Factores de la oposición política y mediática dan por descontado que el presidente Nicolás Maduro está hoy más desgastado que nunca antes y, por tanto, se encuentra cada vez más cerca de una derrota electoral. Pero, ¿es eso cierto?  

Algunas observaciones de la realidad y su visión en retrospectiva recomendarían reconsiderar esa creencia que parece de sentido común, pero que enfrenta notables objeciones. 

El sentido común dice que mientras más tiempo pase en el poder un gobernante, su desgaste será mayor, a menos que muestre extraordinarios logros e, inclusive, mostrándolos, como se ha visto en varios países en los que presidentes muy exitosos han sido derrotados, al parecer porque los pueblos se aburren hasta del bienestar. Sin embargo, la situación venezolana es peculiar, pues bien, se sabe que somos un país bastante sorprendente.  

Por ejemplo, pensemos en el nivel de rechazo que tiene hoy el presidente y, como es de esperarse, encontraremos que es alto, luego de ejercer el poder durante once de los más duros años de nuestra historia reciente. Pero, ¿qué pasa si lo comparamos con ese mismo indicador de hace diez, siete, cinco o cuatro años? No creo que sea exagerado ni complaciente decir que estuvo peor, en concordancia con la situación del país, en 2014, 2017, 2019 y 2020. Entonces, es evidente que hoy no es tan popular como lo pretende la propaganda oficial, pero tampoco vive su peor momento. Está lejos de eso. 

Mal hacen los dirigentes opositores al creer que pueden ganar las elecciones con cualquiera que pongan, partiendo del nivel de desgaste del gobierno. Se engañan y no quieren asumirlo. 

El exceso de confianza

En este punto hay que reflexionar sobre un aspecto también peculiar del caso venezolano. Quienes planean las estrategias de “cambio de régimen” (el Departamento de Estado, la CIA y sus derivados, franquicias e imitaciones) han caído también en el exceso de confianza en su fórmula mágica.  

Sostienen mecánicamente que si se hace sufrir a la población lo suficiente, esta se volverá mayoritariamente contra el gobierno y lo derrocará directamente o apoyará a fuerzas externas que acudan a hacerlo. Eso debe ser así como que dos y dos son cuatro. 

El éxito de sus sangrientos experimentos en Chile 73 y más recientemente en las naciones que vivieron las llamadas Primaveras árabes y en la Ucrania del Euromaidán, les hizo reafirmar su fe en la fórmula. Han llegado a considerarla infalible. 

Ese mecanismo de hacer todo el daño posible al país para que este responda castigando al gobierno también les ha funcionado con desenlaces no violentos, sino electorales. Un ejemplo supremo de ello fue la victoria de Violeta Chamorro en 1990, luego de años de sabotaje económico y acciones paramilitares terroristas dirigidas por Estados Unidos para doblegar al sandinismo. La población obstinada de tanto sufrimiento y amenazas de empeoramiento de la situación general, optó por entregar el gobierno a una doña cuyo único mérito era ser la viuda de un personaje respetable de la política y el periodismo nicaragüense. Al entregárselo a ella, se lo dieron a Estados Unidos y sus compinches de la derecha recalcitrante y los resabios del somocismo. 

Estados Unidos, con su arrogancia imperial, y la oposición venezolana, con su mentalidad de neocolonia, apostaron todo a que en Venezuela eso también ocurriría, que habría un final extraconstitucional (golpe de Estado, invasión extranjera, magnicidio, etcétera) en el que las fuerzas populares se pondrían de parte del “cambio de régimen”. Fallaron. 

De un tiempo para acá, esa estrategia pareció cambiar o, al menos, solaparse con otra: la de reivindicar la vía electoral, de nuevo con la convicción de que el deterioro del país (atribuido por estos factores, de manera exclusiva, a la gestión gubernamental, aunque fueron ellos quienes lo causaron), le dará suficiente combustible a cualquier candidatura opositora para ganar las elecciones presidenciales. 

Hagamos un ejercicio de alteración del eje temporal. Supongamos que la situación nacional fuese hoy, en el año electoral presidencial 2024, la misma que el país padecía entre 2016 y 2020. 

