Una de las razones por las cuales Estados Unidos mantiene la calificación de Venezuela como amenaza inusual y extraordinaria para su seguridad nacional es porque las recetas que han funcionado en otras naciones no han servido para imponerle un gobierno a este país caribeño, andino, llanero, amazónico y, sobre todo, impredecible. 

Las operaciones que dan resultados en otras partes, acá han tropezado de manera terca. Derrocamientos tradicionales, revoluciones de colores, alzamientos de la sociedad civil sifrina, invasiones humanitarias, asaltos con mercenarios y paracos, sabotajes eléctricos, medidas coercitivas unilaterales, bloqueo… En fin, muchas piezas del repertorio de golpes suaves, duros y durísimos de la CIA y sus similares han fracasado, algunas veces dramáticamente y en otras, en modo ridículo. 

Tampoco les han funcionado las trapisondas con poderes públicos, es decir, las jugadas de lawfare, los golpes parlamentarios y las traiciones de funcionarios a cargo de órganos como el Ministerio Público o la policía política. 

Las élites de la derecha latinoamericana y el poder imperial estadounidense han dedicado buena parte de sus esfuerzos en los últimos años a hacer estos malabares leguleyescos para derrocar a los gobiernos adversos y para proteger a sus consentidos. 

Pocos países quedan en la región en los que no se haya hecho alguna maniobra con cuestionables intervenciones de los poderes del Estado para torcer la voluntad de los electorados. 

En Honduras, sacaron del poder a Manuel Zelaya y pusieron en su lugar a Roberto Micheletti, un congresista ricachón a quien el comandante Hugo Chávez, con su gran tino para los apodos, llamó “Goriletti”. 

En Paraguay, hace ya varios años, el Congreso abortó el esperanzador experimento del religioso revolucionario Fernando Lugo. Ni el buen dios que guiaba al obispo pudo salvarlo de la maniobra del imperio y la oligarquía local. 

En Brasil, derrocaron a la presidenta Dilma Rousseff e impidieron que Luiz Inácio Lula Da Silva fuera candidato en 2018, lo que permitió el arribo al mando del impresentable Jair Bolsonaro, todo ello mediante los procedimientos de lawfare y con el apoyo de quien era el vicepresidente de Rousseff, Michel Temer, y de fuerzas parlamentarias agavilladas en la conspiración. 

En Argentina, se anuló la posibilidad de una nueva candidatura de Cristina Fernández, mediante estratagemas de un Poder Judicial totalmente colonizado por la derecha macrista y obediente a los dictados de Washington. 

En Bolivia, las fuerzas reaccionarias, con el apoyo de la Organización de Estados Americanos, desconocieron la decisión del electorado e impusieron por cierto tiempo una dictadura encabezada por una senadora y una pandilla de fachos racistas con biblias en las manos. 

En Perú, un Parlamento escandalosamente impopular sacó de la presidencia al maestro Pedro Castillo y dejó en el cargo a una integrante del Poder Legislativo, que ha gobernado como una vulgar autócrata con el respaldo de la misma OEA que, para ignominia de sus países miembros, sigue dirigiendo el nefando secretario Almagro. 

En Chile, los errores y las exquisiteces de una izquierda bobalicona han permitido que se aborte el poder constituyente originario, de modo que la Carta Magna quedará a cargo de un conciliábulo dominando por la derecha y el pinochetismo, como le gusta a Estados Unidos. 

Para defender también sirve

En casi todos los casos anteriores, la combinación imperio-oligarquía ha utilizado a los parlamentos como agentes internos para derrocar a gobiernos de izquierda, progresistas o, aunque sea, ligeramente respondones.  

Pero también pueden hacer lo contrario: utilizar el poder Ejecutivo para aplastar a poderes legislativos que pretenden ir contra los presidentes aliados de Washington y de las élites nacionales. Es un recurso de ida y vuelta, de quita y pon. 

