El pasado 27 de octubre, el expresidente Carlos Andrés Pérez habría cumplido cien años. A propósito de tan redonda efeméride, surgió una discusión (no tan intensa como aspiraban sus  fieles seguidores, pero algo es algo) acerca del rol que este dirigente de Acción Democrática cumplió durante el siglo XX.

Digamos que entre los apologistas de CAP fue posible distinguir varios grupos: los militantes del vetusto partido socialdemócrata que añoran los tiempos del fulgurante líder y de la Gran Venezuela; los neoliberales que vivieron uno de sus grandes momentos durante el segundo gobierno del tachirense; los oportunistas de la ultraderecha que ensalzan a quien sea con tal de oponerse a la Revolución Bolivariana; y unos chamitos ahí, que dicen ser la juventud de AD (¡vaya, qué cosas extravagantes salen a relucir en un centenario!) y que solo saben de CAP por libros de historia contemporánea cuidadosamente escogidos y por los cuentos que les cuentan, valga la redundancia.

Para saber si Pérez era la maravilla enmascarada que estos factores dicen que fue, reconozcamos, en primer lugar, sus méritos. El primero de ellos era su liderazgo real, afincado en trabajo político de la vieja escuela y apuntalado luego (en los años 70) con la primera gran operación de marketing electoral que hubo en Venezuela.

Algunas personas, que vivieron esta transición, afirman que en la conformación definitiva de CAP como fenómeno político tuvo más peso ese trabajo de reingeniería de imagen que su recorrido previo en AD.

Alegan que antes de su transformación en “¡Ese hombre sí camina!”, para la campaña electoral de 1973, Pérez había sido un oscuro personaje, uno de los esbirros de la sanguinaria policía política de los años 60, con una trayectoria que más bien podía considerarse un prontuario porque fue el tiempo de la lucha armada y ya sabemos que AD (y Copei, no me vengan) aplacaron eso a sangre y fuego, con la ventaja de que Estados Unidos estaba de acuerdo y, por tanto, no llevaron a nadie ante ningún tribunal internacional para acusarlo de delitos de lesa humanidad.

Pero, no nos desviemos del tema: un veterano fotógrafo me comentó una vez que Pérez era un tipo sin gracia, que usaba una ropa de burócrata barato y se metía muchos papeles en los bolsillos del traje, por lo que se veía bastante desprolijo. Entonces, lo agarró Joe Napolitan, un consultor estadounidense, experto en convertir sapos en príncipes con fines electorales y lo transformó en un tipo contagiosamente enérgico, bien vestido y con unas tremendas patillas de prócer de la Independencia. Fue tan radical la mutación que llegó a ser, incluso, un sex-symbol.

La campaña fue cuidadosamente preparada para que CAP fuese visto por el país como un brioso líder que hacia toda su campaña a pie, caminando grandes distancias a paso rápido y saltando charcos con gran vigor. Esto lo distinguió favorablemente de su rival, el socialcristiano Lorenzo Fernández, un señor apagado y lento, con cara de santurrón.

Hay que decir que Pérez no se conformó con un cambio cosmético y temporal (solo para ganar las elecciones), sino que se metió en el papel del dinámico conductor de fervorosas masas y fortaleció ese formato de liderazgo durante su primer gobierno (1974-1979), con la buena fortuna para él de que los avatares geopolíticos indujeron una bonanza económica hasta entonces no vista.

Con el renovado Pérez en la presidencia, Venezuela pasó a tener una figuración destacada en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), en el Pacto Subregional Andino y en diversas iniciativas de naciones del Sur. Pérez fue muy activo en política exterior y con frecuencia se le escuchaba clamar a favor de un nuevo orden económico internacional con una retórica cercana a la izquierda.