En esos años se vivía un cuadro crítico en el que se sumaban graves problemas de abastecimiento de productos de primera necesidad, cierre de empresas, desempleo (fruto de la guerra económica), violencia callejera, migración intensiva, ataques a la moneda nacional, apagones generales, el impacto más duro de las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo, asedio diplomático y mediático y una Asamblea Nacional en desacato, saboteando todas las políticas públicas del Ejecutivo.  

Surge la pregunta: ¿si la oposición hubiese participado razonablemente unida en las elecciones presidenciales de 2018, no es cierto que podría haber acumulado fuerzas para ganarlas? Si aplicamos la ecuación en la que se basa el modelo de “cambio de régimen”, así debió ser.  

Más allá de las opiniones de cada uno, hay un argumento matemático: esa misma oposición había obtenido un triunfo arrollador a finales de 2015, que le permitió apoderarse del Parlamento, lo que hacía inferir que si hubiese continuado en esa ruta podría haber coronado electoralmente en 2018. Pero los estrategas apostaron a la solución no electoral. 

Entonces, parecerá un argumento rebuscado para darle aliento al chavismo (o para desalentar al antichavismo), pero muchos síntomas indican que el tiempo transcurrido desde que comenzó la estrategia imperial de máxima presión hasta ahora, desgastó muchísimo al gobierno hasta cierto momento, pero luego empezó a perder eficacia. Al no cumplir su objetivo de generar un alzamiento popular que pudiera ser calificado como “espontáneo” o un alto nivel de apoyo (mostrable mediáticamente) a una de las tentativas de golpe, invasión o autoproclamación, toda la abominable maquinaria de castigo a la población empezó a resultar inútil.  

Los mecanismos de reacción y defensa desarrollados tanto por el gobierno como por la sociedad en general surtieron un efecto opuesto al que procuraba la contrarrevolución, pues florecieron renovadas formas de organización popular y también nuevas iniciativas privadas para reemplazar a las grandes corporaciones que abandonaron el país. 

Como resultado de esto, parece claro que si bien la elección presidencial encuentra al gobierno en un momento difícil, no es, ni de lejos, el peor que haya afrontado. Y esta es una realidad que trasciende al pueril debate sobre si Venezuela se arregló o no. 

El desgaste opositor

Pero hay más elementos a considerar. Uno de ellos es que, luego de su aglutinación y victoria de diciembre de 2015 (elecciones parlamentarias), la oposición ha sufrido también un desgaste significativo. Incluso, en algunos aspectos, puede considerarse mayor que el experimentado por el gobierno, lo cual no deja de ser alucinante para cualquier analista de procesos políticos. 

¿Cómo se produjo este fenómeno? Veamos. En primer lugar, precisamente, por la dilapidación de su triunfo electoral más contundente en (para ese entonces) 18 años de pugnas con el chavismo. Luego del furor inicial generado por las altaneras promesas de derrocar a Maduro en seis meses mediante una maniobra parlamentaria (estilo Paraguay u Honduras), una parte de la militancia opositora comenzó a marcar distancia, pues entendió que se estaba derruyendo la base electoral que con tanto esfuerzo se había acumulado hasta ese momento. Esta percepción se acentuó muchísimo en los siguientes años, cuando la dirigencia opositora asumió nuevamente la fracasada estrategia de boicotear los procesos electorales. 

Un segundo factor de desgaste incisivo de la oposición es la violencia desatada en 2017, que dejó profundas cicatrices dentro del target opositor, pues los actos vandálicos se concentraron en zonas de clase media y, además, mostraron la cara abominable de un liderazgo que supuestamente trataba de diferenciarse de la barbarie gubernamental y restablecer la democracia en el país.  

Aunque se realizó un gigantesco esfuerzo político, diplomático y mediático para romantizar lo ocurrido (todavía están en eso, ahora vía Netflix), presentándola como “una lucha de la sociedad civil contra la tiranía”, la gente en las calles, en las urbanizaciones, en sus lugares de trabajo, sabe lo que pasó realmente. Eso ha pesado tremendamente contra el liderazgo opositor que tuvo los roles protagónicos (el ala pirómana) y también ha afectado a los que no tuvieron el coraje para plantarse en contra de esa estrategia (el ala moderado-taimada). 