Eso lo estamos viendo ahora en Ecuador, cuando el presidente burgués Guillermo Lasso ha disuelto la Asamblea Nacional para evitar que lo juzgue políticamente y, le impida seguir aplicando a rajatabla su paquete neoliberal.  

Es un acontecimiento bastante parecido al de Perú, con la diferencia de que “la comunidad internacional” (es decir, Estados Unidos y la derecha global) en este caso justifica y apoya a Lasso, mientras repudió y condenó a Castillo en el anterior. 

En Venezuela no

En Venezuela, las maniobras parlamentarias y leguleyescas no han tenido éxito. Y conste que no es porque no lo hayan intentado repetidas veces. Vamos con calma, porque la historia es larga. 

Como siempre, hay que anotar de primero al Carmonazo. El decreto con el que el dictadorcillo pretendió establecer su “gobierno de transición” es una clásica muestra del acomodaticio legalismo de las cúpulas.  

Unos juristas aclamados como eminencias del Derecho parieron un instrumento “legal” (al margen del Poder Legislativo vigente entonces) mediante el cual se anulaba no solo la elección del presidente de la República, sino también de todos los diputados, legisladores regionales, gobernadores, alcaldes y concejales. Y, más importante aún, se pisoteaba la Constitución Nacional aprobada apenas dos años y unos meses antes mediante un referendo nacional. Pura democracia al gusto de Washington. 

Luego de ese grotesco golpe de Estado apoyado en los argumentos de esos geniales jurisconsultos en sus bufetes solo para millonarios, vino el primer intento por deslegitimar a la Asamblea Nacional y cualquier ley que ella aprobase o funcionario que llegara a designar. 

La idea era crear así un boquete por el cual meterse. Finalizaba 2005, había elecciones legislativas y era inminente un triunfo del chavismo. Estados Unidos, a través de la élite dominante de entonces, los dueños de los grandes medios de comunicación privados, ordenó que todos los partidos opositores se retiraran de los comicios. Querían generar un “vacío” y acusar luego al gobierno de tener un Parlamento monocolor, signo inequívoco de un régimen autoritario. Fracasaron, y la mejor prueba de ello es que en 2010 tuvo que “volver el perro arrepentido” a participar en las elecciones legislativas. 

Llegó la hora

Las expectativas del poder imperial de lograr en Venezuela un “cambio de régimen” mediante triquiñuelas parlamentarias se potenciaron en 2015, con la victoria aplastante de la coalición opositora en las antes cuestionadas elecciones de miembros de la Asamblea Nacional y con el aval del denostado Consejo Nacional Electoral.  

Sin embargo, las promesas ramosalluperas de sacar a Maduro en seis meses probaron ser simples fanfarronadas triunfalistas de un adeco que ya acumulaba dos décadas “sin ver a Linda”, como decían antes -parafraseando el gran tema de Daniel Santos- sobre aquellos infortunados que padecían una abstinencia sexual forzosa. 

Tampoco sirvieron otras ideas, ideítas e ideotas, entre ellas la de declarar que Maduro había abandonado el poder, como fórmula para obligarlo a abandonar el poder, un galimatías que ni sus mismos promotores parecían entender a cabalidad. O como la de la nacionalidad del presidente, que aún hoy repiten muchos con la convicción de un fanático del Área 51. 

La mayoría parlamentaria de la oposición, colocada en una postura obstruccionista a ultranza, condujo más temprano que tarde a una situación de permanente inestabilidad política y obligó a que los grandes asuntos nacionales tuvieran que ser dirimidos en la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. Este ente, que recibió tanto relamidos calentamientos de oreja como serias amenazas imperiales, terminó por declarar a la AN en desacato, una figura novedosa en nuestra legislación, inventada, según los detractores, entre ellos los juristas que redactaron o apoyaron el decreto de Carmona. En todo caso, esa decisión salvó al país de una parálisis por conflicto recurrente de poderes. 

