protestas ya crónicas en Haití y las que brotaron en Chile, que se han prolongado por meses. También han mirado para otro lado ante la represión sistemática de las manifestaciones en Colombia, Ecuador y en Bolivia, tras el derrocamiento de Evo Morales.

 

La muestra más clara de esa desproporción fue el despliegue de medios de todos los tamaños y nacionalidades en la frontera colombo-venezolana a propósito del concierto Venezuela Aid Live y la operación conspirativa de la que formaba parte ese evento, el 23 de febrero. No ha habido nada parecido a ese esfuerzo gigantesco, ni siquiera para atender situaciones que demostraron ser mucho más noticiosas, como las ocurridas meses después en los países ya mencionados.

 

Para mostrar al mundo lo que estaba pasando (o, mejor dicho, lo que estaban apostando a que pasara) entre Norte de Santander y Táchira se movilizaron centenares de periodistas de Venezuela y el mundo y toneladas de equipos para transmisión en tiempo real; se emplearon incuantificables fondos para el pago de viáticos y horas extra de trabajo; se produjeron cientos de miles de centímetros por columna en medios impresos y su equivalente en minutos en radio y televisión convencionales, así como fabulosas cantidades de bytes en medios digitales; se lanzaron a la centrífuga informativa portadas, titulares, reportajes, entrevistas y crónicas antes, durante y después de los hechos… En fin, una campaña mediática en el sentido más militar que sea posible darle a tal concepto. 

 

En el extremo opuesto puede ubicarse la actitud de los medios respecto a acontecimientos sin duda de mayor peso noticioso, como los que pusieron en vilo a los gobiernos neoliberales de Lenin Moreno y Sebastián Piñera. En vez de desplegarse, la gran prensa se replegó en un silencio cómplice, especialmente cuando los aparatos represivos desataron toda su fuerza y sus recursos contra los manifestantes. Esa misma actitud alcahueta la han tenido los medios con la dictadura boliviana y ante las depravaciones del gobierno de Iván Duque.

 

Fake news y posverdad como moneda corriente

 

El desbalance en la cobertura sería, por sí solo, una prueba en contra de unos medios que aseguran ser imparciales y defender valores estables como la democracia y los derechos humanos. Pero no es una característica aislada, sino que viene asociada con otras igualmente perversas.  La peor de ellas es la mentira y sus derivados. 

 

En este renglón, la lista podría ser interminable, pero veamos solo algunos casos particularmente notables. Para ello, volvamos a los días de febrero cuando se pretendía ingresar forzosamente la llamada ayuda humanitaria al país. El ya comentado despliegue periodístico sirvió para difundir por el mundo entero la versión de que el gobierno de Nicolás Maduro había quemado los camiones cargados de alimentos y medicinas en el puente internacional. Millones de palabras se pronunciaron o escribieron para calificar tal hecho como una monstruosidad, un delito de lesa humanidad. 

 

Los medios gubernamentales y alternativos presentaron una versión muy diferente: los transportes fueron incendiados por las bombas molotovs que arrojaron manifestantes opositores violentos ubicados del lado colombiano. Telesur y LaIguana.TV mostraron evidencias en imágenes de esta realidad.

 

Como es habitual en las técnicas de fake news y posverdad, los hechos no importan, sino el relato que circula de manera dominante. En este caso, la gran prensa y todo el cúmulo de redes sociales de la antirrevolución asumieron unánimemente la versión de la quema ejecutada por el malvado gobierno venezolano, al que se calificaba machaconamente de dictadura.

 

No fue sino un mes después cuando uno de los principales actores del sistema mediático, The New York Times, dio al público la información verdadera: el incendio fue ocasionado por los manifestantes opositores. Sin embargo, el efecto de la fake news unánime del primer momento ya estaba más que cristalizado. Ninguno de los medios que se indignaron contra el gobierno de Maduro tuvo la vocación de equilibrio necesaria para atribuirles los delitos de lesa humanidad a los verdaderos responsables, los dirigentes opositores. 

 

Otro signo demostrativo del grado de perversión al que han llegado estos medios es que la mayoría de ellos no desmintió sus pesadas acusaciones contra el gobierno de Venezuela ni siquiera luego de haber sido publicado el reportaje de The New York Times. 

 

En este sentido, el caso del diario El País de Madrid es todo un emblema de las tremendas deformaciones del periodismo que se está haciendo en la actualidad. Este medio solo rectificó ¡siete meses más tarde! y lo hizo en la sección del Defensor del lector. La excusa que dieron los corresponsales en Colombia, encargados de la cobertura en caliente de los hechos de febrero, para no haber corregido su «error» fue que se habían distraído con otros temas noticiosos. 

 

Cuando se dio la versión original, El País publicó un editorial en el que fustigó personalmente al presidente Nicolás Maduro, al que caracterizó como criminal de guerra. La dirección de ese medio no se retractó ni cuando se publicó el reportaje de NYT ni cuando el Defensor del lector tocó el tema.

