Varias características de la oposición han sido recurrentes en sus fracasos a lo largo de 22 años. Hablemos hoy de tres de ellas: 1) la subestimación del adversario político; 2) la negativa a admitir las derrotas; 3) la desastrosa administración de las victorias. En el ciclo parlamentario que está por concluir, estos rasgos se remarcaron desde los primeros días, en aquel diciembre de 2015, hasta, como suele decirse, el sol de hoy.

Comencemos por la subestimación del adversario político, una piedra con la que buena parte de la oposición ha  tropezado no desde 2015 sino desde los años finales de la década de los 90, cuando todavía no eran oposición. Algunos fuimos testigos presenciales de cómo “se burlaban” (o creían hacerlo) de Hugo Chávez Frías cuando asumió la ruta electoral. Ya en ese momento era posible observar un fenómeno que más allá de lo político es sociológico: El supremacismo de la clase socioeconómica y académica que había dominado al país y que no podía digerir la idea de que un llanero zambo, oficial medio del Ejército, pudiera desbancarlos democráticamente. En eso cayeron todos, desde la oligarquía rancia (representada en las elecciones de 1998 por el rubio Salas Römer en lomos de “Frijolito”) hasta la engreída dirigencia de la izquierda, hermeneutas sagrados de las escrituras del socialismo.

Pero como la época objeto del comentario es el lapso 2015-2020, digamos que tras vencer al chavismo en las urnas de las elecciones legislativas, los líderes de la derecha y sus anexos lo dieron también por derrotado políticamente. Con su visión subestimadora al máximo, creyeron que el gobierno de Nicolás Maduro y el Partido Socialista Unido de Venezuela se iban a quedar esperando pasivamente a que ellos les pasaran por encima y los desaparecieran del mapa. Un error casi infantil, sin querer ofender a los niños.

Mientras los dirigentes se pavoneaban con aires de superioridad y empezaban a plantearle ultimátum a Maduro, el gobierno movió todos los recursos disponibles, se apertrechó jurídica y políticamente para lo que venía.

Volveremos sobre este punto en el apartado de la mala administración de las victorias. Pero por el momento revisemos como siguieron subestimando al presidente y al pueblo revolucionario a lo largo de los cinco años.

En 2017 retornaron a su estrategia de 2014, la de la violencia focalizada y luego de unos días perpetrándola dieron por seguro que habían logrado desestabilizar al país, que en cuestión de días habrían logrado la rebelión general con la que han soñado desde 2001. Sobredimensionaron su propia capacidad y menospreciaron la habilidad política del adversario, que con la carta de la Asamblea Nacional Constituyente logró el prodigio de aplacar los ánimos de un país que había sido llevado hasta los límites de la guerra civil.

En 2018 reincidieron en la sobreestimación de sus fuerzas al creer que boicoteando las elecciones presidenciales iban a impedir que se realizaran. Luego subestimaron la competencia de los cuerpos de seguridad del Estado y apostaron por el magnicidio.

En 2019, con la jugada de la autoproclamación de Juan Guaidó y el apoyo absoluto de Estados Unidos, llegaron a uno de sus clímax de la sobreestimación propia y la subestimación del rival. Estaban convencidos de que en muy breve plazo iban a lograr su meta de derrocar al gobierno revolucionario. Algunos de los fantoches del Grupo de Lima hasta se atrevieron a poner en términos de horas el tiempo que le quedaba a Maduro. Todavía están contando y varios de ellos ya no están en sus cargos.

Entre la gran cantidad de desatinos de ese año sobresale, sin duda, el golpe de Estado de los plátanos verdes, para el que juraban tener el apoyo de oficiales del alto mando militar, magistrado del Tribunal Supremo y otros jerarcas. Un error de cálculo garrafal en el conteo de fuerzas propias versus fuerzas contrarias.

En 2020, también entre muchos otros desaguisados, no se puede dejar de mencionar la invasión de Macuto, una operación planificada bajo la convicción de que cualquier maniobra con sello estadounidense (tropas regulares o mercenarios) resultaría exitosa, como ya lo había sido en la ficción de Jack Ryan. Subestimaron de nuevo los atributos de la inteligencia y contrainteligencia venezolana y también la determinación del Poder Popular para rechazar ese tipo de acciones violentas.

