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¿Qué pasaría si de pronto se acabara el bachaqueo?

 

Clodovaldo Hernández

 

Si en este preciso momento, por arte de magia o por milagro de un agradecido José Gregorio, cesara por completo el bachaqueo, tanto internacional como endógeno, ¿qué pasaría?

 

Es conveniente hacerse esta pregunta para calibrar la verdadera magnitud de la distorsión que sufre la economía nacional y lo difícil que es corregirla. No se trata de quedarse inmóvil, diciendo que es mejor no enfrentar la dificultad. La idea es comprender los riesgos que sobrevendrán con las eventuales soluciones para que no nos agarren de sorpresa. Parece ser una mínima previsión que debería tomar no solo el gobierno, sino también el pueblo organizado.

 

Una hipótesis podría ser que un cambio tan prodigioso (la eliminación del bachaqueo) tendría el efecto inmediato que tuvo hace más o menos un año el llamado Dakazo: elevar la popularidad del presidente Maduro y hacer olvidar algunas tortas recién puestas.

 

Pero otra conjetura razonable podría ser que se generaría un considerable desarreglo interno y que aflorarían las protestas por aquí y por allá, algunas inducidas por las mafias político-económico-militares que controlan esa gran fuente de enriquecimiento ilícito; otras espontáneas, protagonizadas por los obreros de esa anti-industria, por los bachacos, pues. Ya hemos visto “demos” de este fenómeno en la Guajira y los territorios sin ley del escualidismo tachirense… Esa guerra está avisada.

 

La causa del hipotético descontento “popular” sería una muy apropiada para profundos estudios sociológicos y económicos: una parte de la población (no se dispone de una cifra porcentual, pero es de suponer que se trata de una porción significativa y con capacidad para generar anarquía) se ha acostumbrado ya a vivir de las ganancias desproporcionadas que conlleva el “negocio” de la especulación galopante de pueblo contra pueblo.

 

Sigamos en onda de hipótesis y preguntémonos qué haría toda esa gente que día tras día se mete en las colas de los supermercados y farmacias (incluso sin saber a ciencia cierta qué productos van a encontrar) no porque necesiten un bien determinado, sino para luego revender lo adquirido por ahí, en cualquier esquina, con sobreprecios de escándalo. Se trata de personas que se han acostumbrado a unos niveles de remuneración muy superiores a los que se obtienen en un trabajo cualquiera de esos que exigen cumplir un horario y sobrellevar a un jefe. Y, además, obtienen ese “sueldo” sin realizar a cambio una labor especialmente forzada. Cierto que hacer cola durante horas es incómodo, pero no se compara con jalar escardilla a pleno sol en la carretera Lara-Zulia ni con atender usuarios malhumorados en una agencia bancaria atestada de público. Es un “empleo” lucrativo que puede hacer cualquiera (incluso muchos recién llegados a esta tierra de gracia), cuyos únicos requisitos son tener paciencia y temas de conversación para no aburrirse o un iPod con bastante música.

 

Si se desmontara repentinamente la fuerza de venta del bachaquerismo y se reanudara un abastecimiento normal a través de las redes comerciales públicas y privadas, la mayoría de la gente aplaudiría y hasta a uno que otro opositor le entrarían ganas de corear el “¡así es que se gobierna!”, pero, al mismo tiempo, la tropa de los paracos de la economía quedaría como los soldados de cualquier otro ejército desmovilizado: ocioso, pelando y con una ristra de malas mañas. ¡Qué gran peligro!

 

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