 

Lavado de imágenes

 

La otra tarea oprobiosa de la gran prensa, secundada por los nuevos medios digitales de la derecha fue la de lavarles las muy sucias imágenes a personalidades políticas, gobiernos y acontecimientos.

 

Entre las personalidades lavadas por el aparato mediático estuvieron los presidentes Lenin Moreno, Sebastián Piñera, Iván Duque, Jovenel Moise y Jair Bolsonaro, los cabecillas del golpe de Estado en Bolivia y los impresentables funcionarios de la administración Trump. Entre los acontecimientos que la prensa trató de blanquear destacan las escaladas represivas en Catalunya, Ecuador, Chile, Haití, Colombia, y en Bolivia, luego del derrocamiento de Morales.

 

Algunos aspectos de esta lavandería dan tanta pena, que provoca ocultar la propia condición de comunicador, aunque uno no participe de tales maniobras. Por ejemplo, los esfuerzos realizados por numerosos medios globales y locales para hacer caer simpática a la sanguinaria dictadora boliviana Jeanine Áñez. La han presentado con sus hijos, con mascotas, con gorrito de Santa Claus, hablando de concordia y de reconciliación en un país al que la derecha más retrógrada y racista le robó la paz y la estabilidad económica.

 

Operaciones parecidas se han realizado con Piñera, Duque, Mauricio Macri, Jair Bolsonaro y con el nefasto secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro.

 

Nuevos medios o viejos medios: da lo mismo

 

El balance de 2019 en este campo ha dado cuerpo a una conclusión que ya venía perfilándose desde  hace varios años: los nuevos medios digitales de la derecha en Venezuela tienen un comportamiento muy similar a los medios convencionales, a la gran prensa.

 

Los portales que se presentan como de nuevo cuño o dicen practicar el periodismo de investigación se las arreglaron para hacer durante 2019 el mismo papel que en 2002 desempeñaron los canales de TV, emisoras de radio y periódicos que entonces reinaban en el escenario comunicacional: apoyar los intentos de la derecha política y económica, bajo la égida de EEUU, para derrocar al gobierno revolucionario.

 

A la hora de las definiciones, esos medios se pusieron del lado de todas las operaciones diseñadas para el «cambio de régimen», desde la absurda autojuramentación de Juan Guaidó hasta el reciente intento de violencia en el sur del estado Bolívar, pasando por el fallido golpe de Estado del 30 de abril y por la gigantesca movilización del 23 de febrero, destinada a legitimar la injerencia extranjera.

 

Esos nuevos medios digitales no tuvieron empacho en imitar a sus hermanos mayores en la difusión de fake news. En este punto se puede recordar la irresponsable acusación contra el Estado venezolano de reclutar forzosamente a menores de edad y otros jóvenes para incorporarlos a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Igualmente participaron en las concertadas campañas para magnificar el fenómeno de la migración de venezolanos y, al mismo tiempo, para estimular a más conciudadanos a abandonar el país.

 

En los meses finales del año, esos nuevos medios han desarrollado su propia labor de lavado de imagen, destinada a tratar de salvar del naufragio a los dirigentes de una derecha que, durante 2019, ha quedado en evidencia no solo como inepta y torpe, sino también como terriblemente corrupta y mal acompañada.

 

En diciembre, los nuevos medios y los comunicadores e influencers de redes sociales han asumido otra triste tarea: tratar de convencer al país de que no ha habido ninguna recuperación y que estamos mucho peor que en anteriores navidades. Para ello han tenido que luchar contra la determinación casi unánime de la gente de pasarla lo mejor posible, con lo poco o lo mucho que cada quien tenga.

 

Uno tras otro han fracasado estos esfuerzos por imponer la visión pesimista. Aseguraron que las ventas de la temporada serían las peores de la historia, pero, muy por el contrario, ha habido una reactivación visible y contable. Pronosticaron que el gobierno no podría entregar los perniles, pero esta vez la logística oficial y popular fue exitosa. A los medios e influencers no les quedó otra alternativa que tratar de sembrar el miedo y la desconfianza, con versiones -cada una más disparatada que la anterior- sobre productos descompuestos, contaminados con fiebre porcina o con radiactividad. Una vez más, fracasaron.

 

Ya en el epílogo del vergonzoso año, dirigieron sus baterías contra el petro, anunciando que solo los «enchufados» recibirían el aguinaldo en la criptomoneda. Una vez que fue evidente que el beneficio fue otorgado sin restricciones, denunciaron que las personas más necesitadas no podían utilizar el dinero, que todo era una gran estafa. Pero muchos comercios han ido sumándose al mecanismo de uso del petro y el sistema tiende a consolidarse. A pesar de ello, los medios no han rectificado ni reconocido que sus vaticinios fueron errados. Por el contrario, continúa buscando algún tema apropiado para sembrar la desesperanza.  Y todo parece indicar que en 2020 van a seguir dando pena.

 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)