En su período se nacionalizaron las industrias del hierro (1975) y el petróleo (1976) lo que acentuó su fama de gobernante progresista, aun cuando los críticos advirtieron que tales acciones fueron, en realidad, la expresión de pactos con las firmas transnacionales que ya habían amortizado varias veces sus bienes de capital y, además, recibieron generosas indemnizaciones por la expropiación.

Otra de las sobresalientes características de ese señor conocido como CAP fue su capacidad para mantenerse en la cresta de la ola de la popularidad a pesar de tener una insidiosa fama de corrupto.

En ese primer gobierno hubo numerosas denuncias de irregularidades administrativas, siendo la más escandalosa la relativa a la compra con grosero sobreprecio de un buque frigorífico, al que se le asignó el nombre de Sierra Nevada. A Pérez se le investigó en el entonces Congreso de la República y de habérsele encontrado responsable de esos delitos, habría quedado inhabilitado para optar de nuevo por cargos públicos. Sin embargo, a la hora de las definiciones, una parte de la izquierda votó para evitar la debacle, siendo el nombre más prominente el de José Vicente Rangel. Se dijo entonces que con esa salvada, la izquierda evitó que Estados Unidos le pasara factura a Pérez por la posición que tuvo a favor de la Revolución Sandinista.

De acuerdo a la Constitución entonces vigente (la de 1961), un presidente debía dejar pasar diez años (dos períodos) antes de postularse a una elección para la jefatura del Estado. Así que Pérez salió de Miraflores, pasó los primeros tiempos defendiéndose de las acusaciones y luego se mantuvo a cierta distancia, aunque con influencia significativa en el partido.

Cuando se aproximaba el año electoral 1988, ya nadie dudaba de que Pérez quería ser candidato, y una parte de AD también. Derrotó en el proceso interno al poco carismático e insustancial Octavio Lepage  y salió de nuevo a las calles como el animal político que era. Pese a que ya tenía 66 años de edad, en comparación con los 51 de la primera campaña, asumió de nuevo el personaje del candidato con trastorno de hiperactividad y terminó arrollando al socialcristiano Eduardo Fernández, que a su lado aparecía como aristocrático y remilgado.

En este punto ocurrió una nueva transformación, esta vez no en el empaque del producto Pérez, sino en su contenido doctrinario. Como todos los presidentes antes y después de su primer gobierno, él había obrado en línea con Estados Unidos, las transnacionales y la burguesía local. Pero lo había hecho con el típico enfoque socialdemócrata de aquellos tiempos, incluso, como se dijo antes, con un cierto afán estatizador. En cambio, el CAP de 1988 se valió de esa potente imagen para ganar el voto popular, pero por dentro tenía uno de los programas neoliberales más bruscos que alguien hubiese intentado imponer hasta ese momento.

Y aquí podemos hablar de uno de los más gruesos errores de cálculo cometidos por el sagaz político: sobreestimó su liderazgo a tal extremo de decir que solo Pinochet por las malas y él, por las buenas, podían lograr que un pueblo se tragara la medicina fondomonetarista sin chistar.

Pero, ¡vaya que el pueblo chistó! Y así este hombre que había sucumbido a la vanidad que generan las avalanchas de votos, vivió uno de los episodios anticlímax más dramáticos de la historia reciente: a los 25 días de su fastuosa “coronación” (así se le llamó a su ceremonia de ascenso a la Presidencia) se produjo un estallido social inédito y un subsecuente baño de sangre que ensució para siempre a su segundo gobierno, aunque ahora los autores de panegíricos hagan atléticos esfuerzos por lavarlo.

Hay muchas interpretaciones acerca del Caracazo, pero una de las más válidas es la que dice que el pueblo entendió, con las primeras medidas anunciadas, que CAP lo había engañado vilmente. Les hizo creer a los pobres y a las capas medias que traería de nuevo la Venezuela dispendiosa y gozona de los años 70 y lo que tenía entre manos era todo lo contario: quitarle a las masas populares las pocas migas que se le venían dando para darle todo a la banca acreedora y las transnacionales. Neoliberalismo puro y duro envuelto en populismo electoral.