Las primeras dos semanas de diciembre han demostrado que las muchas lecciones siguen sin ser asimiladas. Subestimaron la capacidad de movilización que preserva el chavismo duro y la maquinaria electoral del PSUV; sobreestimaron su propia aceptación a estas alturas de la temporada.

No reconocer las derrotas

Si la lista de subestimaciones del adversario es larga, no lo es menos la del empeño opositor de no reconocer las derrotas o su variante de reconocerlas como algo abstracto, pero no asumir la responsabilidad por ellas. De esa cabuya, el país tiene un rollo.

Volvamos a abril de 2002. Muchos se declararon padres y madres de la criatura el 12, cuando «tenemos nuevo presidente», pero ninguno ratificó su paternidad (o maternidad) cuando el acontecer nacional dio una voltereta. Entonces casi todos apelaron al yo no fui y a excusas idiotas como esa de que yo solo firmé una lista de asistencia.

Lo mismo pasó con la nunca sustentada denuncia de fraude de 2004; el retiro de las parlamentarias de 2005; la derrota con calentera de 2013; la «Salida» violenta de 2014;  el fracaso de la convocatoria de referendo en 2016; las acciones terroristas y asesinas de 2017; la abstención en las presidenciales de 2018; el magnicidio fallido de ese mismo año; la autoproclamación, el concierto-invasión y el golpe platanero de 2019; y la invasión paraco-mercenaria de 2020.

En este último mes hay que anotar algo nuevo a ese memorial: El sector dominante, guapo y apoyao de la oposición (algo mentado G-4) llamó a la abstención una vez más y, en contraofensiva, solicitó a la militancia participar en una heterodoxa consulta cuyo propósito es extender indefinidamente la vigencia del mandato que el electorado otorgó a los diputados electos en 2015. Vistos los resultados prácticos, es un nuevo sinsabor para el antichavismo, pero en este caso, los interesados no se han conformado solo con negar la derrota, sino que están pretendiendo disfrazarla como una clamorosa victoria. Peor que peor, pues.

Pésima administración de las victorias

Los dos errores reiterados de los dirigentes opositores de todas las generaciones (silenciosa, babyboomers, equis, millennials y centennials) han incidido en sus reiterados reveses electorales y no electorales. Pero hay un tercer error que ha sobrevenido a sus pocas victorias: son malos, malísimos, pésimos administrando el éxito.

Tenemos que volver una vez más a abril de 2002, cuando lograron la hazaña de derrocar al comandante Chávez y luego no pudieron permanecer en el poder por más de 47 horas.

En 2007 consiguieron por primera vez vencer electoralmente al chavismo a escala nacional, al negar en referendo la reforma de la Constitución Nacional. Se envalentonaron, creyeron que ya habían pasado a ser la primera fuerza política nacional, y Chávez se recompuso y logró volver en 2009 con una enmienda.

La expresión más acabada de las victorias mal manejadas es precisamente la que el bando opositor alcanzó en las parlamentarias de 2015. Lo que ocurrió entonces puede compararse con una borrachera de éxito, con un mal viaje producido por esa peligrosa droga que es el triunfo. 

En lugar de utilizar la mayoría parlamentaria como plataforma para construir una opción hacia las futuras elecciones presidenciales, quisieron convertirla en una sentencia firme y de aplicación inmediata para el cambio de gobierno. El «atore» los llevó a cometer una ristra de errores de tal magnitud (ya enumerados antes) que los ha traído nuevamente por la senda de la derrota permanente, al punto de que el chavismo volverá, cinco años después, a reinar en el Poder Legislativo.

Así cierra, entonces, el quinquenio que comenzó con la más significativa victoria de la derecha frente al chavismo y está terminando en los terrenos de la ciencia ficción y el realismo mágico, con un señor que dice haber sido autorizado por el pueblo para «seguir siendo» lo que dejará de ser el 4 de enero (diputado); lo que ya no era desde enero de 2020 (presidente de la Asamblea Nacional); y lo que nunca ha sido (presidente de la República). Se cuenta y no se cree.

(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)