En 2017, la oposición optó de nuevo por la violencia para complementar el juego trancado Ejecutivo-Legislativo y fue entonces cuando el presidente Maduro ripostó con la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, rápidamente transformada en un Parlamento subrogado que, como primera medida, destituyó a la fiscal general declarada en rebeldía, Luisa Ortega Díaz, y nombró en su lugar a Tarek William Saab. De ese modo, sofocó tempranamente lo que se perfilaba como una ruptura institucional de gran calado y logró el milagro de pacificar las calles en cuestión de horas. 

En 2019, luego de haber intentado un magnicidio y de una nueva tentativa de boicot electoral (esta vez contra las presidenciales de 2018), las élites locales, siempre guiadas por el Departamento de Estado, procedieron a dar abiertamente el paso para un golpe de Estado parlamentario. Un desconocido diputado que había sido electo presidente de la AN en desacato, se autojuramentó en una placita como presidente de la República y como tal fue reconocido por el imperio y sus aliados, satélites y lacayos, regados por el mundo. 

Desde entonces, el empeño de Estados Unidos fue crear un gobierno paralelo y un Poder Judicial paralelo para que funcionaran en conjunto con la AN en desacato. Pero tampoco eso les funcionó, al menos no en lo que respecta al cambio de régimen, aunque sí -¡y vaya que jugosamente!- en cuanto a los negocios mediante los cuales se enriquecieron los ladrones gringos y sus compinches criollos. 

Otra joya “jurídica” surgió en este tiempo fue aprobada por esa AN: el Estatuto de Transición, un artefacto -elaborado también en bufetes de alta estofa- que deja a un lado la Constitución Nacional de una forma tan ramplona que hasta el decreto de Carmona luce, a su lado, menos arbitrario. Saque usted la cuenta. 

El clavo ardiendo: AN-2015

Así llegamos entonces a la pregunta que abre este largo texto. ¿Por qué es tan importante para Estados Unidos mantener la ficción de la AN-2015? Y es posible aventurar una respuesta, señalando que ese ente caduco es la única rendija que tiene el poder imperial para tratar de torcer las decisiones que el electorado venezolano ha tomado antes y después de ese año y las que podría tomar en el futuro. 

El contar con todo el poder parlamentario entre enero de 2016 y enero de 2021 fue la gran oportunidad que tuvo el imperio para ejecutar una de sus ya clásicas jugadas de golpe aparentemente endógeno. Pero, debido a la suma de dos factores, la discapacidad opositora para llevar a cabo esa tarea y la capacidad del chavismo para enfrentar la amenaza, pasaron los cinco años y Maduro siguió despachando en Miraflores.  

Entonces, los supuestamente infalibles estrategas gringos pretenden aferrarse a esa AN-2015 como a un clavo ardiendo.  

Dicen que es la única autoridad legítima que existe en el país, aunque su período tenga ya más de dos años vencido y aunque su supuesta presidenta sea una doña que vive en España hace años y resulte tan o más desconocida que el autoproclamado en su momento de salir a escena. 

Viendo los eventos políticos del siglo en el continente, se entiende que la lógica estadounidense es la de “si no gano, arrebato”.  

Si los gobiernos son indóciles, se lanza contra ellos a los otros poderes (Judicial o Legislativo, en la división clásica de Montesquieu); si el gobierno es de derecha y alguno de esos otros poderes intenta algo en su contra, se les disuelve mediante algún recurso constitucional o no; si las fuerzas proyanquis logran el control del parlamento y luego lo pierden, se declara imperialmente que el anterior cuerpo legislativo tiene un período de duración indefinida. Para cualquiera de estas movidas se vale todo, incluyendo esperpénticos decretos y estatutos de transición. 

Y si nada de eso funciona, se “sanciona”, se bloquea, se organizan golpes clásicos, invasiones y magnicidios y se declara al país amenaza inusual y extraordinaria contra la seguridad nacional de Estados Unidos. En eso seguimos. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)