Tratando de salir de tan tempranero knock down, Pérez habló en esos días de una guerra de ricos contra pobres, volviendo un poco a sus discursos tercermundistas del primer gobierno. Pero tan pronto logró aplacar la protesta (con una de las olas represivas más brutales entre las muchas que el país ha vivido) se recompuso en su nuevo rol de presidente neoliberal y dijo que aquello había sido cosa de extremistas de izquierda.

Y, como buen neoliberal (aun siendo  del tipo reencauchado), comenzó a confiar más en las cifras macroeconómicas que en el olfato de la calle. Por eso, en febrero de 1992 se fue muy confiado al Foro de Davos a darse un baño de oligarquía mundial, presentándose como un timonel exitoso, que había capeado un feo temporal para seguir por el camino correcto del ajuste.

Y entonces le ocurrió de nuevo: la cachetada de la realidad que le dolió en el alma. Al regresar de la cima del mundo acá lo estaba  esperando una insurrección militar sobre la que –según algunas versiones- le habían advertido, pero él no había querido creer por el mismo asunto de la arrogancia. Él era Pérez, un político que se codeaba con la flor y nata global, y no iban a venir unos loquitos a derrocarlo.

Pagó caro de nuevo su tendencia a admirarse demasiado a sí mismo, porque aunque la insurrección fracasó militarmente, dejó gravemente herido a su gobierno, a él como presidente y -como se vería años después- al modelo político puntofijista.

Por si no hubiese sido suficiente, en noviembre de 1992 vino la segunda asonada, también fallida, pero que precipitó la decisión del resto de la élite política de proceder a sacrificarlo en aras de una milagrosa regeneración del sistema como un todo.

Llevarlo a la hoguera no fue demasiado complicado porque Pérez había sido denunciado directamente por varios casos de presuntas irregularidades administrativas. Era cuestión de darles la entidad necesaria, hacer las movidas parlamentarias y judiciales pertinentes para adelantar su salida del poder. Fue apenas unos meses antes de lo previsto en la Constitución que finalizó su segundo gobierno, pero se logró el objetivo de aplacar los ánimos y de sacar al personaje del juego. Él mismo (o uno de sus geniales guionistas) se encargaría de escribir el epitafio: “Hubiera preferido otra muerte”.

La obra de Pérez II

En este momento de la línea de tiempo hay que reflexionar sobre si el país que CAP, al ser destituido, dejó en manos del escritor y periodista Ramón J. Velásquez estaba mejor o peor que antes de su gestión. Si nos guiamos por las leyendas urbanas que forjaron, en primer lugar, los fanáticos perecistas, y luego gente de todas las oposiciones al bolivarianismo, tendríamos que creer que entregó una economía próspera y pujante, producto de su ajuste neoliberal.

Pero si analizamos lo ocurrido en el breve interinato de Velásquez y en el comienzo del período de Rafael Caldera, otro panorama surge, pues quedó claro que esa economía era una gran burbuja especulativa del capital financiero. Al estallar, en enero de 1994, dejó en ruinas al sistema bancario y en la calle a millones de sus usuarios.

No es una simple casualidad que el emblema de esa crisis haya sido el banco Latino, propiedad  de Pedro Tinoco, un híbrido de empresario con político, que detentó la presidencia del Banco Central de Venezuela entre 1989 y 1992 y, por tanto, fue artífice del componente monetario del llamado “paquetazo”.

Hoy, desde la ignorancia -inocente o interesada- muchos dicen que aquel gobierno, pese al Sacudón y las insurrecciones militares, empezaba a dar resultados para las masas empobrecidas. Pero un recuento desapasionado de los hechos lo que demuestra es que esas masas llegaron a grados de pobreza mayores aún de lo que ya eran y, adicionalmente, la voracidad sin límite de los banqueros lanzó por el barranco a una parte de la clase media.