Adicionalmente, las consecuencias penales de los disturbios de 2017 fueron pagadas, en su mayoría, por los militantes rasos opositores que participaron en ellos de buena fe. Entre los fallecidos y heridos no hubo dirigentes de los partidos promotores, como tampoco entre los detenidos y procesados judicialmente. Los “jefes” se las arreglaron para cuidar su pellejo y para seguir en libertad o para recuperarla pronto, apelando al expediente de ser perseguidos políticos. Las familias que perdieron a alguno de sus miembros o que los vieron tras las rejas culpan al gobierno de su desgracia, pero también —abierta o secretamente— señalan a la irresponsable dirigencia que los llevó a esas situaciones extremas y luego se desentendió de las consecuencias. 

El tercer componente del fenómeno del desgaste es la corrupción. En condiciones normales, este argumento es exclusividad de los factores opositores, pues lo natural es acusar de delitos contra el patrimonio público a quien tiene la atribución de manejarlo, es decir, al gobierno en ejercicio. Pero en el caso venezolano (otra peculiaridad), luego de que se pusiera en marcha la trama del “gobierno interino”, la corrupción pasó a ser un atributo perverso compartido por los dos polos políticos.  

Los gigantescos robos cometidos por Estados Unidos, Reino Unido y otras naciones contra empresas, dinero y activos venezolanos en el exterior, bajo el manto del supuesto interinato, ha generado un escenario muy particular: el de una oposición corrompida a ojos vistas, que, en consecuencia, carece de autoridad moral y política para atacar al gobierno por uno de sus flancos más débiles. 

El enriquecimiento obsceno de los cabecillas del gobierno interino, frente a la mirada de todas y todos ha hecho mella en el apoyo de la militancia opositora que han sufrido, igual que el resto de la población, los efectos destructivos y criminales de sus desfalcos al patrimonio público. 

Cuarto factor de desgaste es la responsabilidad que la dirigencia opositora ha tenido, también de manera pública y notoria, en acciones abiertamente antipopulares como:  

-Solicitud de medidas coercitivas unilaterales y bloqueo.

-Invocación de la intervención militar extranjera.

-Complicidad en acciones violentas, potencialmente generadoras de una guerra civil, como el magnicidio fallido, la invasión “humanitaria” con concierto incorporado (febrero de 2019, que generó la Batalla de los Puentes), el golpe de Estado de los Plátanos verdes (abril de 2019), la Operación Gedeón (mayo de 2020) y las tramas descubiertas en 2023, que ahora “pican y se extienden”. 

-Desarrollo de la operación psicológica y mediática para generar la migración masiva de venezolanas y venezolanos, seguida por una campaña destinada a generar odio contra quienes habían migrado, todo ello con el propósito de argumentar a favor de una intervención multinacional en Venezuela. 

La subestimación y la sobreestimación

Una de las causas de las derrotas opositoras a lo largo de un cuarto de siglo ha sido la subestimación del contrario y la sobreestimación de las fuerzas propias. La visión supremacista de las clases medias y altas que constituyen la élite antichavista les ha llevado a menospreciar al comandante Hugo Chávez, al presidente Nicolás Maduro y a toda la dirigencia y militancia revolucionaria. Ese es un hecho probado y ratificado muchas veces. 

La subestimación del rival y la sobreestimación propia ha tenido fundamentos políticos, económicos, sociales, académicos y hasta étnicos. Tras un cuarto de siglo de fracasos, siguen sin admitir que un campechano teniente coronel y un conductor de autobús hayan superado a quienes se ven a sí mismos como la flor y nata del país ilustrado, pensante y privilegiado.  

En repetidas ocasiones han pagado caro ese desprecio. En el escenario actual, podrían estar tropezando con la misma piedra. Al convencerse a sí mismos de que están frente a un gobierno débil, a un aspirante a la reelección con ínfimo apoyo popular, están repitiendo su error de subestimar al rival. Al creer que la población los considera la alternativa lógica y que el transcurso del tiempo los ha fortalecido, también reinciden en el desaguisado de sobreestimarse. 

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)