La pugna histórica con Chávez

Pérez fue defenestrado por su propia clase política, en particular por su partido, AD, que tenía mayoría en ambas cámaras legislativas. Si esa dirigencia hubiese querido sostenerlo en el poder hasta el 2 de febrero de 1994, lo habría hecho. Pero tomaron la decisión de arrojarlo a las fauces de los leones, dicho en términos de circo romano.

Obviamente, él guardó siempre ese resentimiento contra quienes lo sacaron de Miraflores y hasta lo pusieron en prisión (primero en la cárcel de El Junquito y luego en su domicilio, una casa llamada La Ahumada, en el sureste de Caracas). Pero a partir de 1994, cuando Caldera deja en libertad a los comandantes del 4F, redirige su rencor hacia la figura más prominente de ese grupo: Hugo Chávez Frías.

Desde entonces y hasta sus últimos días, CAP enfocó su inquina política en Chávez, lo que se explica no tanto porque el líder bolivariano haya sido el jefe de la gran asonada en su contra, sino más bien por el vertiginoso desarrollo que este tuvo como figura política nacional e internacional.

A partir de 1998, Chávez le disputó a Pérez un espacio que el expresidente había tenido como exclusivo suyo: el del líder más carismático electo por entusiastas masas y con una tremenda proyección más allá de las fronteras. Eso era algo que un hombre como CAP no podía perdonar.

Para 2002, ya cerca de los 80 años y con los partidos tradicionales en bancarrota, CAP aupó el golpe de Estado y le dio ánimos (o instrucciones, según se le quiera ver) al dirigente sindical Carlos Ortega, uno de los cabecillas de los sucesos de abril y, luego, del paro-sabotaje petrolero, en diciembre.

Se quedó con las ganas de ver a su último archirrival derrocado, salvo por las 47 horas que duró Pedro Carmona al mando. Por el contrario, debió ser testigo de los días de máximo esplendor de Chávez, entre 2004 y 2010.

El epílogo

Pérez tuvo una larga e intensa vida personal y política, que finalizó la Navidad de 2010, en Miami. Pero no concluyó allí la controversia que lo acompañó durante buena parte de su existencia, pues surgió un conflicto legal entre las dos ramas de su familia, en torno al lugar de sepultura. El cadáver permaneció congelado durante más de nueve meses, hasta que los dos bandos acordaron un armisticio y que se le trasladara a Caracas.

Su frase “hubiera preferido otra muerte”, bien podría haber cambiado por “hubiera preferido otro trato después de la muerte”. Hasta sus peores detractores coincidieron en que lo ocurrido fue lamentable e inútil.

Y ahora, la versión blanqueda del gran blanco

Llegó así el centenario de CAP y muchos salieron a rendirle homenaje. Entre esos muchos había varios a los que no les tembló la mano para votar por su destitución en 1993, en aras de evitar el naufragio del partido y del sistema o para cobrarle alguna añeja deuda.

También abundaron los periodistas y comentaristas políticos que lo adversaron rabiosamente, bajo el argumento de que era el emblema encarnado de la corrupción de aquellos tiempos. Son los mismos que ahora dicen que el tipo era un apóstol.

Y no faltaron los viejos izquierdistas que incluso sufrieron -o al menos conocieron de cerca- las andanzas de sus tiempos de verdugo anticomunista, pero que, desde la bruma de la ancianidad, lo consideran un adalid de la paz, la democracia y los derechos humanos.

Ha habido un considerable esfuerzo por presentar una versión blanqueada y perfumada de este gran caudillo del partido blanco. Es válido. Cada quien defiende sus ideas y a sus líderes. Pero quien quiera hacerse un juicio más real, tiene que refrescar la memoria (a muchos nos falla) e investigar cómo ocurrió lo que ocurrió y por qué dejó de ocurrir lo que no ocurrió.

(LaIguana.TV)